Capítulo 11

DE FEBRERO A JUNIO DE 1936

EL primer acto del nuevo jefe del Gobierno, Manuel Azaña, fue nombrar un Gabinete compuesto enteramente de republicanos de izquierda y de hombres que gozaban de su confianza personal: como ministro de la Guerra, al general Masquelet, que le había ayudado mucho cuando las reformas del ejército del primer bienio; como ministro de la Gobernación, a su amigo el arquitecto Amos Salvador; como ministro de Instrucción Pública, a Marcelino Domingo; como ministro de Agricultura, al liberal murciano y respetado amigo personal Mariano Ruiz Funes. El 22 de febrero, los 30 000 presos políticos fueron amnistiados, y el 23 se suspendió el pago de las rentas en Andalucía y Extremadura como primer paso hacia una renovada y más rápida distribución de tierras. Al mismo tiempo los ayuntamientos vascos que fueron suspendidos en el verano de 1934 fueron restablecidos en sus funciones, y del mismo modo el Gobierno Companys en Cataluña y los muchos ayuntamientos socialistas que fueron suspendidos desde octubre de 1934. Azaña trasladó también de Madrid a los dos generales cuyos nombres sonaron con más persistencia en relación con conspiraciones militares. El general Franco fue destinado a las islas Canarias y el general Goded a las Baleares.

Estas primeras disposiciones no sólo parecieron satisfactorias a la masa de votantes urbanos liberales, que eran seguidores de Azaña, sino que fueron elogiadas sin reservas por el republicano conservador Miguel Maura y los dirigentes secundarios de la CEDA, Giménez Fernández y Luis Lucia. Sin embargo, también pudo verse que la victoria había intoxicado al ala izquierdista del Frente Popular, y que el Gobierno de Azaña estaba desbordado por sus propias masas. En docenas de ciudades, los desfiles celebrando la victoria fueron acompañados de choques con la policía, marchas contra las cárceles, y ataques, o amenazas de ataques, contra las iglesias. Hubo que asignar retenes extra de la policía para guardar las iglesias en las principales ciudades, así como los edificios de El Debate y ABC en Madrid. Azaña mantuvo el estado de alarma que fue proclamado por Portela el 17 de febrero. La prensa censurada no llevaba palabras violentas fuera de la capital; pero en el Ministerio de la Gobernación se recibían constantes informes de confiscaciones de tierras acompañadas de choques con la guardia civil o de asalto.

En Madrid y en las grandes ciudades industriales, cada semana tenían lugar grandes desfiles exigiendo el dominio del proletariado, y los socialistas de izquierda hablaban del paralelo entre la Rusia de 1917 y la España de 1936, con Azaña haciendo el papel de Kerenski y Largo Caballero el de Lenin. Azaña esperaba que la fiebre disminuyera en el mes siguiente a las elecciones, y como las Cortes habrían de reunirse el 16 de marzo, convocó a Largo Caballero el día 11 para pedirle que cesaran los desfiles de victoria. El 13 de marzo un grupo de estudiantes falangistas intentó asesinar al diputado socialista Jiménez de Asúa, matando a un policía que lo acompañaba. Al día siguiente, el pueblo quemó parcialmente dos iglesias y los talleres de La Nación, órgano de Calvo Sotelo. El 15 de marzo Azaña prohibió nuevas demostraciones de victoria e hizo detener a José Antonio Primo de Rivera y otros ocho dirigentes de la Falange. Unos días antes, en Logroño, tuvo lugar un choque entre campesinos y el ejército, del que resultaron cuatro muertos; un grupo de oficiales envió entonces un verdadero ultimátum a Azaña, con referencia a las provocaciones izquierdistas contra las fuerzas armadas. Mientras tanto, en la sesión de apertura de las Cortes, las izquierdas desafiaron al almirante Carranza, diputado monárquico conocido por su franqueza, a que gritara ¡viva la República!, cosa que el anciano caballero se negó a hacer, ante lo cual los diputados izquierdistas comenzaron a cantar La Internacional.

Aunque en los meses de primavera hubo docenas de tiroteos y lanzamientos de bombas, sólo muy pocos de ellos pueden ser fechados con certeza. El 19 de marzo dispararon contra el domicilio de Largo Caballero. El día 24 fue asesinado en Oviedo el diputado derechista Alfredo Martínez. A principios de abril fue descubierta una bomba en el domicilio del diputado republicano Eduardo Ortega y Gasset, y varios alcaldes y gobernadores civiles escaparon casi milagrosamente de ser asesinados. Sólo se conocen los casos más destacados, ya que la censura de prensa y la extrema incapacidad de la policía para comprobar todos los casos de violencia hace imposible saber con detalle qué es lo que estaba sucediendo en el país[163].

Los ejercicios paramilitares de los dos últimos años, degeneraron ahora en constantes violencias callejeras. La Falange estaba harta de los dicterios de la prensa monárquica, que se refería a ellos como más «franciscanos que fascistas». Reclutando rápidamente miembros entre la juventud católica y los trabajadores antimarxistas, formaron patrullas motorizadas que hacían incursiones en las barriadas obreras, disparando al azar contra los «rojos». La violencia no obedecía a ninguna lógica. Podía empezar si a alguien se le gritaba un insulto, con un tropezón al doblar una esquina en la calle, o con el arranque de un cartel pegado a un muro. Con una casi total libertad de prensa, a continuación de dos años de censura, la competencia resultante entre los periódicos provocaba choques diarios. Los vendedores de Claridad y Mundo Obrero (el órgano comunista que había estado prohibido desde octubre de 1934 hasta el 2 de enero de 1936) sostenían batallas campales con los muchachos que pregonaban el ABC y La Nación. Los entierros de los muertos en aquellos choques se convertían en ocasión de enormes manifestaciones políticas para los distintos partidos y a veces la lucha se reanudaba en el propio cementerio. Desde el punto de vista ideológico, la violencia heroica era más propia del espíritu fascista que de las izquierdas; pero la juventud socialista, meditando sobre la suerte de los socialistas alemanes en 1933 y de los austriacos en 1934, decidió responder al fuego con el fuego. Ninguno de los bandos esperaba alcanzar ninguna solución política específica con la lucha callejera, pero la atmósfera de violencia acabaría por destruir las últimas posibilidades de la República democrática[164].

