EL PRONUNCIAMIENTO DEL 17-20 DE JULIO
LOS asesinatos del teniente Castillo y de José Calvo Sotelo coincidieron con las últimas etapas de los planes del general Mola. Los generales y coroneles que habían de apoderarse del mando en cada región, gobierno o comandancia militar ya habían recibido sus designaciones, y todos sabían que el alzamiento habría de ocurrir entre el 10 y el 20 de julio[198]. Los carlistas aún insistían en que se ondeara la bandera monárquica, se disolvieran todos los partidos políticos y se creara un Estado corporativo. El general Mola, en Irache, les sometió un plan, el cual, bajo un directorio completamente militar, incluía la conservación del régimen republicano y la separación de la Iglesia y el Estado, con libertad para todas las religiones. El enconado debate fue sometido al arbitraje del general Sanjurjo el 9 de julio. Sanjurjo, que era hijo de un general carlista, se mostraba mucho más inclinado hacia la Comunión Tradicionalista que Mola. Sin embargo, en su carta de arbitraje insistía en un directorio completamente militar, habló de acabar con las actividades (no con la existencia) de los partidos políticos, y evitó toda referencia a una Monarquía o un Estado corporativo[199].
En las islas Canarias, el general Franco se estaba preparando para hacerse cargo del mando que le habían asignado en Marruecos. El 11 de julio salió de Londres un avión particular inglés que habría de llevarle a Casablanca, y que estuvo a su disposición en Tenerife el 14 de julio. El avión, así como su piloto, el capitán Bebb, habían sido contratados por Luis Bolín, corresponsal del ABC en Londres[200]. El general Franco se aseguró de este modo el transporte sin tener que depender de las fuerzas aéreas españolas, que en su mayoría eran opuestas al alzamiento. En la extremidad oriental de España era necesario un cambio de mando en el último instante. Al general Goded se le destinó para que fuera de las islas Baleares a Valencia, pero le pidieron que cambiara Valencia por Barcelona.
El asesinato de Calvo Sotelo precipitó la fijación del momento preciso del alzamiento: las cinco de la tarde del viernes en Marruecos, para ser seguido dentro de las 24 horas por todas las guarniciones más importantes de la península. Marruecos era verdaderamente el talón de Aquiles de la República española. Los socialistas de izquierda habían pedido de vez en cuando el fin del régimen colonial. Azaña, tanto en 1931 como en 1936, había nombrado jefes civiles y militares de gran integridad y conocidos por su lealtad a la República; pero virtualmente no se había hecho nada para mejorar las condiciones de vida de las masas o para acabar con el dominio de los oficiales de carrera, los administradores coloniales y los contrabandistas de armas y de tabaco, que habían florecido en Marruecos durante décadas. La mayoría de los oficiales de rango intermedio, capitanes y comandantes, o eran partidarios del levantamiento o habían sido efectivamente intimidados por los que lo eran. La guarnición de Melilla se apoderó de los edificios públicos, incluyendo la emisora de radio, e inmediatamente proclamó el estado de guerra. La Legión Extranjera se apoderó de las Casas del Pueblo de Melilla y Tetuán, fusilando a todos los jefes sindicales y todas las personas encontradas con armas encima o sospechosas de pensar en resistir. En la base aérea, los aviadores resistieron al alzamiento durante varias horas, tras lo cual muchos fueron fusilados y el resto encarcelados.
El alzamiento cogió de sorpresa a los oficiales republicanos, así como al Gobierno de Madrid. En respuesta a sus llamadas telefónicas, Casares Quiroga les animó a resistir, les prometió refuerzos de tropas leales, e insistió en que la revuelta era un asunto puramente local. Los generales Gómez Morato y Romerales, así como el alto comisario, Plácido Álvarez Buylla, leales al Gobierno, eran individuos valientes, pero se encontraban completamente aislados de las verdaderas palancas del poder. Fueron detenidos el primer día, y luego fusilados. El día 18, los obreros de Tetuán y Melilla intentaron una huelga general, que fue fácilmente quebrantada por las guarniciones insurgentes y la población indígena[201].
