Capítulo 14

EL COMIENZO DE LA INTERVENCIÓN INTERNACIONAL

CON un tercio de España en poder de los insurgentes, y sin ninguna perspectiva de compromiso, ambos bandos recurrieron inmediatamente a la ayuda extranjera, porque ninguno de ellos tenía el equipo y las armas necesarias para llevar a cabo ni siquiera una guerra civil breve. Desde el principio, los conspiradores militares contaron con la ayuda armada de Italia, la asistencia de Portugal y la amistosa neutralidad de los intereses ingleses y americanos en la Península. En particular, Mussolini se había encargado de armar y entrenar a los monárquicos. En marzo de 1934 una delegación de cuatro personas, representando tanto a los alfonsinos como a los carlistas, obtuvo del dictador italiano en persona una promesa de suministro de 20 000 fusiles y 200 ametralladoras. Aún no había fijada ninguna fecha para un alzamiento antirrepublicano, y a Mussolini pareció divertirle el que ambos partidos monárquicos no pudieran ponerse de acuerdo en un candidato para el trono. Durante los meses siguientes dispuso el entrenamiento de jóvenes carlistas, que fueron a Italia disfrazados como «oficiales peruanos[217]». Sin embargo, no parece que Mussolini suministrara armas antes del real estallido de la guerra civil. Los carlistas estuvieron muy ocupados comprando armas en la primavera de 1936, muchas de las cuales fueron confiscadas en el puerto de Amberes; pero las 150 ametralladoras que lograron introducir en España de contrabando antes de julio habían sido compradas en Alemania de modo particular[218].

El general Sanjurjo vivió en Portugal durante todo el período de preparación. Los emisarios de Mola pudieron en todo momento comunicarse libremente con él, y la policía de fronteras portuguesa, desde el primer momento, ayudó proporcionando armas y entregando todos los fugitivos republicanos a los insurgentes. En los días que precedieron a la sublevación, el coronel norteamericano que dirigía la Telefónica madrileña puso líneas privadas a disposición de los conspiradores de Madrid, para que pudieran celebrar conversaciones con los generales Mola y Franco. El general Kindelán, que estaba encargado de la sublevación en Algeciras, preguntó a los oficiales británicos del cercano Gibraltar si le podían proporcionar barcos. Los ingleses lamentaron no poder ayudarle directamente; pero se ofrecieron para buscarle algunos buques no registrados que había en puertos portugueses. También pusieron a su disposición las líneas telefónicas de Gibraltar, lo que hizo posible para Kindelán hablar con Marruecos, sin que las llamadas pasaran por ningún centro telefónico español[219].

El 19 de julio los buques de guerra republicanos ya estaban patrullando efectivamente las aguas entre la península y Marruecos, impidiendo así que el general Franco pudiera hacer cruzar el estrecho a sus tropas. En tan difíciles circunstancias, un hombre de negocios nazi que llevaba establecido varios años en Tetuán, un tal Johannes Bernhardt, ofreció sus servicios al general Franco. Era muy conocido entre los oficiales españoles, habiendo vendido suministros de todas clases al ejército de Marruecos. En junio ofreció aviones Junker de transporte a crédito al general Sanjurjo, pero el entonces jefe titular del alzamiento no consideró necesarios los aviones alemanes[220].

El 21 de julio el general Franco aceptó la oferta de Bernhardt. Este último se entrevistó con Hitler en Bayreuth, donde el canciller asistía al festival wagneriano. Tras consultar con Hermann Goering, jefe de las fuerzas aéreas alemanas, Hitler autorizó el inmediato envío de unos veinte JU 52 de transporte pesado, que tendrían que ir desarmados y tripulados por alemanes. Hacia el 28 de julio estos aviones habían establecido un puente aéreo entre Tetuán y Sevilla, cruzando cada aparato cuatro veces al día el estrecho, llevando en cada viaje 30 soldados completamente armados. Hacia el 5 de agosto los insurgentes pudieron colocar así 15 000 soldados en Sevilla, a pesar del bloqueo naval republicano[221].

