Capítulo 10

LAS ELECCIONES DEL FRENTE POPULAR

DURANTE todo 1935 el presidente de la República estuvo pensando en la oportunidad de celebrar nuevas elecciones. Si las Cortes Constituyentes habían tratado de llevar al país demasiado hacia la izquierda, las presentes Cortes eran sencillamente estériles. Como a la mayoría de los españoles, le parecía que la revolución de Octubre había sido «mal liquidada»; pero mientras las derechas daban a entender con esta frase que el Gobierno había sido indulgente hasta un punto criminal, el presidente pensaba que la represión había sido innecesariamente dura. Temía debilitar a la República y hacer que cayeran sobre su cabeza las más duras críticas, disolviendo las Cortes en menos de dos años; pero temía igualmente que la República democrática tuviera que mantenerse por la constante prolongación del estado de alarma.

Tras los escándalos del estraperlo y de Nombela, decidió que se imponía la celebración de nuevas elecciones, y esperó que tuvieran lugar en condiciones que dieran como resultado una mayoría moderada o intermedia antes que una mayoría de izquierdas o de derechas. En el año pasado las disputas entre los monárquicos y la CEDA habían minado la unidad de las derechas, y la creciente fuerza de la facción de Largo Caballero dentro del Partido Socialista hacía muy improbable una renovación de la coalición republicano-socialista como la que había existido en las Cortes Constituyentes. Contra una derecha y una izquierda desunidas, podría surgir un centro fuerte. Por lo menos así razonaba el presidente. Todo dependía de hallar el jefe de Gobierno más apropiado para el período electoral. Pensando en esto, ofreció primero los poderes de disolución a Chapaprieta, quien los rechazó, y luego a Manuel Portela Valladares, que fue el primer gobernador de Barcelona después del 6 de octubre, y que en mayo de 1935 entró a formar parte del Gabinete Lerroux como ministro de la Gobernación. En su desempeño de ambos cargos fue muy elogiado por su firmeza y moderación. Dentro del Gabinete se había opuesto con éxito a los esfuerzos de Gil Robles para que la guardia civil fuera transferida al Ministerio de la Guerra. Nombrado el 14 de diciembre, Portela levantó lo que quedaba de censura de prensa durante las siguientes tres semanas. El 7 de enero, el presidente disolvió las Cortes y Portela anunció elecciones para el 16 de febrero.

Pero de aquella campaña electoral no había de surgir ningún centro fuerte, en gran parte debido a los dos mayores desarrollos políticos de 1935, que dieron por resultado la formación del Frente Popular. En las Cortes, el proceso de Azaña había hecho más cálidas las relaciones entre los dirigentes liberales e izquierdistas y les puso sobre aviso de que la derecha monárquica no se detendría ante nada a fin de destruirles. Los partidos de Azaña y Marcelino Domingo ya se habían fusionado para formar Izquierda Republicana y los liberales gallegos de Casares Quiroga se unieron luego a ellos. Martínez Barrio formó un partido propio, Unión Republicana, y muchos radicales que estaban en desacuerdo con Lerroux por su política proclerical y se sentían horrorizados por la represión en Asturias, siguieron a Martínez Barrio. El profesor Felipe Sánchez Román también fundó su Partido Nacional Republicano, pequeño en número, pero con gran influencia en los círculos académicos. En abril de 1935, Azaña, Martínez Barrio y Felipe Sánchez Román convinieron en un programa general de cooperación de sus tres partidos. Azaña pronunció en público una serie de grandes discursos, ante auditorios cada vez más numerosos, proponiendo un retorno al programa del primer bienio, junto con una reforma agraria más rápida; una unión de las fuerzas políticas liberales e izquierdistas, y el final de la corrupción y represión que habían sido las principales características de la época de Lerroux.

