SE AVECINA LA GUERRA CIVIL
CUANDO el doctor Marañón criticó públicamente a los emigrados que exageraban los desórdenes ocurridos en España, tenía razón en lo referente a aquéllos que con calenturientas imaginaciones hablaban de violación de monjas, de paralización del comercio, y del saqueo de las casas de los ricos; pero el presidente Azaña se cuidó de que fueran asignados policías de escolta a las principales figuras políticas, y muchos diputados conservadores se encontraban con que, al ir y venir de la capital, los dueños de los hoteles se mostraban temerosos de alojarlos. Diariamente ocurrían choques entre los trabajadores de la CNT y la UGT, entre falangistas e izquierdistas, entre la guardia civil y los campesinos. Las figuras responsables negaban los hechos en un sincero esfuerzo para tranquilizar la opinión pública y proteger el prestigio internacional de España. Ciertas regiones, especialmente Cataluña, gozaban de mayor orden público en la primavera de 1936 que otras veces en los pasados cinco años. Pero en toda la España central y meridional la atmósfera de odio de clases era casi palpable.
El 16 de junio las Cortes oyeron una segunda serie de acusaciones y contra acusaciones con referencia al estado del orden público. Gil Robles presentó un resumen estadístico de los desórdenes ocurridos en los cuatro meses transcurridos desde el 16 de febrero. Relacionó, entre otras cosas, 170 iglesias destruidas por incendios y 251 intentos fallidos de quema; 269 muertos y 1287 heridos por asesinato y choques callejeros; 133 huelgas generales y 218 huelgas parciales; varias otras agresiones, asaltos, incendios y tentativas en las que entraban toda categoría de delitos. El orador no estuvo muy acertado en la exposición de los hechos, y enfureció a los diputados del Frente Popular a quienes se dirigía por citar cifras en una situación en donde nada ni nadie podía garantizar la exactitud. La cifra de huelgas generales era increíble, aun teniendo en cuenta las rivalidades intersindicales, la indisciplina general de la masa laboral y los catastróficos resultados que tal número de huelgas generales (de haber sido efectivas) habrían producido en la economía. Casi igual de difíciles de aceptar eran las cifras sobre las iglesias destruidas total o parcialmente. Destruir una iglesia de piedra es una tarea formidable, y en el pasado había habido demasiados ejemplos de iglesias que se dieron como incendiadas sólo porque algún desalmado había pegado fuego a un montón de periódicos en los escalones. Basándose en estos argumentos, y en otros que eran menos razonables, las izquierdas rechazaron por completo el alegato con acusaciones de fascismo. Pretendieron que todos los muertos eran trabajadores indefensos o pistoleros contratados, y le acusaron de iniciar tal debate para denigrar a la República.
Poniendo en claro sus motivos, Gil Robles se refirió a sus visitas diarias al Ministerio de la Gobernación, a fin de obtener la liberación de los afiliados a la CEDA y a la JAP injustamente detenidos, y a la censura de prensa con la cual el Gobierno trataba de impedir que la opinión pública conociera el constante estado de desorden en el que vivía el país. Y replicando a los constantes epítetos de «fascista» de las izquierdas, advirtió a la mayoría del Frente Popular que jamás habría paz en España si ellos cortaban toda discusión razonable calificando a sus oponentes de fascistas.
