Capítulo 1

ANTECEDENTES DE LA REPÚBLICA ESPAÑOLA

La República española de 1931 nació de una serie de circunstancias especialísima: una larga crisis política, la conjunción de problemas económicos internos con la depresión mundial y un renacimiento intelectual de gran vigor y optimismo. Otro modo de explicar la situación es decir que España era en 1930, simultáneamente, una monarquía moribunda, un país de desarrollo económico muy desigual y un campo de batalla de ardientes corrientes políticas e intelectuales contrarias. Cada uno de estos elementos debe ser comprendido, tanto por separado como en su mutua relación. Sin embargo, al determinar la forma republicana del nuevo régimen, la crisis política fue el factor primario, y por lo tanto me referiré en primer lugar a los antecedentes políticos de la República.

Desde los tiempos de Fernando e Isabel hasta la época de Napoleón, la conciencia y la unidad nacional del pueblo español estuvieron indisolublemente unidas con la institución de la Monarquía. Esto fue un factor constante, a pesar del carácter débil de muchos reyes y de las luchas dinásticas involucradas en la guerra de Sucesión a la corona de España a principios del siglo XVIII. Pero tras la muerte de Fernando VII, en 1833, comenzó una guerra civil entre los partidarios de su hija menor de edad, la futura reina Isabel II, y los partidarios del hermano del fallecido rey, don Carlos de Borbón. Pero subyacente a la pugna dinástica y a la insurrección carlista estaba la más profunda cuestión del papel que debía desempeñar la Monarquía española. ¿Había de saludar el desarrollo del capitalismo, centralizar y unificar sus métodos de gobierno, permitir una cierta libertad universitaria y de prensa y aprovecharse de las riquezas acumuladas por la Iglesia…, cosas todas ellas ocurridas en Francia? ¿O debería reafirmar la Monarquía el carácter exclusivamente católico, predominantemente agrario y la descentralización de la España tradicional? Los sucesivos gobiernos isabelinos lograron contener a las fuerzas carlistas; pero aún hubo chispazos de guerra civil después de que se lograra la paz general en 1840. Los problemas fundamentales jamás fueron resueltos. La reina, ya de mayor, resultó ser una mediocridad lasciva, y la coincidencia de su carácter con la siempre latente guerra civil produjo tres graves resultados: la persona del monarca dejó de inspirar respeto; la Monarquía como institución ya no era el símbolo de la unidad nacional, y, lo más importante, el Gobierno se vio obligado a depender enteramente de los generales que salvaron de los carlistas el trono de Isabel. Entre 1833, en que comenzó la guerra carlista, y 1875, en que se instauró la Monarquía constitucional, el ejército español dirigió los destinos políticos del país. El único medio de cambiar de Gobierno era el pronunciamiento[2] una repentina sublevación de un general, de común acuerdo, relativamente poco sangrienta y en torno al cual se agrupaban las fuerzas de la oposición como única esperanza de cambio.

En 1868, Isabel II fue destronada como consecuencia de uno de tales pronunciamientos. En los siete años siguientes, la nación experimentó una Monarquía liberal bajo un consciente aunque no muy fuerte príncipe italiano, Amadeo de Saboya, y una primera República de corta duración en la cual se sucedieron cuatro presidentes en menos de un año. Dadas las circunstancias existentes, ni una nueva dinastía ni una República estaban en condiciones de establecer su autoridad, su «legitimidad». Al mismo tiempo, se hizo evidente que nadie volvería a aceptar el absolutismo irresponsable, señalado por pronunciamientos, que había sido característico de las décadas anteriores a 1868.

Un capacitado estadista conservador, Canovas del Castillo, logró hallar una solución práctica al inmediato problema. Canovas creía que sólo se podía considerar a la dinastía de Borbones como legítima fuente de autoridad en España. Pero al mismo tiempo estaba convencido de que la paz civil dependía de que hubiera al menos cierta libertad y de que el ejército dejara de tener un papel predominante en la escena política. Era un gran admirador de la Monarquía británica; pero, asimismo, creía que el período 1868-1874 había demostrado ampliamente que los españoles no estaban preparados para tal grado de autogobierno como el que existía en Inglaterra. Gozando de la total confianza de la familia real en el destierro, obtuvo asimismo el suficiente respaldo militar, de modo que un afortunado pronunciamiento en Sagunto, en diciembre de 1874, restauró la Monarquía de los Borbones en la persona de Alfonso XII.

La Constitución de 1876 fue obra personal de Canovas. Bajo ésta, España poseía unas Cortes elegidas. En tales Cortes existía una auténtica libertad de palabra, se podían formar partidos políticos independientes y, en general, la prensa disfrutaba de la mayor libertad. Sin embargo, las Cortes no eran ni mucho menos un organismo gobernante responsable semejante al Parlamento británico. El presidente del Consejo de ministros era libremente nombrado y retirado por el rey y la iniciativa legisladora era casi enteramente una prerrogativa real. Las limitaciones al sufragio y el hábito de contar los votos de antemano, privaron a las elecciones de todo significado real hasta principios del siglo XX. Gobernadores y alcaldes eran nombrados más bien que elegidos y la política rural era controlada por jefes locales llamados caciques, según la palabra india que designaba a los jefes indígenas de América a través de los cuales los españoles gobernaron sus colonias del Nuevo Mundo. La palabra es muy indicativa de la psicología política de la clase gobernante española. Habiendo perdido su imperio americano a principios del siglo XIX, seguían gobernando la España rural del mismo modo que otrora gobernaron a indios ingenuos e ignorantes.