Hacia finales de marzo las Cortes aún no habían podido iniciar sus tareas legislativas. El día 31 la comisión parlamentaria encargada de la revisión de las elecciones se negó a conceder escaños a una docena de diputados derechistas basándose en que habían obtenido la mayoría por medio del terrorismo y depositando papeletas falsas en las urnas. Los diputados monárquicos y de la CEDA se retiraron inmediatamente de la Cámara como protesta. Por lo tanto, los debates sobre los temas de orden público y la legitimidad de las elecciones tuvieron que ser dejados para más adelante.

El 4 de abril, el jefe del Gobierno, Azaña, presentó a las Cortes su programa legislativo. El programa preelectoral del Frente Popular habría de cumplirse al pie de la letra; una renovada reforma agraria y construcción de escuelas, mayor autonomía para los ayuntamientos, un estatuto de autonomía para las provincias vascongadas, y la readmisión de todos los trabajadores despedidos por sus actividades políticas y sindicales desde finales de 1933. Asimismo, tal como se indicaba en el pacto preelectoral, no se procedería a la socialización de la tierra, la banca o la industria. Miembros de la derecha moderada, tales como Miguel Maura y Giménez Fernández, expresaron inmediatamente su apoyo a tal programa. Calvo Sotelo no opuso fuertes objeciones, pero preguntó si las masas socialistas y anarquistas permitirían a los republicanos gobernar[165]. Simultáneamente al anuncio de sus planes, Azaña hizo un llamamiento a las derechas para que aceptaran los resultados de unas elecciones democráticas y otro a las izquierdas para que cooperaran con el programa moderado que constituía la base del Frente Popular. Pidió a las derechas que condenaran el terrorismo de la Falange tan vigorosamente como censuraban los ataques de las iglesias. A petición de las derechas, aplazó las elecciones municipales que estaban convocadas para la segunda semana de abril, reconociendo así explícitamente que, en el presente estado de turbulencia pública, unas elecciones libres serían imposibles.

Tres días después las Cortes complicaron una situación ya tensa, deponiendo al presidente Alcalá-Zamora. El infortunado presidente había enfurecido a casi todo el mundo en los dos años anteriores. La izquierda liberal rompió con él cuando permitió que la CEDA entrara en el Gobierno; la CEDA en cambio jamás pudo perdonarle el que no ofreciera a Gil Robles la presidencia del Consejo de ministros cuando fue designado jefe de la minoría más importante de las Cortes. A Lerroux le parecía que la desconfianza que el presidente sentía hacia él acabó con su oportunidad de gobernar a España. Todo el mundo estaba cansado de sus constantes escrúpulos legales, de la atención que prestaba a detalles insignificantes, de sus consultas a docenas de diputados con motivo de cada crisis. Todos sabían que aspiraba a dirigir el sector moderado de la opinión, que no era ni marxista ni monárquica, y sospechaban que el trato que dio a Gil Robles estuvo motivado en gran parte por los celos. Fue acusado de tratar de dividir a los partidos, de modo que no pudieran surgir dirigentes poderosos, de apoyar a Samper contra Lerroux, de ofrecer el poder a Giménez Fernández y no a Gil Robles, y así sucesivamente. Las derechas y las izquierdas se rieron de su desconcierto cuando el centro falló de modo tan estrepitoso en las elecciones de febrero.

La verdad es que tuvo buenas razones para muchos de sus actos; pero su posición le impedía decirlas en público. España carecía de hombres con experiencia de gobernantes, y el presidente de la República, al ofrecer la presidencia del Consejo de ministros a tantas personas diferentes, trataba en parte de proporcionar con rapidez a la República una selección de gobernantes experimentados[166]. Su instinto de lealtad hacia el régimen era muy agudo. Lerroux se quejó con acritud de las objeciones de Alcalá-Zamora a muchos de sus ascensos militares en 1935, pero los hombres contra los que el presidente opuso objeciones fueron precisamente los que con más avidez atacaron a la República en 1936. Los hombres del centroderecha que prefirió a Lerroux y Gil Robles (Martínez Barrio, Ricardo Samper, Manuel Giménez Fernández y Miguel Maura) permanecieron leales a la República cuando el estallido de la guerra civil.

La Constitución disponía que el presidente podía disolver dos veces las Cortes; pero, como ya he dicho antes, los redactores de la misma añadieron la cláusula de que después de la segunda disolución sería inmediato deber de las nuevas Cortes examinar las razones del presidente. Si hallaban estas poco satisfactorias, el presidente sería automáticamente destituido del cargo. Al modo como lo interpretaba Alcalá-Zamora, la disolución de enero de 1936 era la primera disolución de unas Cortes regulares, pues las Cortes Constituyentes fueron convocadas sólo para aquella tarea. Pero las izquierdas insistieron en debatir lo que ellas llamaban la segunda disolución. Como habían ganado las elecciones resultantes, le atacaron por disolver las Cortes «demasiado tarde», y cuando Prieto despellejó el bienio estéril y la represión en Asturias, levantó un entusiasmo vengativo. El debate pilló desprevenidas a las derechas, quienes antes que defender a un presidente del que pensaban que había aplacado constantemente a las izquierdas, se abstuvieron, y Alcalá-Zamora fue depuesto por 238 votos contra 5. En los pasillos, el anciano conde de Romanones, que fue el único monárquico confesado en las Cortes Constituyentes, soltó una risita para sí mismo. El jefe del Gobierno provisional que había exigido que el rey Alfonso saliera de Madrid «antes del anochecer», había sido arrojado del poder sin ceremonias, menos de cinco años después. Martínez Barrio, presidente de las Cortes, se convirtió temporalmente en presidente de la República, de acuerdo con la Constitución.