Al final habló también Calvo Sotelo, dando énfasis a las provocaciones anarquistas al Gobierno, las caóticas confiscaciones de tierras, y lo que él pretendía que era una subida de salarios del cien por ciento en la agricultura. Criticó el espíritu antimilitarista del Gobierno, en particular el decreto que permitía al ministro de la Guerra trasladar oficiales y cubrir las vacantes a voluntad. Aseguró a las Cortes que no conocía a un solo oficial que estuviera dispuesto a sublevarse contra el régimen republicano, pero que no quería negar la posibilidad de que algunos oficiales patriotas trataran de salvar a España de la anarquía. En un pasaje de su discurso se refirió al gobernador republicano de Oviedo, llamándolo «anarquista de fajín» y a Asturias, calificándola de provincia rusa. Tras dirigir varios insultos a funcionarios republicanos, el presidente de las Cortes tuvo que interrumpirle para recordarle el decoro apropiado a un Parlamento. Al replicar a Calvo Sotelo en nombre del Gobierno, Casares Quiroga le acusó de exagerar muchísimo las cosas y de incitar a la rebelión, y luego añadió que, en vista de las palabras que acababa de pronunciar el diputado, «si algo ocurría (que no ocurriría), haría a su señoría responsable de todo». A lo cual replicó Calvo Sotelo diciendo que era un hombre de anchas espaldas, y dispuesto a aceptar la responsabilidad que se le atribuyera[185]. Calvo Sotelo sería asesinado un mes más tarde. Los historiadores oficiales de la guerra civil han interpretado generalmente esta declaración de Casares Quiroga como una amenaza de asesinato, y la réplica de Calvo Sotelo como una heroica anticipación del martirio.
Los meses de junio y julio fueron testigos de acontecimientos verdaderamente revolucionarios tanto en las ciudades como en los campos. El primero de junio fueron a la huelga en Madrid unos 40 000 obreros del ramo de la construcción, así como 30 000 electricistas y reparadores de ascensores[186]. En dicha huelga, estaban implicados tanto los sindicatos de la CNT como los de la UGT, y la huelga se consideró en gran medida una prueba de fuerza entre ambos grupos sindicales. Madrid había sido históricamente territorio de la UGT, pero en el año pasado la CNT le había arrebatado muchos afiliados entre los trabajadores madrileños. Como la huelga continuaba y no había salarios, los dirigentes de la CNT incitaron a sus partidarios a que actuaran según los principios del comunismo libertario. Los trabajadores comían en los restaurantes y se llevaban víveres sin pagar, mientras que los dirigentes de la UGT guardaban un embarazoso silencio y los tenderos se preguntaban si la revolución había llegado efectivamente ya[187]. El Gobierno había nombrado un jurado mixto especial para que arbitrara las demandas específicas. Hacia el 20 de junio, la mayoría de los patronos habían aceptado ya el jurado, y en la Casa del Pueblo los trabajadores de la UGT acordaron votar que se hiciera lo mismo, por la aplastante mayoría de 17 164 contra 510[188].
Pero la CNT decidió continuar la huelga, y los dirigentes de la UGT, a pesar del voto de los obreros que representaban, siguieron los dictados de la CNT. La lucha continuó entre bastidores. Edmundo Domínguez (en nombre de la UGT) arguyó que la continuación de la huelga ponía en peligro al régimen, mientras que los jefes cenetistas David Antona y Cipriano Mera (este último habría de convertirse más adelante en el jefe militar más importante producido por los anarquistas) apelaron a la unidad revolucionaria y recordaron la presión que se debía mantener contra los empresarios y el Gobierno. El 4 de julio, cuando la huelga llevaba ya seis semanas de duración, la UGT y Claridad aceptaron públicamente el arbitraje del jurado mixto. Los anarquistas se mantuvieron en sus trece, y los obreros socialistas, para evitar choques con sus camaradas proletarios, se presentaron en sus puestos de trabajo, pero no trabajaron[189]. Aun así, en la semana siguiente hubo algunas muertes en choques entre obreros de la CNT y de la UGT, y los conserjes de los edificios de oficinas de Madrid se negaron a manejar los ascensores, alegando que habían sido amenazados de muerte si hacían tal cosa.