Italia también actuó con prontitud, enviando unos doce bombarderos, tres de los cuales se vieron obligados, el 30 de julio, a aterrizar en el Marruecos francés por falta de combustible. Sus diarios de navegación indicaban que se les indicó su destino el 15 de julio, o sea dos días antes de la sublevación de Melilla, un hecho que no podía por menos que sugerir que Benito Mussolini conocía los planes para el pronunciamiento entre el 10 y el 20 de julio[222]. A finales de mes, el puente aéreo alemán empezó a encontrar un fuerte fuego antiaéreo por parte del crucero Jaime I. El JU 52 había sido diseñado como un avión de transporte, que podía ser convertido fácilmente en bombardero. Durante la primera semana de agosto, un Junker convertido puso al Jaime I fuera de combate, alcanzándole directamente con sus bombas de 500 libras, y los italianos emplearon hábiles tácticas para hostigar a los buques de guerra de menor envergadura lo suficiente como para que ya no pudieran impedir el paso de barcos cargados de tropas. El 6 de agosto dichos barcos comenzaron a cruzar el estrecho bajo la protección de unos nueve bombarderos trimotores italianos[223].

La flota republicana perdió el control de las aguas del estrecho entre Europa y África, en parte debido a los ataques aéreos y en parte por la ineficiencia en el manejo de los buques por tripulaciones que habían dado muerte a la mayoría de sus oficiales y que no se fiaban de los que quedaban, así como por la hostilidad de las autoridades políticas y los hombres de negocios de Gibraltar y Tánger. Las compañías petroleras británicas de Gibraltar, y la Vacuum Oil Company de Tánger, de propiedad norteamericana, se negaron a vender combustible a los buques republicanos[224]. Tánger era una ciudad portuaria internacionalizada, que constituía un enclave en el Marruecos español. El 17 de julio había en su puerto algunos buques de guerra y mercantes españoles. La Comisión Internacional que regía la ciudad creyó que el uso continuado del puerto por la marina de guerra republicana contravenía la neutralidad garantizada en el Estatuto de Tánger. Sin embargo, al mismo tiempo, no puso ninguna restricción al paso de mercancías y personas entre Tánger y el Marruecos español. Los aviones alemanes que transportaban moros a Sevilla compraban sin dificultad alguna gasolina de aviación a una firma portuguesa de la ciudad internacional[225].

Los insurgentes estuvieron bien abastecidos de productos petrolíferos desde el principio. En julio de 1935 la Texas Oil Company firmó un contrato a largo plazo para abastecer a la CAMPSA, monopolio del Estado español para la gasolina. El 18 de julio de 1936 unos cinco petroleros estaban en alta mar. El presidente del Consejo de administración de la Texaco, Thorkild Rieber, decidió inmediatamente enviar dicha gasolina a los puertos controlados por Franco, y la Texas Company continuó suministrando gasolina a crédito hasta el término de la guerra[226].

Hablando en general, los insurgentes podían contar desde el principio con la buena voluntad del mundo financiero internacional. Durante generaciones, Inglaterra había sido el mercado más importante de los vinos españoles de calidad. Capitales ingleses y españoles compartían el control de muchas empresas mineras y siderúrgicas en el País Vasco. Los españoles adinerados se codeaban con los residentes veraniegos ingleses en San Sebastián y Biarritz. Luca de Tena y otros monárquicos dispusieron lo conveniente y pagaron el avión inglés que llevó a Franco a Marruecos y luego transportó los emisarios de Franco a Roma. Hacia el 25 de julio, Juan March y Gil Robles establecieron sus cuarteles generales en Lisboa. El primero era propietario de intereses que controlaban el Claiworth Bank de Londres, a través del cual financió las compras de material de guerra para el ejército insurgente. Gil Robles y Nicolás Franco, hermano mayor del general, coordinaron los esfuerzos de otros ricos banqueros españoles que apoyaban la rebelión. El Gobierno portugués trataba con ellos más que con el embajador republicano (el historiador medievalista Claudio Sánchez Albornoz), como si fueran los representantes efectivos de España.

Mientras tanto, el Gobierno republicano apeló a Francia. Uno de los primeros actos del nuevo jefe del Gobierno, José Giral, fue telegrafiar el 20 de julio a Léon Blum, el socialista francés que era jefe del Gobierno. Blum representaba en Francia los mismos ideales democráticos de centro-izquierda que representaban Giral y su Gobierno en España. Además, España había negociado durante 1935 y a principios de 1936 un tratado comercial que incluía cláusulas referentes a la venta de equipo militar a España y el Gobierno contaba con su derecho legal a buscar la ayuda de otros gobiernos para suprimir la rebelión interna.