El segundo nuevo desarrollo afectó a toda la Europa occidental. En el verano de 1935, la Internacional Comunista revisó su política de lucha constante contra los socialdemócratas, y con gran energía y alarde de publicidad lanzó el slogan del Frente Popular de todas las fuerzas liberales e izquierdistas contra la amenaza del fascismo. En los años precedentes a 1933, el Partido Comunista alemán había estigmatizado a los socialdemócratas como «social fascistas», y había sostenido luchas callejeras con ellos, e incluso en ocasiones se unió a los nazis y otros partidos reaccionarios para votar contra ellos en el Reichstag. Hitler había sido siempre fanáticamente anticomunista; pero los comunistas subestimaron su fuerza hasta que casi consiguió destruirlos. Con sus principales dirigentes muertos o en campos de concentración, y sus miembros diezmados, el Kremlin decidió que el fascismo era un enemigo más inmediato y virulento que el capitalismo, y que serviría tanto a los intereses de la política exterior de Rusia como al bienestar del proletariado internacional, el buscar la alianza de todas las fuerzas democráticas, socialistas y comunistas contra el fascismo. La campaña para un Frente Popular de todos los elementos antifascistas fue oficialmente iniciada por la Internacional Comunista en el verano de 1935.

Así sucedió que tanto los republicanos de Azaña como el Partido Comunista andaban a la búsqueda de un acuerdo político entre todas las fuerzas liberal-izquierdistas. El Partido Comunista había recibido menos del 5 por ciento de los votos y sólo pudo lograr que le saliera un diputado elegido en 1933; pero era una fuerza muy importante en Francia, donde el Frente Popular se formó rápidamente, y el ejemplo de Francia siempre tenía un gran peso en las izquierdas españolas. En octubre, Prieto, que había estado viviendo en Francia desde el fracaso de la sublevación de Asturias, regresó a Madrid clandestinamente. Haciendo uso de su gran influencia dentro del Partido Socialista, convenció al comité ejecutivo el 20 de diciembre para que votara una renovada coalición con los republicanos de izquierda. Mientras tanto, el ala revolucionaria del partido, cada vez más impresionada por las realizaciones del plan quinquenal soviético y de la colectivización de la agricultura, se acercó cada vez más espiritualmente a sus anteriores enemigos, y muchos de los dirigentes juveniles de los partidos Socialista y Comunista comenzaron a hablar de fusión. Aquel año, en sus finales, presenció un acercamiento general entre las fuerzas de Azaña y Prieto por un lado, y de los socialistas revolucionarios y de los comunistas por el otro. Cuando, disueltas las Cortes, el 7 de enero anunció Portela las nuevas elecciones, sólo se necesitaba una semana más de negociaciones para dar lugar al pacto de Frente Popular del 15 de enero. Izquierda Republicana (Azaña), Unión Republicana (Martínez Barrio), la Esquerra catalana y los partidos Socialista y Comunista formaron una alianza electoral con un programa mínimo pidiendo el retorno a la política religiosa, educativa y regional del primer bienio, una más rápida reforma agraria y una amnistía para los 30 000 presos políticos. Establecieron una lista de coalición para las elecciones a las Cortes, distribuyendo por adelantado la proporción de escaños que ocuparía cada partido. También convinieron en que el Gobierno estuviera compuesto sólo de republicanos, mientras que los socialistas y comunistas se comprometían a apoyar tal Gobierno con el propósito de alcanzar el anunciado programa «democrático burgués».

La decisión de los socialistas de no entrar a formar parte del Gabinete fue una concesión al ala revolucionaria. Largo Caballero había dimitido de su puesto en el Comité ejecutivo cuando éste votó por una renovada coalición con Azaña[156]. Largo Caballero se negó a comprometerse de nuevo a participar en un Gobierno burgués. El ala del partido que él dirigía (como los comunistas en los frentes populares francés y español) propuso apoyar al Gobierno en el cumplimiento de un programa mínimo, pero se negó a compartir las responsabilidades ejecutivas con partidos burgueses. Verdaderamente, en aquella época los socialistas jóvenes se consideraban más «avanzados» que los comunistas. Con estos últimos haciendo todo lo posible para tranquilizar a sus aliados de la clase media, los «caballeristas» idearon el extraño slogan: «Para salvar a España del marxismo, vote comunista». En cuanto al propio Largo Caballero, el orgulloso y antiguo luchador no había olvidado una década de política comunista contra él y los partidos socialistas hermanos; pero contaba con el número de los socialistas, y con la lealtad de los jóvenes revolucionarios hacia su persona, lo que mantendría a sus nuevos aliados bajo control.