El 13 de abril fue asesinado el juez Manuel Pedregal, que había sentenciado a treinta años de cárcel a un falangista por el asesinato de un muchacho que vendía periódicos izquierdistas. El día 14, aniversario de la República, un guardia de asalto asesinó a un guardia civil, y bajo la tribuna presidencial estalló una bomba de fabricación casera, sin hacer grandes daños. En las Cortes se celebró el día 15 el primero de los dos grandes debates sobre orden público. Calvo Sotelo, hablando en nombre de los monárquicos, acusó al Gobierno de que cualquiera que fueran sus propósitos, estaba avasallado por las izquierdas. Y leyó textos socialistas sobre la nacionalización de las tierras y los bancos; citó artículos de Álvarez del Vayo, en los que se decía que el Frente Popular estaba procediendo demasiado lentamente, y acusó a Largo Caballero de amenazar con nombrar generales a algunos cabos. Declaró que el Partido Socialista se proponía nada menos que implantar el comunismo en España. Gil Robles habló más moderadamente y de modo más específico. Recordó a las izquierdas que su partido había organizado a la clase media, y que las masas de ésta sumaban un número de votos igual al de las izquierdas; que él se había propuesto siempre canalizar esas masas hacia la aceptación de la legalidad republicana, y que las izquierdas les habían cortado el camino legal hacia el poder con la revolución de octubre de 1934. Advirtió a las Cortes que, dada la atmósfera de violencia reinante, estaba perdiendo seguidores que se marchaban hacia organizaciones que prometían responder a la violencia con la violencia, un anuncio, en efecto, de que la organización juvenil de la CEDA estaba perdiendo miembros rápidamente en favor de la Falange[167].

Ninguno de ambos oradores causó impresión a la mayoría. Calvo Sotelo estaba ya señalado como el principal dirigente civil de los ataques contra la República, tanto abiertos como solapados. Desde su regreso de Francia en 1934, jamás ocultó su desprecio hacia el Gobierno parlamentario. Durante la campaña se refirió al ejército como «columna vertebral de la nación», y desde el 16 de febrero había sondeado en privado a numerosos diputados sobre la actitud que adoptarían ante un golpe militar. También trató de ponerse en contacto con Alcalá-Zamora, a través de amigos del presidente, con una proposición para una dictadura presidencial. En cuanto a Gil Robles, las izquierdas le consideraban un Dollfuss que perdió su oportunidad de apoderarse del poder, y ahora no creían sus repetidas profesiones de fe en el Gobierno parlamentario.

Durante la segunda semana de abril, el Frente Popular tuvo que proporcionar a la República un nuevo presidente. Inmediatamente después de la destitución de Alcalá-Zamora, la elección más idónea parecía ser Martínez Barrio. Sin embargo, el papel de este como presidente de las Cortes no era, ni mucho menos, insignificante. Azaña pareció favorecer la candidatura de Felipe Sánchez Román, profesor de derecho íntimamente asociado con la redacción de la Constitución y la reforma agraria, liberal moderado e intelectual de gran prestigio. Pero Sánchez Román se negó en el último instante a firmar el manifiesto del Frente Popular, aunque en todos los otros aspectos era aliado político de Azaña y Martínez Barrio. Las izquierdas, por lo tanto, no lo aceptaron. A finales de abril se consideraba que Azaña sería el nuevo presidente.

En la primavera de 1936, al igual que en los años 1931-1933, Azaña era el único dirigente republicano con capacidad para dirigir un Gobierno liberal-izquierdista. Pero el Frente Popular, que en fin de cuentas era una frágil coalición, amenazó con romperse por la cuestión de la elección presidencial. Desde el momento en que se vio claro que sólo Azaña recibiría el voto unánime de los diputados del Frente Popular, se convirtió en el único candidato posible. Pero también hubo entonces otras consideraciones que decidieron su elección. Muchos diputados hablaron de revisar la Constitución. En su desconfianza hacia el poder ejecutivo, las Cortes Constituyentes habían limitado estrictamente las funciones del presidente. Con un hombre de la estatura y la integridad de Azaña en el cargo, su autoridad podría ser ampliada. También hubo comentarios sobre un «trato» entre Azaña y Prieto, los dos «hombres fuertes» de la ya vieja coalición republicano-socialista. Azaña, como presidente, sería para las derechas y el centro la garantía de un régimen moderado. Una renovada participación socialista acabaría con la inestable situación en la que sólo gobernaban los republicanos, aunque todo el mundo sabía que detrás de ellos estaban los votos socialistas y anarquistas. También, después de tres años de New Deal en los Estados Unidos, la atmósfera internacional sería más favorable que en 1931[168].

