DESARROLLO MILITAR: AGOSTO-OCTUBRE DE 1936
DENTRO de España, durante los primeros meses de la guerra, los generales Mola y Franco aún esperaban una rápida victoria, que sería lograda por el avance simultáneo contra Madrid: por una parte desde los territorios de Navarra y Castilla controlados por Mola, y por otra desde Andalucía, en donde el ejército de África había sido transportado desde el otro lado del estrecho. Las fuerzas de Mola se dirigieron rápidamente hacia los pasos de Somosierra y de la sierra del Guadarrama, puntos clave de un ataque contra Madrid procedente del Norte. Contaba con unos 10 000 requetés y varios miles de falangistas y tropas diversas, así como con abundantes camiones y gasolina, y acabó con una huelga parcial de los ferroviarios con la amenaza de la pena de muerte; pero tenía pocas municiones. Los nacionalistas vascos, que apoyaban a la República, amenazaban su retaguardia; Galicia y León estaban llenas de guerrillas, aunque se hallaran nominalmente en manos de los insurgentes. Gran parte de las provincias de Asturias y Santander estaban controladas por fuerzas del Frente Popular. Las fuerzas de Mola, en su avance, alcanzaron los pasos montañosos a finales de julio; pero este avance fue contenido durante la mayor parte de agosto hasta que empezó a recibir armas y municiones en cantidad gracias a los aviones alemanes que venían en vuelo desde Portugal y Marruecos[233].
Los republicanos también se apresuraron hacia los pasos de montaña situados al norte de Madrid. Todos los partidos del Frente Popular, así como la Juventud Socialista Unificada (JSU), formaron milicias. Los oficiales de carrera que eran leales al Gobierno distribuyeron las armas de las diversas bases militares de los alrededores de Madrid y enseñaron una instrucción elemental, como el manejo de fusiles, excavación de trincheras y saber resguardarse. En la sierra la guerra consistió en choques aislados entre pequeñas unidades: las patrullas tanteaban las líneas del enemigo o excavaban a lo largo de las cimas montañosas. Los grupos de milicias políticamente más conscientes establecieron sistemas de trincheras y puestos de mando y comunicaciones; pero durante el mes de agosto, la mayoría venía diariamente en camión desde la ciudad. El tiempo era bueno, los aires de las montañas tonificantes, y los árboles daban una sensación de seguridad contra las observaciones hostiles. La guerra suponía aventura y rudo valor, no ciencia. Por un lado estaban los requetés y falangistas de Mola, con base en Segovia y Ávila; por el otro, las milicias izquierdistas de Madrid. Cuando chocaban entre sí, luchaban con la misma bravura temeraria. Cuando por casualidad les atacaba un bombardero, respondían disparando con sus fusiles y morían gustosos de heridas que pudieron haber evitado de haberse puesto a cubierto. Cuando quedaban cortados de sus líneas, eran capaces de luchar durante días sin víveres ni agua, hasta disparar el último cartucho. Las tropas de Mola eran las más diestras y disciplinadas; pero su escaso número y su falta de armamento les impedía hacer poco más que defender las alturas de que se habían apoderado en los primeros días. Las milicias madrileñas, valientes en los choques frontales, eran presa del pánico ante lo inesperado y perdieron muchas posiciones ante un ataque de flanco por sorpresa. Los pocos militares de carrera, como el teniente coronel Moriones y el coronel José Asensio Torrado, se apresuraban a ir de un sitio de peligro a otro para acortar el pánico y devolver la confianza gracias a su conocimiento de las tácticas militares[234].
Mientras tanto, en Cataluña, los anarquistas triunfantes partieron a la conquista de Zaragoza, su hogar espiritual. Animosos, intoxicados por su éxito en Barcelona, avezados a las durezas físicas, y despreocupados ante la muerte, lograron abrirse camino, pueblo por pueblo, por las abruptas comarcas del Aragón oriental. Era una guerra sin artillería, sin planes, sin reconocimiento, sin frentes definidos. En cada bando los prisioneros eran fusilados, y los desertores, para evitar la misma suerte, tenían que identificarse por su sindicato o partido político. En Huesca, que estaba en poder de los insurgentes y sitiada por los catalanes, los falangistas y los anarquistas se gritaban insultos antes de luchar con granadas y a la bayoneta en el cementerio de la ciudad. Y, sin embargo, todo el mundo observaba la siesta del mediodía. Al igual que en Madrid, las milicias estaban organizadas en columnas de tamaño variable, según los diferentes partidos del Frente Popular. Los anarquistas eran numéricamente los más importantes; pero asimismo había columnas del antiestalinista Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), de la Esquerra y de los recientemente unificados partidos socialista y comunista (PSUC). La falta de armas y de disciplina les obligó a detenerse a las puertas de Zaragoza; pero para los partidos revolucionarios catalanes era muy importante el que todos ellos pudieran participar en la esperada conquista de la capital aragonesa.