Las principales personalidades en la campaña de las izquierdas fueron Azaña y Largo Caballero. El primero hablaba de democracia representativa y de reformas no revolucionarias. El segundo hacía profecías vagas, pero intoxicantes, de una revolución socialista que estaba más allá del futuro inmediato. Los dos hombres apenas si se hablaban y a nadie se le escapaba lo diferentes que eran sus propósitos. Pero el Frente Popular, durante el mes de intensa campaña electoral, permaneció unido por el temor al fascismo y por la perspectiva de la amnistía.

Las derechas también entraron en la campaña con gran confianza y energía. Recogieron enormes fondos de entre los hombres de negocios y en campañas de puerta a puerta por los grupos locales de Acción Popular. Por las calles principales circulaban automóviles con altavoces. Retratos de Gil Robles mayores del tamaño natural miraban fijamente a los transeúntes en la Puerta del Sol, y por todas partes, en sus reuniones de masas, se gritaba: «Todo el poder para el jefe». Sin embargo, él no pudo salvar el abismo que había entre los socialcatólicos como Giménez Fernández y Luis Lucia por una parte, y los carlistas y los monárquicos de Goicoechea por otra. En la mayoría de los casos los dirigentes de la CEDA y los monárquicos a nivel local estaban de acuerdo en apoyar a un único candidato para no cometer un suicidio político. Había por tanto una considerable medida de unidad electoral entre la mayoría de los partidarios de la CEDA y los dirigentes monárquicos nacionales; pero no había unidad en las esferas superiores. Aprisionado entre la mayoría de los partidarios de la CEDA y los dirigentes nacionales monárquicos, Gil Robles decidió basar su campaña en el programa social católico de la CEDA, que estaba preparado a aceptar, y se mostraba muy confiado en que pronto gobernaría a la República.

Las derechas sufrieron además el handicap de las muchas divisiones dentro del campo católico. Hablando en términos generales, desde abril de 1931 los católicos se habían visto divididos entre monárquicos y «accidentalistas». Bajo la coalición del centroderecha, la Iglesia conservó sus escuelas, y los jesuitas recuperaron la mayor parte de sus propiedades. Un representante del Gobierno, el señor Pita Romero, republicano gallego, había comenzado a negociar en Roma un nuevo Concordato. En diciembre de 1935 el nuncio, monseñor Tedeschini, fue nombrado cardenal, y recibió el birrete de manos del presidente de la República. En la ceremonia de investidura, ni el primado, cardenal Goma, ni ninguno de los principales dirigentes de la CEDA o de un partido monárquico estuvieron presentes. Los huéspedes fueron el cardenal Vidal y Barraquer, de Tarragona; el cardenal Ilundain, de Sevilla, y media docena de obispos, incluyendo a los de Madrid y Barcelona, dos diputados nacionalistas vascos, y varios católicos liberales amigos del presidente y del nuevo cardenal[157]. A finales de 1935 en la Iglesia se contaban al menos cinco facciones, ninguna de las cuales era muy cordial con las otras: carlistas, monárquicos alfonsinos, accidentalistas, partidarios de Alcalá-Zamora y Miguel Maura y nacionalistas vascos.

El presidente y el jefe del Gobierno trataron sin éxito de formar una coalición centrista; pero hasta los diputados más moderados de la CEDA no podían olvidar el trato que Alcalá-Zamora había dado a Gil Robles, y eran enemigos de Portela como notorio masón. Entre la izquierda moderada, el recuerdo de octubre creó la unidad en torno a Azaña y contra el presidente. Incapaz de formar un centro fuerte, Portela presidió, sin embargo, la campaña electoral con justicia y dignidad.

Levantó toda censura de prensa y prefirió el riesgo de la violencia esporádica a tener que emplear a la policía en gran escala. Advirtió a las izquierdas contra la «acción directa» y criticó amargamente a los conservadores ricos, que por supuesto no se mezclaban personalmente en las peleas callejeras, pero que no vacilaban en subvencionar a los pistoleros fascistas para que irrumpieran violentamente en las reuniones de los partidarios del Frente Popular. La campaña se caracterizó por ser menos violenta que la de 1933, en gran parte porque la unidad de las izquierdas había dado lugar a una tregua entre los socialistas, comunistas y anarquistas rivales por cuestiones locales. Estos últimos casi no participaron en la campaña, pero mientras que en 1933 habían considerado a Azaña el carnicero del proletariado, en 1936 se mostraban todo lo amistosos que sus puntos de vista apolíticos les permitían hacia una coalición que prometía la amnistía para los presos de Asturias.