Mientras tanto, el general Franco declaraba el estado de guerra en Tenerife y se dirigió por radio para explicar los motivos del alzamiento militar. Declaró que la anarquía y las huelgas revolucionarias estaban destruyendo a la nación; que la Constitución estaba prácticamente suspendida; que ni la libertad ni la igualdad sobrevivirían en tales circunstancias; que el regionalismo estaba destruyendo la unidad nacional, y que los enemigos del orden público habían calumniado sistemáticamente a las fuerzas armadas. El ejército no podía seguir contemplando impasible estos vergonzosos acontecimientos, y se sublevaba para llevar la justicia, la igualdad y la paz a todos los españoles. El ejército no anularía las mejoras sociales recientemente ganadas por el pueblo, ni actuaría con espíritu vengativo. Garantizaría a España «por primera vez, y en este orden, la trilogía de fraternidad, libertad e igualdad [202]». El general emprendió el vuelo en dirección a Casablanca, en el Marruecos francés, cargó combustible y recibió noticias del completo y rápido éxito en la zona española de protectorado, y el 19 de julio reemprendió el vuelo para hacerse cargo del mando supremo del ejército de Marruecos.
El sábado 18 tuvieron lugar una serie de rápidos y afortunados levantamientos en Navarra, Aragón, Castilla la Vieja y Andalucía. En Pamplona, los requetés se echaron en masa a la calle, despertando enorme entusiasmo entre los elementos católicos y carlistas y ahogando en sangre la breve resistencia de la Casa del Pueblo. El jefe local de la guardia civil, Rodríguez Medel, se negó a sublevarse y fue muerto a tiros. En Zaragoza, el general Miguel Cabanellas proclamó el estado de guerra en nombre de la República. Aunque estuvo en contacto con los conspiradores durante meses, Cabanellas era un antiguo republicano, masón, y con cierto matiz liberal; así que los oficiales jóvenes más ardientemente comprometidos con el alzamiento irrumpieron en su despacho armados, para asegurarse de que él seguiría adelante con la sublevación tal como estaba planeado. En las calles, guardias de asalto dirigidos por oficiales falangistas dispersaron la escasa resistencia de los obreros en el centro de la ciudad. El gobernador civil, que era un republicano de Azaña, y que se había ganado una excelente reputación por minimizar los desórdenes falangistas e izquierdistas, fue detenido [203]. Madrid envió inmediatamente al general Núñez de Prado, de las fuerzas aéreas, amigo íntimo de Cabanellas, para conferenciar con éste. Fue detenido nada más descender del avión en Zaragoza y más tarde fue fusilado.
El comandante general de la región militar de Burgos era Batet, leal al régimen republicano. El 16 de julio y por su propia iniciativa, Batet se entrevistó con Mola y le preguntó bruscamente si estaba complicado en los planes para un pronunciamiento. La entrevista fue muy desagradable y no produjo resultados tangibles [204]. El general Batet hizo detener al general González de Lara y lo envió a Madrid para una acción disciplinaria. Sin embargo, la mayoría de los altos oficiales de Burgos formaban parte de la conspiración. A las dos de la madrugada del domingo 19 de julio, el general Dávila declaró el estado de guerra, en presencia de los funcionarios civiles convocados a este propósito. Declaró que el ejército se sublevaba para salvar a la República, y la mayoría de los presentes, pensaran lo que pensasen interiormente, parecieron creer en su palabra. El general Batet ya estaba detenido y más tarde sería ejecutado [205]. El mismo trágico destino aguardaba al general González de Lara en el otro lado, en donde fue sacado del tren en Guadalajara por la milicia del Frente Popular.