En Valencia, capital del Levante español, la situación permaneció tensa y ambigua durante algunas semanas. Valencia tenía un puerto muy importante y era el centro de una zona agrícola muy productiva. Por sentimiento, era fuertemente republicana; pero asimismo los comerciantes y agricultores eran intensamente conservadores. La provincia dividió sus votos entre las derechas y el Frente Popular. El 18 de julio, el gobernador, de Izquierda Republicana, se negó a atender la petición de armas de los sindicatos de la CNT y la UGT. La actitud del comandante militar local, general Martínez Monje, era dudosa. Manifestó su lealtad, pero acuarteló a las tropas. Los obreros, que sospechaban profundamente tanto del gobernador como del general, convocaron una huelga general el día 19 y formaron un comité CNT-UGT que pidió que el Gobierno tomara los cuarteles, distribuyera armas y formara milicias mixtas de obreros y soldados leales.
El Gobierno Giral, esperando evitar el derramamiento de sangre e imponer su autoridad, envió a Valencia una junta delegada compuesta por Martínez Barrio y varios republicanos de izquierda. Durante una semana la CNT recogió armas, las tropas siguieron acuarteladas, el general Martínez Monje reiteraba su lealtad republicana mientras se negaba a reconocer al comité revolucionario, y la junta de Madrid trató de calmar los ánimos de ambos bandos. En las calles de la ciudad, virtualmente abandonadas por los soldados y la policía, los falangistas mataban obreros y los obreros atacaban conventos. Habiéndose enterado de que los anarquistas pensaban incendiar la iglesia de la Virgen de los Desamparados, patrona de Valencia, el alcalde de la ciudad, republicano de izquierdas, se apresuró a acudir al templo y se llevó la imagen de la Virgen a un escondite seguro en los archivos municipales, donde pasó toda la guerra[235]. El día 25 una columna mixta de obreros y de guardias civiles al parecer leales partieron hacia Teruel, que estaba en manos de los insurgentes. En Puebla de Val verde los guardias civiles volvieron sus fusiles contra la milicia, mataron a todos los milicianos que pudieron y se pasaron a las líneas rebeldes.
Al día siguiente el sargento Fabra, del cuerpo de Ingenieros, encabezó una revuelta contra los oficiales dentro de los cuarteles, y un cierto número de soldados huyeron hacia la ciudad llevando sus armas. El comité CNT-UGT se decidió por fin a tomar los cuarteles. Dirigidos por el teniente Benedito y guardias civiles leales, los obreros asaltaron los cuarteles el 31 de julio. Los oficiales de varios regimientos intentaron sumar sus tropas a la causa insurgente; pero la victoria de los soldados revolucionarios y de las milicias fue completa. Madrid aceptó el fait accompli, reconociendo al comité CNT-UGT como Gobierno efectivo de Valencia[236].
En el norte de España los insurgentes estuvieron preocupados durante los primeros días en asegurarse sus victorias iniciales. Hasta mediados de agosto continuaron las huelgas parciales en las ciudades gallegas. Oviedo, aunque capturado por el coronel Aranda el 20 de julio, estaba sitiado por los mineros revolucionarios. En el puerto de Gijón los insurgentes hicieron coincidir su levantamiento con el del coronel Aranda, pero obreros armados con pistolas y dinamita sitiaron los cuarteles y el 17 de agosto les obligaron a rendirse. El puerto pesquero de Aviles y la ciudad portuaria de Santander permanecieron en manos republicanas. Mientras tanto, los obreros portuarios que habían huido de El Ferrol y Vigo formaron guerrillas, así como los mineros asturianos, y los ferroviarios que habían logrado escapar de Valladolid, Alsasua y Miranda de Ebro[237]. Los trenes insurgentes de aprovisionamiento debían circular a marcha lenta por las zonas montañosas de Galicia y León. El maquinista vigilaba la vía por si había minas y en cada vagón de pasajeros o de carga iban dos guardianes armados. En la frontera portuguesa, sin embargo, las autoridades insurgentes podían contar con la policía fronteriza, que les entregaba los guerrilleros y los refugiados civiles.