La compleja personalidad de Azaña fue un factor importante de la situación. Él fue un jefe de Gobierno fuerte en el primer bienio, y en materias de orden público y de cumplimiento del programa del Frente Popular había comenzado a seguir una vez más una línea firme. Pero en el fondo de su corazón Azaña no gozaba con el ejercicio del poder; él era por temperamento más un literato que un hombre de acción. Siempre consideró que podría gobernar con éxito sólo si pudiera contar con el pleno apoyo de los socialistas, si no con una participación real de éstos en el Gobierno. En la primavera de 1936 la mayoría de los socialistas se había orientado con exceso a la izquierda en relación con su posición de 1933. Las tormentosas entrevistas de Azaña con Largo Caballero en las dos primeras semanas de marzo fueron pruebas fundamentales. ¿Podría Largo Caballero contener a las masas de modo que el Gobierno pudiera afirmar su autoridad y desarrollara su programa de modo ordenado, u hostigaría al Gobierno, esperando hacer el papel de Lenin con un Azaña haciendo el de Kerenski? Largo Caballero quería las dos cosas. Prometió contener a sus seguidores e insistió en su lealtad hacia el programa del Frente Popular. Al mismo tiempo pidió velocidad y se negó a comprometerse a decir por cuánto tiempo apoyarían los socialistas a Azaña y qué quería significar con sus repetidos llamamientos en Claridad para un Gobierno proletario. En lo que quedaba de marzo y en abril, Azaña tuvo que suponer, aparte del valor que diera a las promesas de Largo Caballero, que éste no quería o no podía contener a las masas, ya que las huelgas y los desórdenes continuaron sin cesar.

Pero la falta de un seguro apoyo socialista significaba, en cambio, que Azaña no podría gobernar. A finales de abril, la situación reinante y el temperamento de Azaña indujeron a éste a aceptar la presidencia. Desde ella podría servir a la República, esperando estar «por encima de los partidismos», como presidente. Era la única figura en torno a la cual podía unirse el Frente Popular. Con sus dotes literarias, podría prestar gran dignidad a los actos y ceremonias de la presidencia. Como presidente, estaría en mejores condiciones que como jefe del Gobierno para comunicar su fe republicana y democrática a las masas, que seguían siendo políticamente analfabetas. Claro está, tampoco era inmune al halago de que lo buscaran tan insistentemente como la figura más representativa de los republicanos y de las izquierdas.

El primero de mayo, Prieto pronunció en Cuenca uno de los discursos más importantes de su carrera política. Tanto la fecha como el lugar eran muy significativos. El primero de mayo era la fiesta internacional del Trabajo, una ocasión para recordar la conciencia de clase y la fraternidad proletaria, por parte de los sindicatos y partidos políticos de izquierdas en todo el mundo. Cuenca era una de las pocas provincias en las cuales se celebró una tercera vuelta electoral en febrero. Todos los candidatos informaron haber sido amenazados de muerte y el uso de patrullas de esbirros para irrumpir violentamente en sus reuniones. Ninguna de las listas obtuvo el mínimo del 40 por ciento, necesario para elegir un diputado. Las elecciones especiales necesarias habían sido aplazadas varias veces. Las derechas, presentando nuevos candidatos en un supremo esfuerzo para ganar la provincia, nombraron a José Antonio Primo de Rivera para figurar en su lista, y habrían nombrado a Francisco Franco si el general hubiera aceptado. En las elecciones especiales celebradas en abril, las izquierdas ganaron la mayoría; pero las derechas no aceptaron la legitimidad de estas nuevas elecciones, y la atención nacional se concentró entonces en la tensa prueba electoral de Cuenca[169].

Prieto no había desempeñado públicamente ningún papel en la política española desde octubre de 1934 hasta poco después de la victoria electoral del Frente Popular. Cuando el 5 de octubre fallaron las huelgas generales, huyó a Francia. En octubre de 1935 regresó a España clandestinamente y tomó parte en las deliberaciones ejecutivas del Partido Socialista; pero no pudo aparecer en público hasta después de la amnistía del 22 de febrero. La tragedia asturiana le había causado una profunda impresión. Aunque siempre en el ala moderada del partido, él había dirigido sin embargo el desembarco de armas del Turquesa y votado por una huelga de carácter general, motivado en gran parte por su deseo de no quedar aislado dentro del movimiento general hacia la izquierda de los trabajadores de la UGT. Después de lo de Asturias, juró a sus amigos íntimos que jamás se dejaría arrastrar otra vez a una nueva aventura destinada al fracaso. A principios de 1936 los partidarios de Largo Caballero lo tachaban de cobarde y de reformista. Había estado viviendo en París mientras los mineros morían y había 30 000 presos en las cárceles. En abril trató de recobrar su prestigio entre los trabajadores dirigiendo el ataque contra Alcalá-Zamora. Hacia el primero de mayo veía la guerra civil a las puertas, y el mitin de Cuenca no fue una exhibición en una tribuna a favor de los revolucionarios, sino la presentación de un programa sobrio de un candidato al puesto de jefe de Gobierno. Dijo a sus oyentes que la violencia no consolidaría nada: ni la democracia, ni el socialismo ni el comunismo; que las quemas de iglesias y los choques callejeros sólo conducirían al fascismo, y que el joven y profesionalmente competente general Franco sería el candidato natural de las fuerzas que trataban de implantar una dictadura militar en España. También habló de las crecientes necesidades económicas de España: reforma agraria, obras hidráulicas e industrialización. E insistió en que el capitalismo tenía un papel esencial que jugar en este programa económico.