En Valladolid, en la tarde del día 18, los generales Saliquet y Ponte, miembros de la conspiración, detuvieron y más tarde fusilaron a su superior en el mando, el general Molero. Valladolid contaba con unos importantes depósitos y talleres de reparación de los ferrocarriles, cuyo personal lo constituían obreros socialistas. Una combinación de la guardia de asalto y de falangistas se apoderó de los principales dirigentes socialistas al ocupar la Casa del Pueblo aquel atardecer. Hubo algunos tiroteos durante la noche, pero el domingo 19 la ciudad estaba firmemente en manos de los militares insurgentes[206]. En Salamanca, en la mañana del domingo, los militares instalaron ametralladoras en el centro de la Plaza Mayor y proclamaron el estado de guerra en presencia de los centenares de salmantinos que estaban paseando bajo las arcadas. Alguien gritó «¡Viva la República!», ante lo cual se ordenó a los soldados que hicieran fuego; resultaron una media docena de personas muertas y un número no precisado de heridos. La plaza fue desalojada inmediatamente y la ciudad cayó rápidamente bajo el control militar. En otras capitales de provincia de Castilla, Palencia, Zamora y Ávila, el estado de guerra cogió a la población completamente por sorpresa, y en cada caso, la rápida ocupación de la Casa del Pueblo y el fusilamiento de las personalidades izquierdistas conocidas puso a las ciudades bajo control.
En Castilla la Vieja la población rural era generalmente conservadora o apolítica. El poco desarrollo industrial hacía fácil apoderarse de la Casa del Pueblo y de los suburbios «rojos» en donde era probable hallar resistencia. En Andalucía, sin embargo, aunque los insurgentes ganaron igualmente rápidas victorias gracias a la sorpresa y a su audacia, la pacificación fue más difícil, porque la población era en gran medida anarquista, antimilitarista y anticlerical [207]. En Algeciras y Córdoba los trabajadores pidieron el reparto de armas tan pronto como se recibieron noticias de la sublevación de Marruecos. Los gobernadores civiles se las negaron, dando como razones las declaraciones de lealtad recibidas de los comandantes militares locales, así como su falta de atribuciones para disponer tal cosa sin recibir órdenes de Madrid. Horas más tarde, los militares se sublevaron, estableciendo su control rápidamente gracias al fuego de las ametralladoras. Sin embargo, se vieron obligados a matar a centenares de individuos de la canalla, que insistieron en resistir a las armas modernas con navajas y pechos desnudos.
En Cádiz se proclamó el día 19 la huelga general, y elementos de la guardia de asalto distribuyeron armas. El gobernador garantizó la lealtad de los oficiales locales para impedir que fueran linchados. Al día siguiente la guarnición se sublevó y en unas pocas horas sangrientas acabó por controlar la ciudad. En Málaga sucedió lo contrario. En la noche del 17, mucho antes de que hubiera ocurrido ningún otro levantamiento en la península, el general Patxot hizo que sus tropas ocuparan el centro de la ciudad sin hacer mucho ruido. A la mañana siguiente, sin embargo, las hizo regresar a sus cuarteles. Durante la tarde y la noche del 18 atendió los ruegos que el Gobierno de Madrid estaba haciendo por teléfono, desesperadamente, para que los generales apartaran a España del borde de la guerra civil. El día 19 los trabajadores rodearon los cuarteles. Valiéndose de dinamita y de amenazas de prender fuego a los edificios, lograron la rendición de la guarnición a un destacamento leal de guardias de asalto.
En Huelva y Granada el alzamiento tuvo éxito, a costa de una gran matanza entre el proletariado; Jaén permaneció en manos republicanas. Pero la clave del control de Andalucía era Sevilla, cuya captura habían asignado los conspiradores al general Queipo de Llano. Queipo era entonces jefe de los carabineros (policía fronteriza), y apareció en Sevilla a última hora de la tarde del día 17, en apariencia en visita de inspección. En la tarde del sábado, de un modo rápido y poco ruidoso detuvo al comandante jefe de la división, general Villa-Abrille, al gobernador civil y al jefe de la policía. Se esperaba que los guardias de asalto fueran leales al Gobierno, así que el primer movimiento militar de Queipo fue neutralizarlos utilizando a unos 200 soldados, cuyos jefes eran miembros de la conspiración. Hizo desarmar a los guardias de asalto y ocupar el Ayuntamiento antes de que en la ciudad se supiera lo que estaba pasando.