Durante los meses de agosto y septiembre, las luchas más importantes tuvieron lugar en Andalucía y Extremadura, donde el ejército de África, sin dejar de tener la iniciativa un solo momento, inició la marcha al norte de Sevilla hacia Mérida y Badajoz, y luego por el valle del Tajo arriba hacia Toledo y Madrid. A partir del 5 de agosto, el general Franco controlaba el estrecho de Gibraltar gracias a sus aviones italianos, la amistosa neutralidad de los ingleses, y la incompetencia y antigüedad de la armada republicana. A finales del verano habían sido transportados casi 20 000 moros y legionarios, que fueron organizados en «columnas» de 500 a 1000 hombres bajo el mando de oficiales españoles: el general Várela; los coroneles Yagüe y Carlos Asensio; los tenientes coroneles Barrón, Delgado y de Telia; los comandantes Castejón y Mizzian. Dichos oficiales se sentían muy orgullosos de servir en el magnífico Tercio de extranjeros, creado por el general Francisco Franco. En sus carteras llevaban retratos de sus camaradas muertos en el cuartel de la Montaña o en Barcelona el 19 de julio. Estaban en excelentes relaciones con sus soldados. Oficiales españoles que regresaban en avión a Melilla desde el frente, escribían y llevaban cartas para los soldados, y entregaban a sus familias los anillos, dientes de oro y relojes tomados de los cadáveres de los «rojos». Cada soldado llevaba un fardo de unas 60 libras, 200 cartuchos y los largos cuchillos curvados con los cuales los moros remataban a los heridos o asesinaban en silencio a los centinelas adversarios durante la noche. Las columnas viajaban en camiones, disfrutando de la camaradería de las pequeñas unidades escogidas y viviendo a costa de un país mucho más rico que el Riff, en donde habían librado sus batallas anteriores.
Los camiones solían detenerse a unas cien yardas antes de cada pueblo, y los hombres avanzaban con precaución a pie. Si había señales de resistencia, la artillería ligera bombardeaba los muros o los edificios de piedra que verosímilmente podían ser reductos. Luego el pueblo era tomado en una carga a la bayoneta, y por medio de altavoces se ordenaba que se abrieran todas las puertas y se desplegaran banderas blancas. Todo aquél que fuera sorprendido con armas en la mano o con el hombro magullado por el retroceso de un fusil al disparar era fusilado. Según los conceptos legales de los oficiales insurgentes, los hombres de las milicias del Frente Popular que no llevaban uniforme eran los «rebeldes» y por lo tanto no tenían derecho a la vida. Los milicianos luchaban desesperadamente mientras les duraban las municiones o gozaban de la protección de edificios o árboles, y a menudo el ejército de África tuvo que pagar con fuertes bajas su menosprecio del enemigo. Cuando se veían amenazados por un movimiento de flanco, o eran desalojados por el fuego de la artillería, los milicianos huían a lo largo de las carreteras, sin tener la menor idea de las ventajas de desplegarse por el campo. Las ametralladoras insurgentes, colocadas en las carreteras, mataban a los fugitivos como conejos; los cadáveres eran amontonados, rociados con gasolina y quemados. Un pelotón se quedaba atrás para asegurar las comunicaciones… y la tranquilidad del pueblo. La columna proseguía su camino para el Norte hacia el próximo objetivo.
En Guareña, donde el comité revolucionario había establecido una «República» anarquista, el periodista inglés Cecil Gerahty tuvo la rara oportunidad de entrevistarse con uno de los diez campesinos que iban a ser fusilados. El sistema de altavoces locales, al que este hombre se refería como la «radio», y al que consideraba como una especie de oráculo sobrenatural, le había convencido de que matando a los terratenientes automáticamente se produciría una España más feliz. Ahora se daba cuenta de que había «apostado por un caballo equivocado», y así, sin recibir los sacramentos y sin rechistar, se encaminaba hacia la muerte[238].
Unos kilómetros más al Norte, en Almendralejo, unos cien milicianos se retiraron a la torre de la iglesia cuando los insurgentes entraron en el pueblo. En junio los terratenientes habían anunciado que no darían ni un día de trabajo a los peones anarquistas y amenazaron con matar a cualquier terrateniente que lo hiciera. Los hombres que se hicieron fuertes en la torre resistieron durante una semana al cañoneo, aunque carecieron de agua todo este tiempo; al octavo día se rindieron los 41 supervivientes, que fueron formados en fila y fusilados.