La huelga del ramo de la construcción y de los ascensoristas fue un rudo golpe para el prestigio de Largo Caballero. Él había tratado de convertirse en el portavoz de la unidad de la UGT y la CNT, y había estado hablando durante toda la primavera de Gobierno proletario. Las tácticas de la CNT en la huelga del ramo de la construcción asustaron a los socialistas de izquierda. Sus vacilaciones sobre la oferta de arbitraje mostró a los anarquistas su temor a perder influencia, y su decisión final de aceptar el arbitraje fue un reconocimiento de la ruptura del frente revolucionario. Para los anarquistas, Largo Caballero se había retirado ante una prueba revolucionaria de poder. Para los republicanos y socialistas se había mostrado incapaz de controlar a sus partidarios y temeroso a la vez de colaborar con el Gobierno o de atacarle de frente. El 30 de junio el Partido Socialista celebró elecciones para cubrir varios cargos del partido. Las afirmaciones de los grupos de Prieto y Largo Caballero sobre los resultados de la votación fueron muy diferentes; pero si uno suma los totales de todos los votos que ambas facciones daban como válidos, aparece claro que la marea se había vuelto contra Largo Caballero y empezado a regresar hacia los moderados de Prieto[190]. La clase media española había estado muy asustada por los comentarios de una posible dictadura de Largo Caballero. Una de las muchas trágicas ironías del estallido de la guerra civil es que ocurrió pocas semanas después de la primera tangible evidencia de que la oleada revolucionaria dentro del Partido Socialista comenzaba su reflujo.
La huelga del ramo de la construcción, por haber ocurrido en la capital, atrajo, naturalmente, la atención nacional. En el mismo período estaban ocurriendo acontecimientos revolucionarios en los campos de Salamanca, Extremadura y Andalucía a los que se dio menos publicidad. Uno de los principales puntos del programa del Frente Popular había sido una renovada y más rápida reforma agraria. Tras la victoria del 16 de febrero, los dirigentes socialistas de la Federación de Trabajadores de la Tierra animaron a los campesinos a apoderarse de las tierras, anticipándose a una reforma legal.
Los retrasos del primer bienio y la total ausencia de progreso en el segundo bienio habían provocado una tremenda presión para una acción rápida. En todas las provincias latifundistas, los colonos intrusos iban ocupando tierras, casi sin llevar semillas, herramientas, o saber qué es lo que aquellas tierras podrían producir. La cría de ganado estaba desorganizada; los terratenientes y arrendatarios, recordando los incendios y muertes de 1933, se trasladaron a las ciudades; las federaciones locales prometieron trabajo a los parados. Hacia mediados de junio miles de familias campesinas iban vagando por las carreteras. Gitanos y limpiabotas se apuntaron para trabajar en la siega, sabiendo que la jornada laboral era de siete horas y media y habría unos salarios superiores en un 30 por ciento a los del año anterior. En Badajoz el censo de segadoras disponibles pasó de 200 en 1935 a 1800 en julio de 1936. Como el uso de máquinas estaba prohibido mientras hubiera trabajadores parados, los propietarios se vieron obligados a aceptar un mayor número de los que necesitaban y a dar albergue a millares de personas errantes. Los campesinos que habían decidido trabajar un campo por su cuenta no oponían resistencia cuando la guardia civil les expulsaba de aquellas tierras, volviendo a instalarse en ellas al día siguiente. Los lindes de propiedad y la autoridad se esfumaron. Una elemental hambre de tierra y una fe patética en el advenimiento del reparto de ella agitó como un huracán al campesinado español en la primavera de 1936, al igual que había ocurrido con los zapatistas en México en 1917, los campesinos ucranianos en el mismo año, o los campesinos cubanos en 1959. En vísperas de la guerra civil no había tal complot comunista como han pretendido la mayoría de los historiadores oficiales de España; pero en los campos de la España occidental y meridional, una profunda revolución agraria había comenzado verdaderamente en junio[191].