A primeras horas de la noche los trabajadores convocaron una huelga general. Durante aquélla y los días que siguieron, Queipo estableció su dominio de la ciudad por una combinación de audacia, terror y propaganda. Sus soldados, vestidos con pantalones bombachos y con la cara embadurnada con agua de castañas, para que parecieran moros, hicieron incursiones armados con ametralladoras y disparando desde camiones que recorrían rápidamente las barriadas obreras. Mientras tanto, el general hablaba por radio con frecuencia, para decir a los sevillanos que el alzamiento había triunfado en todas partes, que él estaba por completo a favor de las reformas sociales de la República, y que no vacilaría en fusilar a cualquiera que fuera lo bastante loco como para no aceptar al nuevo régimen inmediatamente[208]. Periodistas de la época, admiradores suyos, y los historiadores nacionalistas desde entonces, han escrito elocuentemente sobre la extraordinaria victoria de Queipo de Llano en una de las ciudades más «rojas» de España. Dado que contó con la ventaja de las detenciones por sorpresa y de poseer los únicos camiones y armas modernas disponibles, esta hazaña militar no parece particularmente muy destacada. Pero en la logística de la guerra, tal como se desarrolló en las semanas siguientes, la rápida captura de Sevilla fue una de las ventajas más grandes de que gozaron las armas insurgentes.
Los acontecimientos más cruciales de los dos primeros días tuvieron lugar en las dos ciudades más importantes del país: Madrid y Barcelona. En Madrid, los conspiradores habían planeado que el general García de la Herrán se apoderara del campamento del ejército en Carabanchel y que el general Fanjul tomara la ciudad desde dentro, partiendo del cuartel de la Montaña, situado muy cerca de la plaza de España y de un extremo de la Gran Vía. Cuando en la tarde del viernes llegaron las noticias del alzamiento de Marruecos, la UGT y la CNT pidieron inmediatamente la distribución de armas. Durante todo el sábado el Gobierno no supo qué decisión tomar; pero en la tarde del sábado, un grupo de jóvenes oficiales, dirigidos por el teniente coronel Rodrigo Gil, del arma de artillería, distribuyeron unos 5000 fusiles. Mientras tanto, por razones aún no del todo claras, los conspiradores vacilaron; aunque sin duda alguna tenían una razón: la evidente hostilidad de una gran proporción de sus propios soldados y de los oficiales que eran sus compañeros de armas. A primeras horas del domingo, el general García intentó apoderarse del campamento, fracasó y fue muerto antes de que pudiera huir con los pocos oficiales que estaban dispuestos a seguirle a Madrid. En Getafe y en Cuatro Vientos la artillería leal y los oficiales del arma de aviación derrotaron a los rebeldes. Dentro del cuartel de la Montaña, el general Fanjul fue incapaz de tomar una actitud decidida. Ordenó que las ametralladoras dispararan contra los obreros que empezaban a rodear el edificio, pero no trató de romper el asedio. Sospechaba que muchos de sus oficiales no eran favorables a su declaración del estado de guerra. Y siguió esperando que le llegaran refuerzos de Carabanchel, de Getafe y de Cuatro Vientos, lugares todos ellos en donde la rebelión había sido sofocada[209].
A las 5 de la mañana del domingo 19 de julio, el general Fernández Burriel sacó varios batallones de la cuarta división a las calles de Barcelona, colocándose a favor del alzamiento. Los insurgentes dominaron rápidamente las plazas principales (de Cataluña, España y de la Universidad), apoderándose de la Telefónica y de varios locales universitarios al grito de ¡Viva la República, compañeros! Pero los generales Llano de la Encomienda y Aranguren, junto con la mayor parte de los componentes de las guardias civil y de asalto, así como las fuerzas aéreas, permanecieron leales al Gobierno[210]. A las 8,45 el general Burriel telefoneó a su superior, el general Goded, que había logrado triunfar rápidamente en Palma de Mallorca, y del que se esperaba que emprendiera el vuelo en dirección a Barcelona, para hacerse cargo del mando. Burriel habló con gran entusiasmo, despertando así las sospechas de Goded, que acababa de oír a Radio Barcelona proclamar el fracaso del levantamiento y relacionando las unidades militares leales de la ciudad.