La reacción inicial de Blum fue completamente positiva. Sin embargo, un viaje que hizo a Londres el 22 de julio le hizo darse cuenta de que el Gobierno inglés simpatizaba con el levantamiento. El 25 de julio la prensa derechista de París publicó la noticia de la petición española y varios miembros del Partido Radical, preocupados, pidieron a Blum que desistiera de prestar ayuda. Estaba claro que ayudar abiertamente a la República española enojaría a Inglaterra, con la que las relaciones ya eran tensas y acabarían por dividir al Frente Popular en Francia. El Gobierno francés, además, estaba dividido. El ministro del Aire, Pierre Cot, era decidido partidario de prestar ayuda al Gobierno Giral, mientras que el ministro de Defensa se negó terminantemente a permitir a los pilotos militares franceses tripular los aviones que Cot se disponía a entregar. Cot se apresuró a disponer una venta fingida de 50 aparatos al Hechaz, Finlandia y el Brasil; aparatos que pasarían por España «en ruta» hacia sus fingidos destinos. En total, para la primera semana de agosto, Cot había despachado unos treinta aviones de reconocimiento y bombardeo, 15 cazas y unos 10 aviones de transporte y entrenamiento, todos ellos de modelos ya anticuados en 1936[227]. Durante el mismo período, centenares de voluntarios cruzaron la frontera, principalmente por Cataluña, sin que la policía francesa les hiciera muchas preguntas o les hiciera alguna.

El aterrizaje forzoso de los italianos en el Marruecos francés fortaleció la posición diplomática de Blum; pero estaba sometido a creciente presión no sólo de Inglaterra, sino de los gobiernos polaco y belga. Sobre todo, cuatro meses después de que Hitler hubiera ocupado Renania sin encontrar oposición, Blum no se podía permitir el lujo de enfrentarse con un aislamiento de Francia frente a una Alemania rearmada. Ni tampoco podía permitir que surgiera un aliado de Francia y Alemania en la frontera meridional. Por lo tanto, propuso la fórmula de la «no intervención», a la cual esperaba se adhirieran todas las potencias, y que acabaría rápidamente con la guerra por falta de armamentos. El 8 de agosto cerró la frontera francesa al tráfico militar, sin esperar a conocer las verdaderas intenciones de las potencias que respaldaban a los insurgentes.

La transformación de un pronunciamiento en una guerra civil cogió a las potencias europeas por sorpresa. Todas ellas tenían intereses estratégicos en el Mediterráneo occidental. La conquista por los insurgentes de Algeciras, La Línea y el Marruecos español había tenido lugar a la vista de Gibraltar, y la marina republicana estaba operando en aguas que habían estado sometidas al control británico desde que Inglaterra se apoderó de Gibraltar en la Guerra de Sucesión española (1701-1713). A fines del siglo XIX, Inglaterra, Francia y España desarrollaron intereses imperialistas en el turbulento imperio de Marruecos. En 1904, un acuerdo anglo-francés reconocía la primacía de los intereses políticos y militares franceses en Marruecos, pero el káiser amenazó con una guerra el año siguiente desembarcando en Tánger y afirmando públicamente la independencia del sultán. Los españoles estaban igualmente descontentos por los acuerdos anglo-franceses, dado que España había enviado varias expediciones militares contra Marruecos desde 1859, y especialmente después de la guerra entre España y los Estados Unidos en 1898, España consideraba a Marruecos como su zona natural de expansión.

La conferencia internacional de Algeciras en 1906 se comprometió a una política de puerta abierta en Marruecos para los hombres de negocios de todas las naciones y dio amplios poderes policiacos a Francia y España, aunque vagamente definidos. En 1912, en efecto, Francia y España se repartieron Marruecos, y España, que era la más débil de ambas potencias, se reservó la zona limítrofe al estrecho de Gibraltar. La «pacificación» de Marruecos requirió muchos años, y los marroquíes supieron explotar hábilmente los muchos equívocos entre los oficiales franceses y españoles. La rebelión de Abd-el-Krim obligó a ambas potencias a colaborar para lograr la derrota de éste, que era el más poderoso de los dirigentes nacionalistas en 1926. Pero todavía en 1934 tuvieron lugar «operaciones de policía» tanto en la zona francesa como en la española. Durante las décadas de acciones militares esporádicas, los intereses financieros privados de Inglaterra, Francia, Alemania y España invirtieron capitales en el desarrollo de las minas de hierro del Riff.