El incidente más conocido de esta salvaje campaña ocurrió cuando Badajoz fue tomado el 14 de agosto. La ciudad tenía unos 40 000 habitantes y estaba próxima a la frontera portuguesa. Su caída fue especialmente significativa para los insurgentes porque les permitió unir sus ejércitos del Norte y del Sur sin tener que utilizar las carreteras portuguesas. Badajoz era también la capital de la provincia en donde estaba ocurriendo la revolución campesina en vísperas de la guerra civil, y en donde la República había comenzado su mayor proyecto de regadíos. La ciudad fue tenazmente defendida por unos 4000 milicianos equipados con algunos morteros y más municiones para fusiles y ametralladoras que lo que las columnas de África habían encontrado hasta ahora. Los defensores instalaron ametralladoras en las murallas de la ciudad y taponaron con sacos de arena las puertas de acceso. El corresponsal inglés Harold Cardozo vio a los ingenieros insurgentes volar con dinamita una de las puertas, a través de la cual los legionarios se lanzaron al asalto atacando a los defensores por la retaguardia. En la primera oleada perdieron a 127 hombres en 20 segundos de fuego de ametralladora; pero los supervivientes, en un asalto desesperado, tomaron la barricada a punta de bayoneta. Dentro de la ciudad el coronel Yagüe puso en libertad a unos 380 prisioneros derechistas y oyó historias de los fusilamientos de curas y terratenientes.
Algunos corresponsales franceses y portugueses, y el periodista americano Jay Allen, fueron testigos de la toma de la ciudad y de la represión que siguió. Los portugueses fueron indiscretos al hablar de las ejecuciones, quizá porque no se daban cuenta, al igual que los oficiales insurgentes, de la impresión que tales procedimientos iban a causar en la opinión pública fuera de la zona de batalla. Jay Allen quedó horrorizado al ver un modo de hacer la guerra que ningún americano había visto en el siglo XX, y su reportaje sobre los fusilamientos en masa en la plaza de toros electrizaron a la opinión mundial. Sin lugar a dudas exageró al emplear la cifra de 4000. El coronel Yagüe dijo a un corresponsal portugués que quizás 2000 era una cifra ligeramente elevada. Nadie puede decir con seguridad si el coronel sabía exactamente cuántos eran los fusilados, o si se contentó con dejar suponer al periodista que él podía haber mandado fusilar todos esos hombres como si tal cosa. Pero no hubo ninguna duda de la ceremonia nocturna, que ocurrió en otras ciudades además de Badajoz, sin que estuvieran presentes corresponsales extranjeros. Y tampoco había duda de que oficiales españoles cruzaban la frontera hasta Elvas, deteniendo refugiados de las milicias, así como civiles, sacando a sus enemigos de las camas de los hospitales, y fusilando a todos los apresados con las ya citadas magulladuras en el hombro[239].
Durante agosto y septiembre las milicias republicanas se fueron retirando rápidamente. De vez en cuando, un gesto heroico de resistencia retrasaba a los conquistadores durante un par de días y les costaba unas cuantas vidas más. En ocasiones, un bombardero Breguet, pilotado por un aviador republicano o un aviador francés voluntario, hostigaría a los convoyes de camiones y permitiría así al Gobierno de Madrid seguir el rápido progreso de las fuerzas insurgentes. Pero virtualmente no había oficiales de carrera de Estado Mayor, ni alambre espinoso, ni artillería, ni palas y muy pocas municiones. Los oficiales leales eran necesarios para preparar la eventual defensa de Madrid. La falta de pilotos calificados y la escasez de piezas de repuesto y de gasolina hacían que la mayoría de los aviones permanecieran inactivos en el suelo; además, los Breguets con quince años de antigüedad, que carecían de armamento en el morro y volaban lentamente, eran un objetivo fácil para los aviones italianos de caza.
En la ciudad de Toledo se estaba desarrollando una situación única. Se habían dado muchos casos de cuarteles que quedaron aislados o de ciertas zonas de una ciudad sitiados durante varias semanas después del 18 de julio. En Toledo, luego de tres días de luchas indecisas en las estrechas calles de la ciudad medieval, unos 1000 guardias civiles y de asalto, falangistas y un puñado de cadetes de infantería se retiraron al Alcázar. Se llevaron con ellos a unos centenares de mujeres y niños, muchos de ellos familiares de conocidos izquierdistas[240]. Bajo la dirección del coronel Moscardó, se prepararon para resistir un sitio en toda regla mientras esperaban el triunfo del alzamiento militar.