El general Goded, sin embargo, se dirigió hacia la capital catalana en el hidroavión Savoia que le estaba esperando en el puerto de Palma. Volando ya sobre Barcelona no recibió los esperados saludos debidos a un general que llegaba; pero amaró apresuradamente en el puerto y se dirigió inmediatamente al cuartel general de la IV División. Durante la tarde, los mossos catalanes y los guardias civiles leales sitiaron el hotel Colón (en la plaza de Cataluña) con las pocas piezas de artillería de que disponían. Los obreros anarquistas penetraron en tromba en el edificio, con un costo tremendo en vidas, mientras las tropas leales destruían los nidos de ametralladoras en varios puntos a lo largo de las encrucijadas principales. Desde la reconquistada plaza de Cataluña, los cañones fueron llevados frente al cuartel general de Goded. A las cinco de la tarde, la lucha había terminado. El teniente coronel Pérez Farras, que mandó las tropas en la noche del 6 de octubre de 1934, dirigía ahora las tropas a las que se rindieron el general Goded y su Estado Mayor. Los oficiales insurgentes fueron rápidamente escoltados, para evitar que fueran linchados. A petición de Companys, y para evitar un inútil derramamiento de sangre, el general Goded habló por radio a las siete de la tarde, diciendo: «El destino me ha sido adverso, y yo he caído prisionero; por esta razón libero de sus obligaciones hacia mí a todos los que me han seguido[211]».
En Madrid, durante la tarde y la noche del domingo, los trabajadores se prepararon para lanzarse al asalto del cuartel de la Montaña. A la mañana siguiente, avanzando con sus 5000 fusiles y dos cañones de campaña, sufrieron tremendas pérdidas ante el intenso y preciso fuego de ametralladoras que se les hacía desde el interior. Los altavoces propagaban las noticias de la victoria de Barcelona, culminando en la lectura repetida de las palabras pronunciadas por el general Goded tras su rendición. Las diferencias de opinión entre los sitiados les llevaron a enarbolar la bandera blanca y luego a reanudar el fuego contra los asaltantes conforme éstos se acercaban, con la intención de recibir la rendición. Hacia mediodía, la multitud, enloquecida por los incidentes de la bandera blanca, irrumpió a través de la puerta principal. En el interior, un grupo de jóvenes oficiales rebeldes estaban sentados frente a una mesa celebrando consejo, se despidieron unos de otros, amartillaron sus pistolas y se suicidaron. El teniente Moreno, de la guardia de asalto, que precedía a la enfurecida muchedumbre, logró llevarse al general Fanjul a la prisión. Docenas de otros oficiales fueron muertos en el acto. La multitud se llevó las armas capturadas durante el asalto, y los soldados leales trasladaron al Ministerio de la Guerra unos 50 000 fusiles y grandes cantidades de municiones que habían sido almacenadas en el cuartel de la Montaña.
También en las provincias norteñas los acontecimientos de aquellos primeros días tomaron un curso diferente. En Bilbao, en cuanto llegaron las noticias de la sublevación en Marruecos, el Gobierno tomó la precaución de derivar todas las llamadas telefónicas hacia el despacho del gobernador civil. Por lo tanto, cuando el general Mola telefoneó desde Pamplona al Gobierno militar de Bilbao, con la orden de sublevarse, la llamada fue recibida por el gobernador civil y no hubo alzamiento militar. En los cuarteles de Loyola, de San Sebastián, los oficiales estaban dispuestos a sublevarse, y el ala izquierda del Frente Popular quiso asaltar los cuarteles, pero los nacionalistas vascos lograron una rendición pacífica [212].