El Estatuto de Tánger fue también objeto de largas negociaciones entre las potencias. En general, a principios de siglo predominaban los intereses comerciales franceses. En 1906 fue reconocido en la Conferencia de Algeciras el carácter internacional de la ciudad, en parte como concesión a los intereses alemanes y españoles, y en parte para asegurarse de que la ciudad no se convertiría en una base naval francesa rival de Gibraltar. En 1912 se celebraron negociaciones para dar a Tánger un Estatuto internacional; pero no llegaron a ninguna conclusión, y hasta 1923 no se logró un acuerdo, por el cual Inglaterra, Francia y España compartirían la administración del puerto neutral. En 1927 el dictador italiano, Mussolini, envió a Tánger tres buques de guerra en unos momentos en que el Estatuto de Tánger estaba siendo revisado. Los comisionados reunidos comprendieron a qué se debía tan delicado gesto e invitaron a Italia a compartir en adelante la administración.

Así que tanto los intereses estratégicos en el Mediterráneo occidental como los complejos intereses militares, económicos e imperialistas involucraron a todas las grandes potencias europeas tan pronto como el statu quo se vio amenazado. Las razones económicas y las relaciones fraternales con los oficiales del ejército español explican de por sí con suficiente claridad por qué, en general, las autoridades de Gibraltar y de Tánger reaccionaron de modo favorable, aunque discreto, en favor de los insurgentes. Pero la perspectiva de una guerra civil enconada y quizá prolongada despertó intensas emociones en todos los países europeos y en todo el mundo occidental.

De todas las naciones europeas, Francia era la más profundamente afectada, y se halló profundamente dividida por el estallido de la guerra civil. Todos los sindicatos, tanto socialistas como comunistas, pidieron el inmediato envío de armas al Gobierno Giral. La clase media liberal, aquéllos que habían luchado por la vindicación de Dreyfus y que ahora estaban alarmados por el antisemitismo vocinglero de los nazis, aquéllos que favorecieron la separación de la Iglesia y el Estado, los que habían luchado contra el militarismo alemán en el Mame y en Verdún, todos ellos favorecían instintivamente la causa de la República. Al mismo tiempo los monárquicos y clericales, aquéllos que apoyaban la Action Française o la Croix de Feu del coronel De la Rocque, aquéllos que aplaudieron los motivos profascistas de febrero de 1934, tales personas se inclinaban instintivamente hacia la causa de los insurgentes. Este último grupo era minoritario; pero incluía una gran proporción de las familias más ricas, así como muchos oficiales del Ejército y funcionarios civiles que servían al imperio francés en el norte de África.

Consideraciones tanto técnicas como políticas contrarrestaron el impulso de prestar ayuda militar. Desde un punto de vista estrictamente objetivo, todos los oficiales reconocían el peligro potencial que suponía para Francia un Gobierno agresivo y autoritario al otro lado de los Pirineos. Pero el estado de las defensas francesas apenas si permitía suministrar armas a España mientras Hitler, que acababa de remilitarizar Renania en marzo de 1936, continuaba el curso febril del rearme de Alemania. Mientras que la Francia del Frente Popular manifestaba su sincera simpatía por la lucha del Frente Popular de España, el Gobierno estaba virtualmente paralizado por la amenaza de guerra civil en su propio país, la amenaza alemana en las fronteras y la debilidad de sus propias defensas. Además, la seguridad francesa dependía de la actitud de los británicos, y éstos advirtieron inmediatamente que no se considerarían obligados a acudir en defensa de Francia si ésta se comprometiera al sur de los Pirineos hasta el punto de que ello condujera a acciones militares por parte de Alemania.

La reacción de los ingleses ante la guerra civil fue menos emocional que la de los franceses; pero dado que Inglaterra era más fuerte que Francia militarmente, y estaba más interesada en la economía española, su actitud pesaba mucho más en la balanza internacional. Los laboristas eran partidarios de los republicanos, aunque se sentían inquietos por el «izquierdismo infantil» de los socialistas de Caballero y de los anarquistas. Una delegación parlamentaria visitó España en 1935 para investigar la represión de la sublevación de los mineros. Los mismos hombres que habían llevado a Oviedo los moros y la Legión Extranjera eran ahora las principales figuras de la zona insurgente; aquéllos que abogaban por las reformas sociales y pidieron la amnistía para los mineros eran los personajes prominentes en Madrid.