El 8 de mayo tuvo lugar la elección del nuevo presidente. Los monárquicos y la CEDA decidieron boicotearla oficialmente. Sin embargo, Azaña recibió no sólo el apoyo unánime de los partidos del Frente Popular, sino los votos de los nacionalistas vascos, de la Lliga Catalana y el puñado de lerrouxistas y mauristas[170]. El nuevo presidente ofreció en primer lugar la jefatura del Gobierno a Indalecio Prieto; pero éste, en vista de la decidida oposición de la mayoría de los diputados socialistas, declinó el encargo de formar Gabinete. La decisión de Prieto era la expresión de una crisis que ya hacía tiempo se venía fraguando dentro del Partido Socialista entre los elementos moderados y los revolucionarios.

Durante los años 1934 y 1935, Largo Caballero no cesó de hablar de una revolución socialista, mientras que Prieto hablaba de la renovación de la coalición republicano-socialista. A finales de 1935 la gran mayoría de los trabajadores de la UGT y la juventud socialista preferían a Largo Caballero antes que a Prieto. Elecciones locales del partido celebradas en Madrid, Murcia y Badajoz dieron abrumadoras, victorias a los «caballeristas[171]». El 21 de diciembre Claridad publicó un análisis de la situación existente, así como un programa de acción. El programa mínimo pedía la nacionalización de las tierras y de la banca; los pequeños agricultores debían ser protegidos; pero la preferencia en la distribución se daría a los colectivistas. El programa máximo pedía la dictadura del proletariado. Largo Caballero vertió sarcasmos acerca de los que se llamaban a sí mismos «socialistas», y que temían a una dictadura sobre todo lo demás en un mundo en que las dictaduras iban siendo tan frecuentes y tenían tanto éxito. Los editores de Claridad declararon que la tarea del momento era consolidar la República burguesa, pero que inevitablemente la lucha de clases se endurecería bajo tal régimen y que el partido debía prepararse para el avance hacia el socialismo.

En marzo, tras la victoria electoral del Frente Popular, Claridad publicó un nuevo programa. Ahora pedían la unificación de los partidos Socialista y Comunista, así como de la CNT y la UGT. España se convertiría en una «confederación» de pueblos ibéricos, incluyendo a Marruecos, teniendo cada pueblo el derecho a la autodeterminación. Al final, su fraseología fue imposible de distinguir de la de Mundo Obrero, órgano del Partido Comunista. Este último, que tenía menos de 50 000 miembros, y una organización juvenil en expansión (pero que alcanzaba menos de los 50 000 afiliados, en comparación con los 200 000 de la juventud socialista), había de salir más ganancioso que los socialistas con cualquier programa de unificación[172]. Largo Caballero se negó a acceder a los llamamientos comunistas para la fusión de ambos partidos y de la UGT y la CNT. Prefirió mantener la cooperación más libre que había dentro del Frente Popular. Pero su más cercano consejero, Julio Álvarez del Vayo, y los dirigentes juveniles más activos como Santiago Carrillo, Carlos de Baráibar y el italiano naturalizado Fernando de Rosa, favorecían la fusión. El primero de abril anunciaron la creación de la Juventud Socialista Unificada (JSU), y durante el curso de la primavera, el dirigente caballerista Rafael Vidiella trabajó para la creación del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC). El primero de mayo, mientras Prieto proponía en su discurso de Cuenca un Gobierno de Frente Popular con participación socialista, en Madrid la JSU llevaba letreros pidiendo un Gobierno proletario y la formación de un ejército rojo.

Los jóvenes dirigentes caballeristas estaban intoxicados por la seguridad de que ellos representaban «la ola del futuro[173]». Esperaban que en la propuesta fusión dominarían a los comunistas y educarían a las masas de la CNT amoldándolas a su modo de pensar. Propusieron la expulsión de Besteiro del partido, basándose en que no era marxista. Prieto era a lo sumo un «reformista», que en el peor de los casos podría ser un posible nuevo Mussolini planeando un «golpe Azaña-Prieto», para detener la marcha incontenible de la revolución. Para ellos, la clase media y el campesinado que había votado por las derechas no eran la mitad de los votantes de España, sino tan sólo los restos de una burguesía condenada a la desaparición. Se mostraban muy confiados en el apoyo de las masas, y así, junto con el programa para la socialización de la industria, la colectivización de la agricultura y un ejército rojo, había puntos en su programa que garantizaban la libertad de prensa y el sufragio secreto. Francisco Largo Caballero sería el predestinado dirigente de la próxima revolución, siendo, como era, el digno, experimentado y verdaderamente proletario jefe de la UGT. En cuanto al propio Largo Caballero, con sus antecedentes de precavido político sindical, y sus recuerdos de la época que colaboró con el Gobierno Azaña, se sentía a la vez confundido y halagado por la exaltada terminología de Claridad. Y para mayor azoramiento suyo y del Partido Comunista (que en aquellos tiempos trataba de tranquilizar a la burguesía), los jóvenes socialistas comenzaron a llamar a Largo Caballero «el Lenin español».

Durante los meses cruciales de finales de 1935 a la primavera de 1936, la masa de votantes socialistas consideró a Largo Caballero como su jefe. Al mismo tiempo, el comité ejecutivo del Partido Socialista seguía dominado por Prieto. En esta lucha interna del partido, Prieto fue apoyado calurosamente por los veteranos de la revolución de octubre. En el Norte, miles de jóvenes socialistas se dieron de baja cuando se fundó en Madrid la JSU[174]. En general, los que habían visto personalmente los sufrimientos de los mineros y de los aldeanos asturianos apoyaban a Prieto, y los que sólo los habían leído apoyaban a Largo Caballero. Prieto gozaba también del sólido apoyo de los principales intelectuales socialistas tales como Jiménez de Asúa y Juan Negrín, y de Julián Zugazagoitia, director de El Socialista, órgano oficial del partido[175].