En Oviedo, capital de Asturias, el comandante militar era el coronel Aranda, a quien se tenía por republicano y masón, hombre que estaba en buenas relaciones con los funcionarios civiles de la izquierda republicana y del que no se fiaba la Falange. Cuando el 18 de julio los trabajadores pidieron la distribución de armas, el coronel contemporizó con ellos, dando la impresión de que favorecía la idea, pero que no podía actuar sin una orden firmada del ministro de la Guerra. Asimismo cooperó con las autoridades del Frente Popular, organizando trenes llenos de mineros que habían de marchar para la defensa de Madrid. Simultáneamente, ordenó a varias unidades de la guardia civil de la provincia que acudieran a Oviedo, y éstas, al salir de los cuarteles, hicieron el saludo del puño en alto.
A primeras horas de la mañana del 20 de julio, tanto el gobernador civil como los jefes sindicales comenzaron a sospechar que el coronel les había engañado, y sus refunfuños le obligaron a declarar el estado de guerra antes de lo que él hubiera deseado. Pero como los mineros más activos habían partido para Madrid, llevándose los fusiles y la dinamita que habían estado ocultando desde octubre de 1934, y puesto que toda la guardia civil y la mayor parte de la de asalto estaban bajo sus órdenes, el coronel estuvo en condiciones de hacerse rápidamente con el control del centro de la ciudad, mientras que los mineros revolucionarios se apoderaban de los pueblos de los alrededores. Mientras tanto, los militares triunfantes en Valladolid, avisados por Aranda, salieron al encuentro de los trenes de los mineros y liquidaron, sin vacilar, a estos «rebeldes» cogidos con las armas en la mano[213].
En la tarde del viernes 17 llegaron a la Galicia intensamente republicana las noticias de Marruecos, lo que condujo a la inmediata convocatoria de mítines de masas en apoyo del Gobierno y a la distribución de armas. Durante los días 18 y 19 la región esperó con ansiedad. Los generales Salcedo y Caridad Pita y el almirante Azarola aseguraron al gobernador civil, Pérez Carballo, su lealtad a la República. Durante el día 19, los dirigentes del Frente Popular de Vigo obtuvieron similares promesas de los oficiales de las guardias civil y de asalto, y en vista de tales promesas decidieron, tras una reunión que duró buena parte de la noche, no insistir en la distribución de armas. En la mañana del lunes se unieron a las huelgas generales que presumiblemente estaban teniendo lugar en el resto de España, como un medio de contrarrestar la rebelión. Aquella misma mañana, oficiales insurgentes detuvieron a los generales Salcedo y Caridad Pita. El coronel Cánovas de la Cruz ocupó con sus tropas el centro de La Coruña gritando «viva la República» conforme marchaban. Mientras disponía la artillería para bombardear el Gobierno civil, si era necesario, las guardias civil y de asalto vacilaron y al final se sumaron a la rebelión.
En Vigo, el capitán Carreró Vergés sacó a la calle su compañía de infantería. La muchedumbre comenzó a sentir sospechas, y los soldados estaban nerviosos, intercambiando gritos de «viva la República» y saludos de «U. H. P.». En la Puerta del Sol el capitán comenzó a leer la proclamación del estado de guerra. «¡Muerte a los traidores!», gritaron algunos. Los soldados apuntaron con sus fusiles, la multitud se acercó y el capitán dio orden de hacer fuego. La muchedumbre desarmada huyó, dejando unos cuantos muertos y heridos en la calle. En los suburbios se levantaron barricadas, pero los militantes controlaban Vigo el 20 de julio y sus suburbios un par de días después [214].
Durante estos mismos días, los altos oficiales de la Armada trataron de sumar sus navíos al alzamiento. En el dique seco de El Ferrol, marinos leales y rebeldes lucharon sobre la cubierta del crucero Almirante Cervera. Los insurgentes se habían apoderado el lunes de la cercana ciudad de La Coruña, por lo que los marinos leales, que casi habían agotado sus municiones, enviaron un mensaje por radio a Madrid pidiendo instrucciones. La emisora de radio de El Ferrol, de la que se habían apoderado los rebeldes, captó el mensaje y emitiendo en la longitud de onda de Madrid y simulando el poder menor de un transmisor lejano, contestó al llamamiento aconsejando la rendición para evitar el inútil derramamiento de sangre. En la base naval, pues, al igual que en la mayor parte de Galicia, el alzamiento triunfó el lunes. Por otra parte, en Cartagena, la gran base naval de la España sudoriental, los marineros se sublevaron en el fin de semana, asesinaron a sus oficiales y capturaron el buque de guerra Jaime I, unos tres cruceros, una docena de destructores y diez submarinos en malas condiciones de navegación. Los marineros eligieron consejos y se prepararon para levar anclas y dirigirse al estrecho de Gibraltar, con el propósito de impedir al ejército de Marruecos que pasara a España.