Desde el momento de la victoria electoral del Frente Popular, los oficiales reaccionarios y monárquicos comenzaron a planear una sublevación militar. Sabían muy bien que el ejército no estaba preparado para apoderarse del poder, pero estaban absolutamente convencidos de que España sería comunista en cuestión de pocos meses. Como los militares de todos los países, pensaban que, en tiempos de agitación, sobre ellos caía la última responsabilidad de salvación de la nación como tal. En su modo simplista de ver los acontecimientos, el ejército había salvado a España del comunismo en 1917, y era su deber patriótico el volver a salvarla. Muchos de ellos eran miembros de la Unión Militar Española (UME), fundada por el comandante Bartolomé Barba Hernández a finales de 1933. Eran hombres que se habían sentido ofendidos por las reformas de Azaña y que quedaron muy confusos por el fracaso de la sublevación de Sanjurjo. La UME no era exclusivamente una organización reaccionaria, pues hubo un tiempo en que incluyó a cierto número de oficiales que más tarde lucharon a favor de la República durante la guerra civil, como el general José Miaja y el comandante Vicente Rojo. Pero sus dirigentes principales eran monárquicos como Goded, Fanjul, Valentín Galarza, Orgaz y Barrera, todos comprometidos en el caso Sanjurjo y todos ellos confabulados para un futuro ataque mejor organizado contra la República. En cuanto al comandante Barba, estaba obsesionado por su odio contra Azaña, contra el que había fraguado la calumniosa historia de que no se hicieran prisioneros y «que los tiros se dispararan a la barriga», en el asunto de Casas Viejas.
Los preparativos activos para un levantamiento comenzaron con varias reuniones celebradas en marzo en Madrid, dispuestas especialmente por oficiales que habían sido colaboradores íntimos del general Sanjurjo en la sublevación de 1932[192]. Sanjurjo vivía entonces en Portugal; su prestigio personal y su antigüedad lo convertían de nuevo en el jefe natural, y al igual que en 1932, los planes detallados fueron hechos en su nombre por el coronel Valentín Galarza. Los generales Franco y Mola estuvieron presentes en las reuniones de Madrid, pero Franco no quiso comprometerse, mientras que Mola se convirtió rápidamente en la cabeza activa de la conspiración[193].
El general Emilio Mola Vidal fue el último director general de Seguridad de la Monarquía. Era uno de los que aconsejaron al rey que abandonara España, y los monárquicos no habían olvidado los muchos detalles poco halagadores que había revelado al publicar sus memorias. A principios de 1932 pareció que el Gobierno le iba a pasar a la reserva. Sin embargo, dada su reputación de brillante inteligencia y de relativo liberalismo, y como no estuvo mezclado en la sublevación de Sanjurjo, pareció ser uno de los generales antiguos más leales.
En la primavera de 1936 fue trasladado del mando del ejército de Marruecos al Gobierno militar de Pamplona. Con Sanjurjo todavía en Portugal, Goded en las Baleares y Franco sin querer comprometerse, el nuevo nombramiento de Mola fue un golpe de suerte para los conspiradores. Porque aunque el general no era monárquico, había llegado a sentir un odio violento contra Azaña a causa de las reformas militares de este último. Y ahora era el jefe militar en el corazón del territorio carlista, la única región de España en donde los conspiradores podían contar con un cierto grado de apoyo popular. Durante los meses de primavera, Mola tuvo los hilos entre sus manos. Valentín Galarza era su enlace con los oficiales monárquicos y con Sanjurjo. El teniente coronel Yagüe, de la Legión Extranjera, era su enlace con los oficiales de mentalidad falangista, y potencialmente con el general Franco, que había sido para Yagüe el idolatrado superior de las campañas africanas de la década de los 1920. Don Raimundo García (editor de El Diario de Navarra) y don Agustín Lizarza eran sus emisarios civiles entre los carlistas. La Unión Militar Española se mostró deseosa de ayudar, y se puso en contacto con el general Sanjurjo por su cuenta. Santiago Martín Báguenas, jefe de la policía de Madrid, mantenía a Mola bien informado de las actitudes dentro del Gobierno y entre los oficiales del Estado Mayor.