El Alcázar era una fortaleza de piedra que se levantaba sobre una colina que dominaba el valle del Tajo. Los republicanos ocupaban los edificios próximos. Sitiadores y sitiados se podían gritar unos a otros sin necesidad de altavoces. Cuando estuvo claro que el alzamiento había fracasado, los republicanos esperaron que la fortaleza se rindiera. Al saber que el ejército de África inició su rápido avance desde Andalucía, los defensores cobraron ánimos y los atacantes empezaron a preguntarse si la escasez de alimentos y agua serían suficientes para forzar a una capitulación antes de que les llegara ayuda de fuera. Nadie estaba seguro de cuántas personas había en la fortaleza y de qué provisiones disponía el coronel Moscardó para alimentarles. El Gobierno carecía virtualmente de cañones pesados capaces de perforar los muros de piedra que en muchos puntos tenían varios pies de grosor. Hasta el 24 de agosto no cañonearon la fortaleza, en parte por falta de proyectiles y espoletas, en parte porque los hombres de las milicias eran conscientes del hecho de que dentro había familiares suyos. A finales de mes, dispararon un obús del calibre 155 y varios del 15 y comenzaron a excavar túneles con la intención de volar los sótanos en donde se refugiaban la guarnición sitiada y sus rehenes.
El 9 de septiembre, el teniente coronel Vicente Rojo, que había sido instructor de la Academia Militar del Alcázar, que procedía de una familia derechista y que tenía algunos amigos entre los defensores, entró en la fortaleza con bandera blanca, tratando de conseguir su rendición, o al menos la liberación de los rehenes. El día 11, un sacerdote madrileño, el padre Vázquez Camarasa, trató de persuadir al coronel Moscardó de que soltara a las mujeres y a los niños. El coronel hizo venir a una mujer, quien a su presencia aseguró al padre que las mujeres del Alcázar deseaban compartir la misma suerte que sus hombres. Dos días después el embajador chileno, decano del cuerpo diplomático, vino a Toledo con el mismo propósito. El coronel Moscardó envió a su ayuda de campo para saludar al embajador por un altavoz y para decirle que los defensores escucharían respetuosamente cualquier mensaje que él deseara enviarles a través del «Gobierno nacional de Burgos». Ante la frase «Gobierno nacional», los milicianos empezaron a insultarlos, y el diálogo no pudo proseguir[241]. El 18 de septiembre los atacantes hicieron estallar tres minas subterráneas, que causaron algún daño al edificio, pero no a sus ocupantes. El día 26 el general Varela acampó al otro lado del río, frente al Alcázar. La mayoría de los desmoralizados milicianos ya se estaban retirando hacia Madrid. Algunos centenares resistieron desesperadamente en el cementerio a la mañana siguiente; pero fueron intensamente cañoneados y el cementerio fue tomado, piedra a piedra. Los insurgentes avanzaron entonces hacia los cuarteles y el hospital, donde mataron a los heridos en sus camas. A última hora de la tarde, los famélicos ocupantes de la fortaleza salieron a las calles ahora dominadas por los moros y los legionarios. Un coronel Moscardó muy delgado y barbudo informó al general Várela al día siguiente: «Sin novedad en el Alcázar». Los defensores habían sufrido unas 80 bajas en las 10 semanas que duró el asedio. El ejército insurgente y los defensores del Alcázar asistieron enfervorizados a una misa, y los insurgentes se dispusieron, tras un breve descanso, a proseguir su marcha hacia Madrid.
Mapa 3. Avances de los insurgentes de agosto a octubre de 1936.
En las semanas siguientes el coronel Moscardó se convirtió en el símbolo de la causa insurgente. Se dio mucha publicidad a la historia referente al jefe de las milicias que telefoneó al Alcázar el 23 de julio. Entre su: rehenes tenía a un hijo de Moscardó, al que acercó al teléfono para que explicara a su padre que sería fusilado si la fortaleza no se rendía. El coronel contestó a su hijo que encomendara su alma a Dios y que muriera valientemente. El hijo fue ejecutado un mes más tarde[242]. El texto de la conversación ha sido inscrito en muchos idiomas en los muros del sótano del Alcázar, que ahora es uno de los principales monumentos de la victoria nacionalista. En España, la gente aún discute apasionadamente sobre si esta conversación tuvo o no tuvo lugar[243]. Pero la verdad en este caso es menos importante que su significado simbólico. En la guerra civil española hubo padres en ambos bandos que habrían hecho lo mismo que el coronel Moscardó afirmó que había hecho; y hubo hijos que habrían muerto de buena gana después de tal mandamiento de sus padres.