Todos los temas más importantes de la vida política española fueron vigorosamente debatidos y los sucesos locales tenían particular importancia. En Andalucía y Extremadura, los candidatos del Frente Popular prometieron una rápida reforma agraria sin complicaciones. En Cataluña, el Gobierno Companys (que seguía en la cárcel) sería reintegrado al poder y se aceleraría la transferencia de funciones a la Generalitat. En el País Vasco, asimismo, la campaña se concentró sobre la cuestión de la autonomía. Aunque presionados por la jerarquía para que se aliaran con la CEDA, los nacionalistas vascos prefirieron actuar independientemente y mantener de modo provisional una actitud amistosa hacia el Frente Popular que les prometía un estatuto de autonomía. En Guipúzcoa, los terratenientes carlistas amenazaron con desahuciar a sus antiguos arrendatarios católicos y conservadores, pero a la vez nacionalistas vascos.

Más, sin ninguna duda, el recuerdo de lo ocurrido en Asturias fue fundamental. El Socialista publicó una serie de artículos sobre los horrores de la represión militar, y La Nación (órgano de Calvo Sotelo) publicó otra serie sobre las atrocidades de los rojos, en la que se afirmaba que los revolucionarios habían asesinado a 1355 personas. Esta cifra era superior al número total de muertes por todas las causas dado por el Ministerio de la Gobernación. Pero entonces, en ambos campos, ya nadie creía lo que el Gobierno dijo tratando vanamente de quitar importancia al episodio. Los que creían que el Tercio de extranjeros había salvado a España de una sangrienta insurrección comunista se prepararon para votar a las derechas. Los que creían que un Gobierno fascista-clerical había arrastrado a las izquierdas a la desesperación, para luego reprimirlas sádicamente, se prepararon para votar al Frente Popular.

Las condiciones específicas bajo las cuales tuvo lugar la votación son de gran importancia, tanto más cuanto que las versiones oficiales de la historia de España desde 1939 han pretendido que la victoria del Frente Popular fue fraudulenta. El jefe del Gobierno centrista, Portela Valladares, era asimismo ministro de la Gobernación. Los gobernadores civiles de la mayoría de las provincias habían ocupado el cargo con ocasión de la victoria de las derechas en 1933 o habían sido nombrados para reemplazar a gobernadores izquierdistas tras la sublevación de Asturias. En 52 de los 70 distritos electorales, los votantes pudieron elegir claramente entre dos listas: una del centro-derecha y otra del Frente Popular. Las juntas que contaban los votos en todos estos distritos estaban constituidas por representantes de todos los partidos.

El domingo 16 de febrero, el ambiente general estaba más en calma que lo que la mayoría de la gente había anticipado. La votación fue muy nutrida desde primeras horas de la mañana y las urnas fueron cerradas a las cuatro de la tarde. Los resultados de las ciudades, que fueron rápidamente contados, indicaban la probabilidad de una victoria de las izquierdas. El jefe del Gobierno, quizá desilusionado, quizá deseando retardar un poco la noticia para prevenir prematuras manifestaciones de victoria, se dirigió por radio al país a las seis de la tarde, para decir que la jornada electoral había sido normal, y que parecía verosímil una victoria del centro-derecha. A las diez de la noche se acercó al micrófono, diciendo que el cuadro general aún no estaba claro, aunque reconocía la victoria izquierdista en Cataluña[158]. El lunes por la tarde y durante el martes, los periódicos de todas las tendencias políticas publicaron resultados que otorgaban al Frente Popular de 220 a 270 diputados, de un total potencial de 473. Al mismo tiempo, los gobernadores civiles comenzaron a felicitar al Gobierno por la ordenada naturaleza de las elecciones[159]. Cuando las juntas electorales dieron a conocer las cifras oficiales el 20 de febrero, el Frente Popular había sacado elegidos 257 diputados, las derechas 139, y el centro 57. Esto sumaba un total de 453, quedando todavía unos 20 escaños a decidir en una segunda vuelta. Pero sin preocuparse de lo que pudiera resultar de las segundas vueltas, el Frente Popular había obtenido más de los 237 escaños que constituían una mayoría absoluta en los 473. En estas circunstancias todos los partidos reconocieron la victoria de las izquierdas, y entre el 18 y el 22 de febrero, los principales dirigentes de la CEDA y los monárquicos hicieron declaraciones públicas interpretando el significado de su derrota.