Para mantener la frágil unidad del Frente Popular, Prieto presionó a Azaña para que aceptara la presidencia. Y ahora, en nombre de esa misma unidad, se negó a convertirse en jefe del Gobierno. Continuó denunciando en sus discursos y desde las páginas de su periódico El Liberal de Bilbao, el izquierdismo infantil de las masas de la UGT y la CNT, y la irresponsabilidad de los dirigentes caballeristas, que se dejaban arrastrar por la corriente. A aquéllos que insistían en interpretar la revolución de Asturias como el primer paso hacia una dictadura proletaria, replicaba que el documento firmado por la Ejecutiva del Partido Socialista y la UGT antes del levantamiento de octubre había pedido un programa muy similar al del presente Frente Popular. En octubre los trabajadores habían sacrificado sus vidas para impedir el fascismo. Con la victoria electoral de febrero habían ganado una oportunidad para llevar a cabo de un modo pacífico y legal el mismo programa social que habían formulado en 1934. Sería una locura arriesgarse a una guerra civil en aras de una revolución prematura.

En Cuenca, lo mismo que en todas partes, Prieto fue recibido con gritos hostiles por parte de algunos elementos de su auditorio. Los estudiantes socialistas, a veces acompañados por el doctor Negrín, le servían de guardaespaldas durante sus giras políticas. El 13 de mayo en Écija (provincia de Sevilla) dispararon contra él al descender de la tribuna acompañado de los dirigentes de los mineros asturianos González Peña y Belarmino Tomás. Jamás se puso en claro quién disparó. Algunos falangistas andaluces se atribuyeron el hecho; pero hay que mostrarse escépticos ante su jactancia. La verdad es que en la primavera de 1936 tanto los socialistas revolucionarios y los anarquistas como los falangistas habrían sido muy capaces de asesinar a Prieto. Poco después del incidente de Écija hubo que aplazar el Congreso nacional del Partido Socialista, de junio (en que estaba programado) hasta septiembre. La pugna Prieto-Largo Caballero había dividido virtualmente al mayor partido político de España, y cuando el partido rechazó la oferta de Azaña a Prieto para formar Gobierno, paralizó virtualmente al Gobierno del Frente Popular. Al pedir que los republicanos gobernaran solos, respetaban al pie de la letra el pacto del Frente Popular; pero todo el mundo sabía que sin los socialistas, la Izquierda Republicana de Azaña era, usando la cáustica frase socialista, «cosa de cuatro gatos». Por las páginas de Claridad y por las charlas de café, se veía claro que los socialistas revolucionarios daban por supuesto que bloqueando al Gobierno Azaña-Prieto allanaban su propio camino.

El nuevo presidente confió la jefatura del Gobierno a su fiel amigo y aliado político Santiago Casares Quiroga. Casares había demostrado su habilidad y su buena voluntad para ocupar cargos difíciles, como ministro de la Gobernación durante el primer bienio. Los terratenientes, los anarquistas, los funcionarios públicos, y las diversas fuerzas policíacas que estuvieron bajo su mando, hicieron todo lo posible por amargarle la vida en aquel período. Nadie sabía mejor por experiencia cuántos elementos de la sociedad española se alegrarían de hacer naufragar a la República. Además, estaba tuberculoso y a menudo participaba en los debates de las Cortes sufriendo fiebre. Sólo por su lealtad hacia Azaña consintió en aceptar el nombramiento como presidente del Consejo de ministros el 10 de mayo de 1936.

A pesar de la febril agitación política de la primavera, el Gobierno republicano hizo grandes esfuerzos para llevar a cabo el programa del Frente Popular. El 29 de febrero el Gobierno suspendió los desahucios de arrendatarios agrícolas, proceso que había llegado a su momento culminante a finales de 1935. El 16 de marzo Azaña anunció una vez más la confiscación de las fincas de los aristócratas complicados en la sublevación de Sanjurjo, fincas que ya fueron confiscadas en septiembre de 1932 y luego devueltas a sus propietarios en abril de 1934 como parte de la ley de amnistía de Sanjurjo. Mariano Ruiz Funes, ministro de Agricultura, viajaba constantemente por las provincias del Sur y el Oeste, interviniendo donde podía para evitar choques entre los campesinos y la guardia civil y formalizando, con su presencia, la posición de los miles de colonos intrusos[176]. Los terratenientes protestaron diciendo que el Gobierno estaba sencillamente legalizando el robo; pero el ministro estaba haciendo la única cosa que podía mantener la paz en los campos, mientras que comprometía al Gobierno a repartir las tierras tan rápidamente como fuera posible, dando a estos repartos una apariencia ordenada, pues hubiera sido imposible retrasarlos los meses que eran necesarios para crear la legislación pertinente.

En materia de autonomía regional, la Generalitat catalana fue restablecida inmediatamente en el poder que había ejercido antes del 6 de octubre, y en el transcurso de la primavera el Gobierno de Madrid transfirió a su autoridad el orden público, las obras hidráulicas y los puertos. En el País Vasco fueron restablecidos los ayuntamientos suspendidos, y comenzó la discusión del estatuto de autonomía vasco. Las principales dificultades con que se tropezaba eran de índole financiera. Según el concierto económico que databa de 1878, el Gobierno central cobraba a las provincias vascongadas una suma previamente fijada en concepto de impuestos, que permitía a los vascos distribuir la carga financiera como más les convenía. Los artículos 40 y 41 del proyectado estatuto garantizaban la continuación de este sistema. Pero en opinión de los expertos en economía del Gobierno, la cuota vasca era proporcionalmente mucho más baja de lo que debería ser, y los vascos, por supuesto, no estaban dispuestos a permitir que el Gobierno de Madrid les aumentara los impuestos. Lo cierto es que los vascos pagaban menos impuestos que el resto de los españoles, y esto, junto con su superior eficiencia económica, tendía a arrastrar las nuevas industrias hacia una zona ya muy industrializada. Ni siquiera los liberales castellanos deseaban otorgar un estatuto de autonomía que a la vez confirmaría una posición privilegiada con respecto a la carga tributaria[177].