Mola disfrutaba con la atmósfera de conspiración; pero se veía asediado por numerosos problemas. El general Gonzalo Queipo de Llano, antiguo republicano y pariente político de Alcalá-Zamora, se unió a la conspiración después de que el presidente fuera destituido de modo tan poco ceremonioso. Pero Queipo de Llano era un bocazas, que invitaba a adherirse a la conspiración a las personas más inverosímiles, como Miguel Maura. Los oficiales de carrera, especialmente los de la UME, querían que el levantamiento fuera dirigido tan sólo por los militares. Pero Calvo Sotelo, el destacado diputado monárquico, y los varios dirigentes carlistas que proporcionaban buena parte del dinero, tenían que ser consultados. Ciertos generales que figuraban en la conspiración desde el principio, y que eran viejos camaradas de Sanjurjo, demostraron en cambio ser muy pesimistas respecto a las posibilidades de éxito. Los generales Villegas y Fanjul, designados para preparar la sublevación en Madrid, se daban cuenta del aislamiento en que se encontraban, no sólo con respecto a las tropas bajo su mando, sino de muchos de sus compañeros de profesión. El hermano de Mola envió pesimistas informes desde Barcelona durante la primavera. Según las memorias de sus enlaces carlistas, durante buena parte del mes de junio el propio Mola se sintió deprimido ante la perspectiva de una terrible guerra civil, si por alguna razón el golpe no tenía un éxito inmediato. José Antonio, que estaba en contacto con Mola desde su celda de la prisión de Alicante, aprobó una sublevación militar si había de ser apoyada por el pueblo[194]. Nadie sabía mejor que Mola cuán utópica era esta condición para que él la aprobara. Los carlistas se mostraban difíciles porque exigían que sus tropas fueran organizadas por separado y que se ondeara la bandera monárquica. Eran el apoyo civil más fuerte con que contaba Mola, y éste no se podía permitir el lujo de romper con ellos. Pero sabía que fuera de Navarra sería fatal alzarse contra la República en nombre de la Monarquía.
A pesar de estas dificultades, la conspiración estaba bien organizada hacia finales de junio, y habían sido asignados generales jefes para cada región militar. Sanjurjo aprobó los planes de Mola. La UME y la Falange presentaron sus propias demandas, más no había duda de que participarían.
El general Franco seguía siendo inseguro; pero, aun deseando mucho su colaboración, los conspiradores estaban decididos a actuar con él o sin él. La sublevación habría de tener lugar entre el 10 y el 20 de julio. Calvo Sotelo ratificó los planes y tenía una cita para almorzar con Gil Robles el día 14, para ver si en el último momento se podía convencer a éste de que se alineara junto con los carlistas y monárquicos comprometidos.
Durante los dos primeros meses en el cargo, el Gobierno Azaña procedió cautamente a redistribuir un cierto número de mandos militares clave. Tras enviar a los generales Goded y Franco a las Baleares y Canarias, respectivamente, Azaña decretó que el ministro de la Guerra podría modificar los mandos por su propia iniciativa, sin seguir las reglas usuales de antigüedad. Azaña nombró ministro de la Guerra al general Masquelet, fiel republicano que ya había servido tanto a él como a Lerroux en el cargo de jefe del Estado Mayor. El general Sebastián Pozas, el investigador militar que reconoció la inocencia de Azaña tras los acontecimientos del 6 de octubre en Barcelona, se convirtió en inspector general de la guardia civil. El general José Miaja (destinado a Madrid), los generales Molero y Batet (destinados, respectivamente, a Valladolid y Burgos) y el general Núñez de Prado (jefe de las pequeñas fuerzas aéreas) eran todos ellos adictos a la República. Nombrando poco a poco a conocidos republicanos para los puestos clave, el Gobierno esperaba contrarrestar posibles conspiraciones sin tener que recurrir a una purga general del cuerpo de oficiales. Con la fatal excepción de Mola, todos los nombramientos fueron hechos con gran sagacidad.