El pronunciamiento del 17 de julio cogió al Gobierno completamente por sorpresa, puesto que ni el presidente Azaña ni el jefe del Gobierno, Casares Quiroga, habían hecho caso a las numerosas advertencias que recibieron de personalidades del Frente Popular y de los militares leales. El primer impulso de Casares fue creer que la sublevación era un asunto puramente local del ejército de Marruecos, que podía ser suprimido y lo sería por las unidades leales del ejército. Se opuso a que se publicaran las noticias, pues temía que la opinión pública se excitara indebidamente. Pero en las horas que precedieron al amanecer del 18 de julio, el Gobierno comenzó a recibir llamadas telefónicas angustiosas de los oficiales de las provincias de Castilla y de todo el Norte. A todos los que le llamaban, Casares les insistía en que resistieran; les prometía ayuda armada si era necesario; pero no quería que comprometieran sus esfuerzos desesperados para conseguir la paz distribuyendo armas al pueblo. Durante todo el día 18, en Madrid, los sindicatos clamaron pidiendo armas, y los fusiles que fueron distribuidos por la tarde por oficiales jóvenes, lo fueron desobedeciendo deliberadamente las consignas del Gobierno de Casares Quiroga.
En la mañana del 18 de julio, el presidente Azaña propuso un Gobierno de concentración nacional en el que estarían incluidos todos los elementos y llevarían a efecto el programa propuesto por Miguel Maura en sus artículos de junio en El Sol[215]. Largo Caballero, la CNT y la UGT en bloque y los dirigentes de la juventud socialista vetaron firmemente el plan. Aquella noche Casares Quiroga presentó la dimisión y Azaña pidió a Martínez Barrio que formara un nuevo Gobierno. Este último representaba a los elementos más conservadores del Frente Popular y logró convencer a algunos oficiales insurgentes, especialmente al general Patxot, en Málaga, de que se contuvieran con la esperanza de alcanzar un compromiso satisfactorio para los militares sin llegar a la guerra civil y de que se formara el Gobierno propuesto, en el que figurarían Felipe Sánchez Román y el general José Miaja; pero el solo anuncio de este Gobierno provocó manifestaciones antes del amanecer en las calles de Madrid, que iban pasando rápidamente al control de los obreros recién armados. El día 19, el profesor de Química José Giral, amigo íntimo de Azaña, formó un Gobierno completamente republicano que aceptó explícitamente el fait accompli de la distribución de armas y propuso contrarrestar la rebelión militar en cooperación con las masas armadas. Pero, sin embargo, incluso este Gobierno no ordenó a los gobernadores de las provincias que distribuyeran armas.
Durante la tarde del 19, Luis Companys envió a Azaña un mensaje por teletipo, diciendo que los oficiales insurgentes de Barcelona estaban dispuestos a negociar con el Gobierno. Unos días antes, el general Goded había enviado a su amigo, el marqués de Carvajal, para que fuera a ver a Azaña. Goded, que era monárquico, se sintió muy inquieto cuando se enteró de los planes para recibir ayuda de Italia y Alemania. El marqués tenía que pedir a Azaña que telegrafiara a Goded a Palma de Mallorca, ordenándole que fuera a Madrid. En una primera entrevista, se limitó a insinuar lo que sentía Goded, porque planeaba sugerir lo del telegrama en una segunda conversación; pero, mientras tanto, la policía de Madrid registró la habitación de su hotel y él se marchó de la ciudad. En la tarde del domingo 19, después de que los obreros armados se hubieran negado a aceptar un Gobierno de Martínez Barrio, y antes de que nadie pudiera estar seguro de si Giral iba a tener más suerte, Azaña decidió que ya sería inútil que tanto él como Companys trataran con los generales sublevados [216].