La victoria de Badajoz permitió a los insurgentes recuperar la iniciativa en el Norte. A finales de julio controlaban la frontera pirenaica desde casi los límites de la provincia de Lérida hasta unas 20 millas del golfo de Vizcaya. Ahora estaban ansiosos por cerrar la frontera en Hendaya y eliminar la molesta amenaza vasca a su retaguardia. Tras Badajoz, el general Franco pudo desprenderse de unos 700 legionarios y enviar una batería de cañones de 6 pulgadas para reforzar al jefe carlista coronel Beorlegui, en su campaña para capturar Irún. Hacia el 26 de agosto, los bombarderos de transporte Junker llevaron estas nuevas unidades al cuartel general de Beorlegui. La lucha por Irún duró una semana e involucró a unos 2000 hombres por cada bando, estando los atacantes mucho mejor entrenados y armados. En las tropas de Beorlegui había más o menos la misma proporción de legionarios, carlistas, falangistas y guardias civiles. Por la noche tomó las colinas que dominaban la ciudad, comunicándose sus tropas por medio de cuernos de caza. Con las primeras luces del día los atacantes que avanzaban hacia la ciudad habían sufrido fuertes pérdidas, debidas a su exagerada confianza en sí mismos y a un fuego de ametralladoras más intenso de lo que habían esperado.
Los milicianos que defendían la ciudad fueron reforzados por varios centenares de catalanes que habían venido a través del sur de Francia y que luego entraron de nuevo en España por Hendaya. El jefe del Gobierno, Léon Blum, había ordenado el cierre de la frontera el 8 de agosto, como un primer paso para el establecimiento de la política de No-intervención.
Como resultado, los defensores de Irún no pudieron recibir media docena de camiones cargados de municiones que estaban en la aduana de Hendaya; pero la política nacional no impidió a la población civil que ayudara a los republicanos, con los que simpatizaban la mayoría. Los campesinos franceses apostados en las colinas cercanas a las tropas de Beorlegui señalaban a los defensores de Irún la posición de sus cañones y los preparativos generales para sus movimientos diarios. La policía fronteriza no hizo virtualmente ningún esfuerzo para impedir que los catalanes armados fueran a Irún, o que los milicianos cruzaran la frontera diariamente para comer y dormir a salvo, y luego regresar a la mañana siguiente con toda la munición para fusiles y ametralladoras que se podían llevar[244].
Entre el 26 de agosto y el 4 de septiembre, la superior organización, habilidad y armamento, dio como resultado la completa victoria del coronel Beorlegui. En los últimos momentos, los anarquistas que huían incendiaron la ciudad que ya no podían defender. Algunos centenares de milicianos pasaron a Francia; pero la mayoría se retiraron bajo la dirección de los vascos hacia San Sebastián. En esta ciudad, los nacionalistas vascos, decididos a no verla inútilmente destruida, dispusieron una retirada ordenada hacia posiciones más defendibles, y llegaron a un acuerdo con los insurgentes que avanzaban para dejar un esqueleto de Gobierno para que controlara la situación hasta la entrada de las fuerzas del general Mola el 12 de septiembre.
Hablando en términos militares, esta campaña del Norte no se caracterizó por la ferocidad que había marcado la guerra en Andalucía. Ni los carlistas ni los nacionalistas vascos fusilaban a sus prisioneros. Ambos se sentían orgullosos de lo correcto de la conducta de sus tropas. Los anarquistas y los legionarios eran elementos minoritarios en sus respectivos bandos y no estaban en condiciones de imponer normas de conducta. A los españoles les gusta declarar, y en ciertos aspectos tienen mucha razón, que ellos no sienten los prejuicios raciales tan característicos de los pueblos germánicos y anglosajones; pero el contraste entre la conducta militar en Andalucía y en el Norte reflejaba sentimientos raciales muy profundos. En efecto, no es raro que españoles de las ideologías más diversas se refieran a los andaluces como gentes inferiores y consideren a los vascos y a los navarros como «lo mejor» de España. En Andalucía, los oficiales de carrera a menudo se comportaron como si estuvieran dedicados a una operación de exterminio químico. En el Norte miraban a sus enemigos como seres humanos, tan disciplinados, tan católicos y tan honorables como ellos, a pesar de las amargas diferencias en sus puntos de vista políticos.