Pero el primer ministro, Stanley Baldwin, y la mayoría de los oficiales navales y funcionarios consulares de quienes recibió los primeros informes, eran instintivamente favorables a los insurgentes. Los conservadores británicos tendían a asumir que los volubles españoles necesitaban una mano firme que los gobernara. El ala profascista, comúnmente conocida como el Cliveden set, era partidaria de que se tratara con los generales españoles al igual que con Hitler y Mussolini. Los círculos financieros de Londres tenían grandes inversiones en ambas zonas. Las minas de Río Tinto y del Riff fueron ocupadas rápidamente por los insurgentes, quienes también dominaban la zona de Andalucía desde donde se exportaban los vinos más importantes desde el punto de vista comercial. Pero las minas y los altos hornos vascos, así como las instalaciones eléctricas de Cataluña que eran propiedad de ingleses, estaban en la zona del Frente Popular. Los ingleses de todas las ideologías estaban horrorizados ante los informes de las atrocidades cometidas, aunque daban más crédito a las historias sobre el terror «blanco» o «rojo» según sus opiniones políticas. El Gobierno de Baldwin, en contraste con el de Léon Blum, gozaba del apoyo de las clases adineradas y por eso estaba en libertad de tomar decisiones sin la amenaza de disturbios en el país. Durante las primeras semanas la política oficial fue la de no comprometerse, junto con un disimulado deseo de una victoria rápida y no demasiado cruel de los generales.

Al otro lado del Atlántico la actitud de los Estados Unidos estaba dominada por los deseos gemelos de aislamiento y neutralidad. El presidente Roosevelt, por sus simpatías personales y por su política interna, se inclinaba más por Giral, Azaña y Prieto que por los generales insurgentes. Su embajador, Claude Bowers, siguió siendo un buen amigo del Gobierno republicano. Pero el 7 de agosto el Departamento de Estado envió una circular a todos los cónsules recomendándoles la más estricta imparcialidad. El acta de neutralidad de 1935 no se aplicaba a las guerras civiles, y ni se planteó la cuestión de retirar el reconocimiento al Gobierno republicano; pero cuando la Glenn L. Martin Company pidió que la aconsejaran si debería vender aviones al Gobierno español, el Departamento de Estado replicó el 10 de agosto que tal venta sería contraria al espíritu de la política americana.

Roosevelt y Bowers, así como el secretario de Estado Cordell Hull, eran totalmente partidarios de mantenerse al margen del asunto, tanto que Bowers recomendó en la segunda mitad de agosto que los Estados Unidos no se adhirieran a las propuestas de mediación de las embajadas de la Argentina o el Uruguay. En el verano de 1936, la atención que le dedicaban los periódicos mostró que los norteamericanos reconocían la importancia potencial de la guerra civil en España; pero relativamente pocos americanos, liberales, católicos o protestantes, pensaban que los Estados Unidos debían hacer un esfuerzo para influir en el resultado de la lucha[228]. Al mismo tiempo, y puesto que el acta de neutralidad no consideraba a la gasolina como material de guerra (lo mismo que en las sanciones que aplicó la Sociedad de Naciones contra Italia durante la guerra de Etiopía), el Gobierno no hizo ningún esfuerzo para interrumpir los envíos de productos de la Texaco a la España insurgente.

Así, de las tres potencias democráticas occidentales, Francia era la única preparada (aunque parcialmente) para ayudar a la República española a derrotar la rebelión militar, y cuando para Blum estuvo claro, casi desde el día en que recibió el angustiado telegrama de Giral, que el Gobierno británico y las derechas francesas se oponían enérgicamente a tal ayuda, trató (proponiendo el 2 de agosto la No-intervención y cerrando el 8 de agosto la frontera pirenaica al tráfico militar) de presionar de algún modo a las potencias fascistas para que no incrementaran su intervención en favor de los insurgentes.