Tampoco en el bando de los insurgentes todo fue de acuerdo con los planes establecidos. El general José Sanjurjo, jefe titular del levantamiento, se mató al estrellarse el avión en que volaba desde Portugal para hacerse cargo del mando en España. En Badajoz, el general leal Castelló impidió que hubiera sublevación. En consecuencia, a pesar del rápido éxito en Navarra-Castilla y en la baja Andalucía, las dos zonas principales de la rebelión estaban aisladas entre sí. La sublevación de la marinería significaba que en vez de disponer de buques de guerra rápidamente dispuestos a escoltar al ejército de África en su travesía del estrecho de Gibraltar, lo más probable es que estos buques la impidieran. Además, los pequeños efectivos de la aviación española habían permanecido leales al Gobierno republicano.
Pero la limitación más seria de todas era el fracaso del intento de apoderarse de las grandes ciudades. En Madrid y en Barcelona el pueblo armado derrotó a la rebelión. En Bilbao no hubo levantamiento. En Valencia, la confusión ante las múltiples órdenes de mando, los propósitos y las lealtades, impidió que ocurriera ninguna sublevación en los primeros días. Cataluña, Castilla la Nueva y toda la costa mediterránea, desde la frontera francesa hasta casi Gibraltar, seguían en manos de los republicanos. Mientras que los insurgentes se habían apoderado de toda Galicia y de gran parte de Andalucía, la hostilidad de la población en dichas regiones era evidente.
El balance del pronunciamiento de cuatro días era mixto. Los sublevados controlaban un tercio del territorio nacional, incluyendo las principales zonas trigueras de Castilla. Por lo tanto, estaban en buenas condiciones de alimentar a sus tropas y a la población civil; pero las principales ciudades industriales y las zonas económicamente más adelantadas de la nación estaban en manos republicanas. Los generales se verían así, pues, obligados a importar armas y géneros manufacturados de todas clases. Los planes cuidadosos, la sorpresa y la audacia les hicieron ganar una serie de asombrosas victorias a un costo relativamente pequeño; pero por todas partes había habido oficiales de alta graduación que se opusieron al alzamiento, y en muchos casos fue evidente que las unidades de la guardia civil, de la guardia de asalto y del ejército sólo esperaban a ver quién ganaba antes de comprometerse. En Navarra, los requetés gritaban «¡Viva Cristo Rey!»; pero en Galicia los soldados gritaban «¡Viva la República!». La débil reacción del Gobierno de Madrid fue verdadero regalo para los sublevados. Muchos gobernadores civiles y muchos jefes de regimientos habrían distribuido armas el sábado y el domingo si el Gobierno de Madrid les hubiera ordenado hacerlo.
En los análisis finales, muchas de las victorias fueron resultado tan sólo de la confusión y el terror. Si los obreros izquierdistas de Sevilla, Cádiz y otros puertos gallegos hubieran sido ayudados por oficiales de carrera enérgicos, la rebelión no habría triunfado en dichas zonas. Igualmente, si oficiales de ideas republicanas no hubieran ayudado a las masas izquierdistas en Madrid y Barcelona, la sublevación pudo haber triunfado de la forma que se pensó, como un pronunciamiento. En muchas zonas rurales, la población no supo lo que había ocurrido en el fin de semana hasta que refugiados o soldados procedentes de las capitales de provincia aparecieron en los pueblos. Así, muchos pueblos «rojos» de Andalucía se perdieron para la República porque Sevilla se perdió, y muchos pueblos reaccionarios de Levante y Cataluña permanecieron con la República porque Valencia y Barcelona permanecieron republicanas.
Al cabo de los cuatro días estaba claro para los generales Franco y Mola que el pronunciamiento, que había tenido éxito en zonas limitadas de España, sólo podría ser extendido al resto del país por medio de una guerra de conquista.