Desde principios de abril en adelante, el Gobierno recibió numerosas advertencias de procedencia tanto civil como militar. Como réplica a las actividades de la UME, los oficiales republicanos formaron la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA). Los hombres más prominentes de esta organización eran el general Núñez de Prado, el coronel José Asensio Torrado, uno de los oficiales más brillantes del Estado Mayor, y el comandante Pérez Farras, militar catalán que dirigió la breve resistencia de la Generalitat en octubre de 1934. Muchos oficiales jóvenes del Estado Mayor, del cuerpo de artillería y de la guardia de asalto pertenecían a la UMRA. A finales de la primavera todo el mundo sabía en Madrid que la UME había emprendido una campaña de asesinatos contra la UMRA y que los miembros de esta última habían jurado replicar de la misma manera.
Los oficiales de Estado Mayor de la UMRA mantenían al Gobierno informado de los esfuerzos del general Fanjul, y sus actividades eran las principales razones del pesimismo del general con respecto a la posibilidad de un rápido éxito en Madrid. Alonso Mallol, director general de Seguridad, comunicó las fuertes sospechas que sentía de Mola, y Prieto advirtió públicamente al Gobierno en su discurso de Cuenca. Algunos de los diputados conservadores a los que Calvo Sotelo hizo proposiciones informaron al Gobierno de los esfuerzos de aquél para atraérselos. El alcalde de Estella, que era un nacionalista vasco, advirtió a Casares Quiroga específicamente de la reunión celebrada por Mola con los dirigentes carlistas en el cercano monasterio de Irache el 16 de junio[195]. El 23 de junio el general Franco escribió al jefe del Gobierno para advertirle que los frecuentes traslados de los altos oficiales constituía una amenaza para la buena disciplina del ejército.
Pero en junio Casares Quiroga era un hombre enfermo, preocupado por la huelga de la construcción y patéticamente ansioso por ganarse la amistad del ejército. No hizo caso de las advertencias de Prieto, que calificó de «fantasías de la menopausia masculina», y proclamó públicamente su confianza en el general Mola. Al enterarse de que un grupo de oficiales de caballería que habían esperado participar en la Olimpiada de Berlín no podían ir por falta de fondos, hizo que el Ministerio de la Guerra pagara sus gastos hasta Alemania, de donde regresaron a la zona insurgente a finales de julio, tras el estallido de la guerra civil. Los socialistas de izquierda hablaban de armar al pueblo para proteger al Gobierno contra un golpe militar; pero ésta era la última cosa en que pensaría un Gobierno republicano, cuando los obreros madrileños de la construcción estaban poniendo en práctica el comunismo libertario a expensas de los tenderos locales, y la Juventud Socialista Unificada pedía la formación de un ejército rojo.
En el palacio de Oriente, el presidente Manuel Azaña aseguraba tanto a políticos como a periodistas que la presente efervescencia pasaría rápidamente y de vez en cuando se dejaba ver en conciertos y exposiciones de arte, imperturbable y digno. En cuanto a la clase media urbana, y la masa de republicanos y socialistas, ciertamente no actuaban como si anticiparan una guerra o la revolución. A primeros de julio miles de esposas se llevaron a sus niños a sus casas de veraneo, mientras que sus esposos se quedaban en Madrid, Barcelona y Bilbao. Miles de niños partieron para los campamentos de vacaciones, algunos bajo auspicios privados, otros bajo los de los sindicatos o de la Iglesia. Estas familias habrían de verse separadas inmediatamente por los accidentes geográficos de la guerra civil. Si los padres, los obreros socialcatólicos o los dirigentes de los campamentos de la UGT hubieran anticipado la guerra, estos campamentos jamás se hubieran abierto en la primera semana de julio; ni los oficiales de caballería habrían ido a Berlín, ni Largo Caballero habría asistido a una conferencia laboral de la Segunda Internacional en Londres. Muy probablemente, la mayoría de los españoles no estaban preocupados en julio acerca de la posibilidad de un pronunciamiento, porque no había ocurrido ninguno en febrero, cuando todo el mundo esperaba un alzamiento militar tras las elecciones[196].