En Italia y Alemania la opinión pública siguió de buena gana las indicaciones de sus gobernantes. En ninguno de ambos países había una prensa libre ni sus respectivos pueblos eran conscientes, como en Francia, de los complejos problemas históricos y sociales implicados. Italia estaba intoxicada por su travesura militar en Etiopía, y los alemanes se sentían orgullosos de que el Diktat de Versalles hubiera sido arrojado por la borda con la vuelta al servicio militar obligatorio, el principio del rearme, y la remilitarización de Renania. En las primeras semanas de la guerra los insurgentes necesitaron tan sólo algunos aviones, tanques y equipos de comunicaciones. Los especialistas italianos y alemanes que habían sido destinados a España fueron de buena gana, con alta moral y una ingenua sensación de aventura, para servir a su Duce y a su Führer en la lucha contra el bolchevismo[229]. En Portugal, bajo la dictadura de Antonio Oliveira Salazar, las masas silenciadas se habrían alegrado de la victoria del Frente Popular, como un paso hacia su propia liberación; pero el Gobierno y los militares dieron toda clase de facilidades a los insurgentes durante la preparación de la sublevación, y desde el primer día de la guerra civil fue Portugal una base apenas disfrazada de suministros para los insurgentes.

Entre las grandes potencias, la Unión Soviética era la única en donde los sentimientos populares y la política del Gobierno coincidían en favorecer la causa de la República. La prensa controlada podía presentar una versión verdadera en esencia, aunque muy simplificada, del levantamiento como un ataque internacional fascista contra un Gobierno democrático legítimo y amante de la paz. En centenares de fábricas y granjas colectivas se celebraron reuniones de masas, y hacia el 6 de agosto habían sido recaudados más de dos millones para enviar víveres y medicamentos a España[230]. El Gobierno se complació en permitir la expresión de una emoción genuina entre el pueblo ruso, especialmente en unos tiempos en que el rearme de Hitler estaba forzando a los rusos a anteponer los cañones a la mantequilla, y cuando la detención de viejos bolcheviques como Zinoviev y Kamenev había sorprendido desagradablemente a muchos ciudadanos leales.

En cuanto al Gobierno soviético, actuó con gran precaución. Desde 1931, la España republicana y la Unión Soviética ni siquiera habían intercambiado embajadores, aunque habían estado a punto de hacerlo poco antes de la victoria electoral de las derechas en noviembre de 1933. Tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, la maquinaria diplomática se puso de nuevo en movimiento; pero no fue sino a finales de agosto cuando Marcel Rosenberg llegó a Madrid como primer embajador soviético en la República española. Los soviéticos no tenían intereses económicos o estratégicos directos en España. Rusia no había tomado parte en la ocupación de Marruecos o en la internacionalización de Tánger, ni la armada rusa había operado jamás en el Mediterráneo occidental.

Pero el estallido de la guerra en España, bajo las presentes condiciones, tenía una enorme importancia como prueba de las políticas gemelas de Frente Popular y de seguridad colectiva lanzadas por la Unión Soviética y los partidos comunistas de todo el mundo en 1935. España era el primer país en que un Gobierno de Frente Popular había alcanzado el poder. Si las naciones occidentales, viéndose a su vez amenazadas por la extensión del poder fascista, pudieran ser llevadas a cooperar con los soviéticos en la defensa de un Gobierno democrático libremente elegido, tal acción colectiva podría detener la ininterrumpida serie de triunfos fascistas desde la subida al poder de Hitler. Con esta idea en la mente, la literatura de todo el mundo soviético y comunista dio énfasis a la composición enteramente burguesa del Gobierno republicano y de la pequeña representación de los comunistas en las Cortes (16 entre los 473 diputados en febrero de 1936). Asimismo, los soviéticos se refrenaron ostentosamente de enviar armas durante los meses de agosto y septiembre, cuando pareció haber una ligera posibilidad de que el plan de No-intervención contuviera la ayuda de las potencias fascistas a los insurgentes. Sin embargo, el 30 de agosto, el jefe de su servicio de inteligencia en la Europa occidental, general Krivitski, recibió órdenes de crear empresas fingidas, que pudieran comprar armas en Alemania y en varios pequeños países europeos, y luego embarcarlas hacia España en barcos escandinavos con documentación falsa en la que se indicase que el destino era Hispanoamérica o el Lejano Oriente[231].

Tras todos estos cálculos tan sofisticados había sentimientos intangibles, pero importantes. Lenin observó una vez que España era el país europeo cuyas condiciones se parecían más a las de Rusia, y que podía muy bien ser el próximo país que siguiera la línea soviética. La revolución de Asturias hizo evocar el recuerdo de 1905 en Rusia, y de la Commune de París en 1871. Varios centenares de mineros fueron a la Unión Soviética en 1935 y volvieron tras las elecciones del Frente Popular refiriéndose de modo admirativo al metro de Moscú, las granjas colectivas, y el excelente servicio médico gratuito. Las victorias populares de los días 19 y 20 de julio en Barcelona y Madrid recordaban el asalto a la Bastilla en 1789.