El compromiso del Frente Popular para devolver sus empleos a todos los trabajadores que fueron despedidos por razones políticas desde 1934 creó serios problemas. No era asunto sencillo determinar quién había sido despedido y por qué razones. El volver a emplear a los trabajadores que habían sido despedidos ya hacía más de un año suponía inevitablemente un aumento en los sueldos a pagar por los patronos. Los pistoleros anarquistas habían obligado algunas veces a los patronos a dar trabajo a hombres que jamás habían sido empleados suyos, y la atmósfera general de tensión política no facilitaba las relaciones entre los expresos y los parados y aquéllos que los habían reemplazado desde hacía por lo menos dieciocho meses. La situación se complicó aún más por la rivalidad entre los sindicatos de la UGT y la CNT, que deseaban tener mejor fama los unos que los otros en el asunto de obtener trabajo para sus respectivos afiliados.

En Cataluña, los obreros metalúrgicos habían conseguido una jornada laboral de 44 horas semanales poco antes de la revolución de octubre. Durante 1935 tuvieron que trabajar 48 horas a la semana, sin que obtuvieran una subida de salarios como compensación. Tras las elecciones de febrero demandaron que les pagaran todas las horas que no les habían sido pagadas durante los pasados 15 meses y rechazaron una oferta de la Generalitat para que fueran compensados con una semana laboral de 40 horas con un promedio de salarios de 44 horas[178]. Los ferroviarios de toda España volvieron a presentar sus demandas de más altos salarios de los años 1931-33. Los ingresos de los ferrocarriles seguían siendo en 1936 tan bajos como en 1933. Las compañías ofrecieron mostrar sus libros para demostrar la imposibilidad de atender a tales demandas. Muchas redujeron sus servicios y se alegraron de que el Gobierno se hiciera cargo de ellos. En España, al igual que en otros países, el mundo de los negocios toleraba un cierto grado de socialización, con tal de que las industrias intervenidas fueran aquéllas que estuvieran a punto de ir a la bancarrota. En la primavera de 1936 los gobiernos de Azaña y Casares Quiroga hicieron todo lo que pudieron para mantener a los ferrocarriles en funcionamiento, a pesar de las dificultades presupuestarias con que más tarde tendrían que encararse[179].

Marcelino Domingo era ahora de nuevo ministro de Instrucción Pública, como lo había sido en el Gobierno provisional de 1931. Restableció la coeducación, que había sido repudiada durante el segundo bienio, y reanudó el programa de construcción de escuelas que había sido detenido virtualmente en 1935. En aquellos tiempos el mundo de la enseñanza estaba grandemente perturbado por el problema de los libros de texto. En 1932, con la primera oleada de entusiasmo, el ministerio había suprimido el uso de libros de texto exigidos en las escuelas secundarias. Los estudiantes podrían elegir entre varios, y en vez de ser sometidos a unos exámenes igualitarios, tendrían que someter sus cuadernos de notas a los maestros. Esto reflejaba la influencia de los métodos más progresivos de educación suizos y americanos en el modo de pensar de los republicanos, y también fue dispuesto con vistas a establecer clases limitadas a unos 30 alumnos. Pero, de hecho, el promedio era de más de 60. Los maestros pidieron clamorosamente el restablecimiento de los libros de texto, y la tendencia conservadora del segundo bienio había favorecido de todos modos los otros métodos. Mientras tanto, la supresión de los textos exigidos había llevado a la publicación de otros muchos nuevos. Se insistió a los maestros para que emplearan las nuevas facilidades y los editores acosaron en los pasillos a los diputados radicales conocidos por su buena disposición hacia los negocios. Como resultado, los estudiantes de las escuelas superiores urbanas se vieron obligados a comprar muchos libros, en busca de los nuevos capítulos que aparecían en cada uno de ellos, y a principios de 1936 hubo muchas quejas bien justificadas por el negocio que se estaba haciendo con los libros de texto[180].

El problema clerical inevitablemente se presentó en relación con el de las escuelas. Los diputados conservadores se oponían a la coeducación y aceptaron de mala gana la renovación del programa de construcción de escuelas. Sin embargo, tanto la Iglesia como el Gobierno estaban ansiosos por evitar la reavivación de las pasiones anticlericales de 1931. En Sevilla, las procesiones de Semana Santa se pudieron celebrar tranquilamente, vigiladas por numerosos policías destacados para asegurar el orden[181]. Cuando el presidente provisional, Martínez Barrio, marchó para Madrid, el cardenal Ilundain figuraba entre los dignatarios que fueron a despedirlo al tren. Usando la escasa información y las fuerzas limitadas bajo su mando, el Gobierno envió policías durante toda la primavera para proteger iglesias que los anticlericales amenazaron con quemar. Por su parte, la Iglesia evitó escrupulosamente hacer declaraciones políticas del tipo de las hechas por el cardenal Segura en 1931, y el Vaticano, que se negó a recibir a Luis Zulueta como embajador en 1931, se apresuró a aceptarlo en 1936 cuando fue nombrado de nuevo por Azaña. Las escuelas de la Iglesia actuaron normalmente durante la primavera sin interferencias, exceptuando ocasionales atracos; pero el 20 de mayo se les ordenó que cerraran. El Gobierno declaró que hacía esto para evitar que fueran incendiadas, explicación que reconocía, en efecto, la creciente oleada de los sentimientos anticlericales y la incapacidad del Gobierno para controlar la situación. Los exámenes finales fueron suspendidos por la orden, y los padres católicos se apresuraron a enviar al Gobierno numerosas cartas de protesta[182].