Sin embargo, entre los militares jóvenes la tensión era muy aguda. El domingo 12 de julio, por la tarde, el teniente José Castillo, de la guardia de asalto, fue asesinado a tiros por un pelotón de cuatro falangistas. La víctima era un miembro preeminente de la UMRA e instructor de la milicia de la juventud socialista. Sus camaradas decidieron en cuestión de horas hacer una venganza espectacular. Sin tener en cuenta ningún partido político o programa, y sin reflexionar en las grandes repercusiones de su acto, decidieron asesinar a un jefe derechista importante.
El Gobierno, durante la primavera, había empezado a proporcionar escolta armada a los diputados prominentes de todos los partidos. José Calvo Sotelo era de los que sospechaban, a principios de julio, que algunos de los hombres de su escolta no eran de fiar. Había manifestado sus sospechas a Gil Robles, quien le aconsejó que hablara con Juan Moles, ministro de la Gobernación. Este último inmediatamente cambió los dos guardias de quienes Calvo Sotelo sentía sospechas, y el cambio tuvo lugar el mismo 12 de julio. Aquella noche, cuando los guardias de asalto amigos de Castillo partieron para matar a un prominente político derechista, buscaron primero a Antonio Goicoechea, jefe de Renovación Española, y al no encontrarlo, fueron en busca de Gil Robles, que estaba en Biarritz pasando el fin de semana. Entonces se trasladaron al departamento de Calvo Sotelo en la calle de Velázquez.
Los policías que estaban de guardia en la puerta no querían dejarles pasar; pero como habían venido en un vehículo oficial y mostraron documentación de la guardia civil demandando el arresto de Calvo Sotelo, les permitieron entrar. Calvo Sotelo, aunque inmediatamente sintió sospechas, consintió en partir con ellos al ver los papeles, no sin decir a su esposa que telefonearía inmediatamente si no le volaban los sesos. Era un hombre valiente y fuerte que sospechaba la traición, y que psicológicamente estaba preparado para aceptar el martirio. Salió entre dos amigos del teniente Castillo, para quienes él representaba el fascismo español que había asesinado a su camarada. Lo mataron a tiros, y antes del amanecer arrojaron su cuerpo, con señales de lucha violenta, en el depósito de cadáveres de Madrid; no fue identificado hasta última hora de la mañana siguiente.
El Gobierno condenó inmediatamente este brutal asesinato de uno de los principales dirigentes de la oposición. Martínez Barrio, presidente de las Cortes, declaró que aquel mismo día había firmado una orden para la puesta en libertad de Calvo Sotelo, en el caso de que hubiera sido detenido, tal como se rumoreaba. El ministro de la Gobernación anunció el arresto de quince oficiales de la guardia de asalto de la compañía de Castillo y prometió que serían inmediatamente juzgados por tribunales civiles. Así no habría en absoluto ninguna clase de «tapadera» por parte del Gobierno, ni protección a sus propios miembros por una fuerza militar. Pero las derechas no se iban a apaciguar por eso. Recordando el cambio de frases violentas entre Calvo Sotelo y Casares Quiroga durante el debate sobre orden público, muchos acusaron al Gobierno de estar complicado en el crimen[197]. Los oponentes menos violentos consideraban que el Gobierno debía haber fusilado a los guardias de asalto culpables sin alharacas sobre procedimientos legales. Para todo aquél que no fuera un ciego partidario de las izquierdas era intolerable que un jefe de la oposición fuera asesinado por oficiales uniformados conduciendo un vehículo del Gobierno. Para los creyentes en un gobierno democrático y civil, era igualmente intolerable que la Falange y la UME llevaran con impunidad una campaña de terror contra los oficiales izquierdistas. Los asesinatos del 12 de julio del teniente Castillo y de José Calvo Sotelo horrorizaron a la opinión pública mucho más que cualesquiera de los numerosos desórdenes y muertes ocasionales habidos desde febrero.