Pero los recuerdos gloriosos de 1917 podían evocar también los amargos recuerdos de los años siguientes: de la derrota en Hungría y Alemania en 1919, de la derrota en China en 1927, del triunfo del fascismo en Alemania y de la destrucción del Partido Comunista Alemán en 1933. El movimiento hacia la revolución mundial, ahora interrumpido, así como la seguridad de la Unión Soviética, podrían avanzar mucho con una victoria republicana en España. Por el momento era esencial no asustar a la clase media o a los gobiernos occidentales. Ningún estadista soviético esperaba que España adoptara el comunismo en un próximo futuro; pero la causa de España era, en una amplia perspectiva, la causa mundial de la «revolución del pueblo», con la cual esperaban identificarse los dirigentes soviéticos.

Sólo un país reaccionó sin temor y con gran generosidad al dar su palabra de ayudar a la República española. México apoyó plena y públicamente las pretensiones del Gobierno de Madrid de ser el Gobierno legítimo de España, elegido libremente. Desde los primeros días de agosto envió fusiles y víveres y aceptó también las pesetas españolas en pago. Nada de mercado negro, de intermediarios, ni de oro del Banco de España fue necesario en lo relativo a las compras mexicanas. México se negó a aceptar las propuestas francobritánicas de No-intervención, dándose cuenta inmediatamente de la gran ventaja que ofrecían a los insurgentes[232]. Contrariamente a los Estados Unidos, a México no le parecía que fuera una política apropiada el mostrarse neutral entre un Gobierno elegido y una junta militar. Al mismo tiempo, la embajada mexicana en Madrid, como todas las de los otros países hispanoamericanos, dio refugio a sacerdotes y españoles conservadores que estaban en peligro por la anarquía revolucionaria de las primeras semanas de la guerra.

Había varias razones para esta política única. La revolución mexicana había estado luchando durante un cuarto de siglo para elevar los niveles de sanidad y educación, para distribuir tierras a los campesinos que carecían de ellas, y para reducir el control clerical de la educación. Los obreros, estudiantes e intelectuales mexicanos comprendían las influencias marxistas y anarquistas que actuaban en España. Asimismo eran capaces de admirar a los soviéticos sin tratar de imitarlos servilmente. El presidente Lázaro Cárdenas estaba ocupado en una rápida reforma agraria, una economía mixta, y la plena utilización de los recursos naturales de la nación por medio del riego y la electrificación. Al mismo tiempo, acabó con la guerra civil esporádica entre la Iglesia y el Estado en México. Era por tanto muy natural que un hombre así apoyara a la República española diplomática y materialmente, y al mismo tiempo diera asilo a las víctimas de la persecución política y religiosa.

La actitud de México supuso un inmenso alivio moral para la República, especialmente dado que los principales gobiernos sudamericanos (los de la Argentina, Brasil, Chile y Perú) simpatizaban más o menos abiertamente con los insurgentes; pero la ayuda mexicana significaba poco en la práctica si la frontera francesa iba a seguir cerrada y los dictadores iban a quedar en libertad de enviar a los insurgentes armas en cantidad y calidad tales que no estaban al alcance de México.

Al cabo de pocas semanas del pronunciamiento, todas las potencias de Europa y del Nuevo Mundo ya habían indicado cuál iba a ser de hecho (ya que no en la prosa legal) su política hacia la guerra civil que ya se había iniciado. Italia, Alemania y Portugal ayudaban a los insurgentes; Inglaterra esperaba que los insurgentes ganaran con un mínimo de lucha. Los Estados Unidos ponían el aislacionismo y la neutralidad por encima de sus simpatías democráticas, mientras que Rusia actuaba con precaución en su intento de contrarrestar la intervención del Eje. Francia refrenaba deliberadamente su ayuda a la República después de los primeros días, y México apoyaba a la República lo mejor que podía dentro de su limitada capacidad. Las pequeñas potencias europeas y la mayoría de los gobiernos sudamericanos no jugaron ningún papel activo, pero tendieron a preferir una victoria de los insurgentes.