Si redondeamos las cifras dadas a conocer por las juntas el 20 de febrero, las izquierdas habían obtenido 4700 000 votos, las derechas 3997 000, el centro 449 000 y los nacionalistas vascos (concentrados en cuatro distritos electorales)130 000. Como hubo una mayor proporción de votantes que en 1931 y 1933, las izquierdas y las derechas habían aumentado el total absoluto de sus votos, las derechas por unos 600 000 (la mitad de los cuales quizá debidos a electores que votaron por los radicales en 1933), y las izquierdas poco más de 700 000. (La mayoría de ellos probablemente de anarquistas que se abstuvieron en 1933). Como muchos comentaristas han indicado, las cifras muestran un aumento de la fuerza absoluta de las derechas, así como un total de 4576 000 votos no pertenecientes al Frente Popular. Partiendo de estos hechos hubo muchas argumentaciones alegando la injusticia de la sólida mayoría de escaños otorgados al Frente Popular[160].

Pero las elecciones del Frente Popular, como aquéllas de 1931 y 1933, se celebraron bajo una ley electoral escrita especialmente para estimular la formación de coaliciones y evitar un Parlamento fragmentado. En cada distrito electoral, el 80 por 100 de los escaños iba a cualquier lista que obtuviera más del 50 por 100 de los votos. Muchos de los escaños que fueron ganados en 1933 por las derechas contra la dividida oposición de republicanos y socialistas fueron ahora al candidato de la coalición del Frente Popular, sin que hubiera ningún cambio notable en las ideas de los votantes. Y, por supuesto, el Frente Popular se llevó el 80 por ciento de los escaños dondequiera que recibió más del 50 por ciento de los votos.

En febrero de 1936 todas estas cosas estaban claras para los españoles políticamente conscientes. Sin embargo, el mismo hecho de una indudable victoria de las izquierdas sembró el pánico tanto en el Gobierno como entre las derrotadas derechas. Según las personalidades de la CEDA de aquel tiempo, emisarios de las derechas invitaron al general Franco a dar un golpe de estado para anular las elecciones (técnica que había sido empleada varias veces en la historia de Argentina, Chile, México y Perú). Se dice que el general rehusó, por varias razones[161]. Fuentes cercanas al Gobierno de Portela se han mostrado igualmente enfáticas en afirmar que (a través de emisarios confidenciales) el general Franco ofreció sus servicios a Portela a fin de anular las elecciones, pero que Portela y el presidente Alcalá-Zamora estaban decididos a respetar la voluntad popular, a pesar de su ansiedad respecto al futuro. Sea cual sea la verdad con respecto a Franco y Portela, el 17 de febrero corrían rumores por Madrid de que era inminente un pronunciamiento. Oficiales leales como el general Pozas, de la guardia civil, y el general Núñez de Prado, de las fuerzas aéreas, advirtieron a Portela de la creciente inquietud que reinaba en los cuarteles. En los cafés, los oficiales reaccionarios pedían la simple anulación de las elecciones.

En la mañana del 18 de febrero, Portela rogó a Azaña que asumiera inmediatamente el poder en nombre del Frente Popular. Azaña deseaba aguardar a la apertura de las Cortes, prevista para el 16 de marzo, a fin de preparar su programa legislativo. El presidente creía que Portela debía permanecer en el cargo, al menos durante la semana necesaria para completar el recuento de los votos y para estar seguros, dada la escasa diferencia de éstos, sobre la exacta distribución de los escaños en las Cortes. Sin embargo, Portela estaba aterrorizado, y en vista de su negativa a seguir ocupando el cargo un día más, Alcalá-Zamora llamó a Azaña para que asumiera el poder inmediatamente como única alternativa posible al caos[162].