Personalidades eminentes ajenas al Gobierno usaron su influencia para mantener la paz civil y las formas legales de la acción política. En marzo, Gil Robles, explicando su derrota electoral, condenó a los patronos que durante el segundo bienio habían reducido los salarios por espíritu vengativo. En abril, Manuel Giménez Fernández pidió en una junta de la minoría de la CEDA que los diputados se manifestaran en favor o en contra de la leal cooperación con el gobierno republicano. De los 115 diputados, 101 manifestaron su lealtad republicana, y en ese número había algunos que eran seguidores de Gil Robles[183].

El 2 de junio el doctor Marañón publicó un largo artículo en la primera página de El Sol, en el que deploraba los informes exagerados de la prensa extranjera sobre los desórdenes en España y atribuía dichos informes a reaccionarios asustados que huyeron al extranjero después del 16 de febrero y ahora debían justificar su precipitación. Condenó a las derechas por haber identificado el conservadurismo con la defensa de todos los intereses creados durante los dos años que ocuparon el poder. Amonestó a las izquierdas por el «tono antinacional» de su propaganda, e indirectamente se refirió a la glorificación de la Unión Soviética. Advirtió a los españoles en general que las reformas del Gobierno Azaña eran absolutamente necesarias para la modernización de España. Predijo meses de «severa fricción, a veces violenta», mientras esta modernización se llevara a cabo, y previno que si el Gobierno Azaña era derrotado, toda España quedaría dividida entre reacción y marxismo.

Miguel Maura también se adelantó con sus críticas y propuestas. En el número del 18 de junio de El Sol, comenzó una serie de artículos, el primero de los cuales, referente a los gobiernos Lerroux-Gil Robles, se titulaba sin ambigüedad «Una política de suicidas». Atacó duramente a las derechas por su política completamente negativa al deshacer la obra de las Cortes Constituyentes. Elogió a sus oponentes políticos, Azaña y su Izquierda Republicana, de quienes dijo que habían salvado a España de la anarquía a finales de 1935, haciendo que los trabajadores aceptaran el programa de reformas moderadas del Frente Popular. Pero ahora, cinco meses después, España sufría un grado sin precedentes de anarquía interna. Los «comités jacobinos» de los pueblos estaban contrarrestando los mejores esfuerzos de las Cortes y de los gobernadores civiles. La burguesía, asustada, comenzó a desertar de sus propios partidos políticos (los de Gil Robles, Martínez de Velasco, Lerroux y la Lliga Catalana), y a apoyar a un grupo juvenil (la Falange), cuyos miembros eran valientes e idealistas, pero que carecían de un ideal preciso, que derrochaban sus energías en choques callejeros, y que no podían esperar triunfar, excepto como resultado de una guerra civil. En vista de la gravedad de la situación, Maura pidió una «dictadura republicana». El presidente debería nombrar un Gobierno representando a todas las tendencias, desde el socialismo reformista al republicanismo conservador. Ese Gobierno restablecería el orden utilizando la guardia civil, permitiendo los mayores salarios compatibles con los costos de producción y las condiciones del mercado, proseguiría rápidamente con la reforma agraria, modernizaría las fuerzas militares, y finalmente, procedería a una reforma constitucional.

Tanto el noble doctor Marañón como el enérgico Miguel Maura no iban a ser profetas en su tierra en la primavera de 1936. Sus propuestas específicas dependían de un fortalecimiento de los poderes presidenciales que ni las derrotadas derechas ni la izquierda revolucionaria iban a conceder a Azaña. Muchos moderados, aun aprobando el programa del Frente Popular y temiendo el «infantilismo izquierdista» de los socialistas jóvenes, no podían concebir un Gobierno de unión nacional. Así, cuando preguntaron a Julián Besteiro si apoyaría a Azaña si éste requería los votos de la CEDA en una lucha contra la revolución comunista, replicó que jamás aceptaría una alianza con Gil Robles[184]. Ni las derechas ni las izquierdas estaban de humor para las críticas que se hacían sobre su conducta. Las derechas estaban lejos de creer que se habían equivocado al limitarse a deshacer la obra de las Cortes Constituyentes, y opinaban, por el contrario, que deberían haber redactado una nueva Constitución, y que si hubieran fusilado a los dirigentes de la revolución de Asturias, el Frente Popular jamás habría tenido la oportunidad de organizarse. Y en cuanto a las izquierdas, se hallaban intoxicadas por la creencia de que la historia estaba de su parte. Se aprovecharían del Gobierno republicano en tanto este llevara a cabo las reformas que deseaban y luego se harían cargo del poder en nombre del proletariado, cuando a su juicio hubiera llegado la hora. Habían elevado a Azaña a la presidencia, no para fortalecer su cargo, sino para apartar de la política activa al más capacitado dirigente «burgués». El Gobierno de Casares, y cualquier otro Gobierno republicano que le sucediera, existirían tan sólo gracias al apoyo de comunistas y socialistas en las Cortes. Mientras los Marañón y los Maura, los Besteiro y los Prieto hablaban de acabar con huelgas inútiles, suspendiendo los ataques contra las iglesias y de restablecer el orden público, los exaltados tanto de la derecha como de la izquierda se arremangaban las camisas. Cuando el débil Gobierno parlamentario burgués hubiera quedado desacreditado, el futuro sería de ellos.