Dos partidos bastante coherentes se desarrollaron bajo la Restauración: el Partido Conservador, dirigido por Canovas, y el Partido Liberal, que se distinguió, principalmente, por su orientación más laica, bajo Sagasta. Un pacto informal, jocosamente conocido como turno pacífico[3], existía entre Cánovas y Sagasta.

Por su iniciativa, con el consentimiento del rey y con la necesaria cooperación del ministro de la Gobernación, los caciques y la guardia civil, las elecciones eran amañadas de tal manera que se fueran alternando los dos partidos en el poder. Probablemente Canovas intentaba que el sistema fuera evolucionando hacia una verdadera Monarquía constitucional, lo mismo que los burgos podridos y las arbitrarias prerrogativas de la Inglaterra del siglo XVIII habían evolucionado hacia un Gobierno parlamentario responsable. Pero un sistema de dos partidos con elecciones amañadas acabó por minar más que desarrollar el sentido de la responsabilidad política en España. Cada cambio de Gobierno suponía un gran relevo de funcionarios gubernamentales. Además de interferirse con la ya mediocre eficacia de los servicios públicos, esta versión española del «sistema de despojos» creó toda una nueva clase de funcionarios públicos sin empleo, los cesantes[4] que vivían de humildes empleos y de las migajas de las recomendaciones, esperando que de nuevo girara la rueda política.

En 1897 Canovas fue asesinado por un anarquista y en 1898 España perdió los últimos jirones de su imperio ultramarino en una breve guerra contra Estados Unidos, Desde entonces, hasta 1917, los partidos Conservador y Liberal se desintegraron rápidamente. La Monarquía pareció incapaz bien de imponer su autoridad bajo el sistema existente o de evolucionar hacia instituciones genuinamente representativas. De nuevo el ejército, recientemente humillado en Cuba y en las Filipinas, se convirtió en un protagonista de la política española. El único campo de acción militar que le quedaba era el Marruecos español. El joven Alfonso XIII salvó el orgullo herido de sus oficiales asegurándose de que las Cortes les votaran sustanciosos presupuestos y siguió con gran interés las interminables operaciones de limpieza de enemigos en las montañas del Atlas. Por tres veces durante su reinado, el rey y el ejército se vieron bajo un ataque simultáneo. En 1909 una combinación de agitación anarquista y de protestas populares contra los fuertes reveses en Marruecos condujo a la famosa «Semana Trágica» de Barcelona. Los terroristas anarquistas arrojaron bombas y provocaron incendios y, posteriormente, el intelectual y educador anarquista Francisco Ferrer fue ejecutado por su «responsabilidad moral». En 1917, a continuación del desplome de la autocracia zarista en Rusia, hubo una serie de huelgas revolucionarias, claramente dirigidas contra la Monarquía. El ejército, como apóstol del orden, acabó con las huelgas y salvó al trono. En 1921 una desastrosa derrota en Marruecos provocó una investigación parlamentaria y el rey quedó implicado personalmente en la catástrofe militar. A fines de 1923 los continuos cambios de gobiernos de coalición quedaron paralizados y la Monarquía pareció estar al borde del colapso. De nuevo otro golpe militar, esta vez por el general Miguel Primo de Rivera, libró temporalmente del peligro a la Monarquía, por última vez.

Primo de Rivera era un hombre dotado de gran inteligencia y de instintos generosos. Supo tratar con éxito los agudos problemas militares de Marruecos; estimuló las obras públicas y el desarrollo industrial, y, en contraste con Mussolini, respetó las organizaciones obreras socialistas. Pero, con su subida al poder, España perdió la gran libertad intelectual y las ligeras libertades parlamentarias que había logrado desde 1875. La corrupción, la ineficacia y la influencia militar en la política se extendieron rápidamente. El régimen fuertemente personal de Primo de Rivera duró a través de los prósperos años veinte; pero cuando la depresión mundial alcanzó a España en 1929, el rey Alfonso, siempre hábil, aunque nunca generoso, se libró de Primo de Rivera. Durante quince meses poco gloriosos, el rey experimentó con otro dictador militar, el general Berenguer, y con varios «gobiernos de concentración». El 12 de abril de 1931, unas elecciones municipales en las ciudades importantes (las únicas elecciones que no fueron falseadas en la España de la época) mostraron una fuerte tendencia antimonárquica. Las discretas averiguaciones hechas por el rey le indicaron que el ejército no estaba dispuesto a tomar las armas para salvarle como en 1917. En uno de los episodios más dignos de su reinado, Alfonso XIII decidió abandonar rápidamente España. La República fue proclamada en las calles de Madrid durante las mismas horas en que él tomaba esa decisión.

Aun en un bosquejo tan rápido de la historia política que precedió a 1931, queda claro que la Monarquía de los Borbones había perdido su autoridad y una gran parte de su prestigio sentimental sobre el pueblo español. Cuando preguntamos por qué la Monarquía constitucional fue incapaz de conservar su autoridad, par qué temió verdaderamente convertirse en una Monarquía parlamentaria, por qué en 1917 pareció no haber un terreno intermedio entre una revolución social con todas las consecuencias y una dictadura militar, nos aproximamos a los más profundos problemas de la vida española a finales del siglo XIX y en el siglo XX.

Los críticos problemas de España proporcionaron la segunda serie de factores subyacentes a la revolución de los años treinta. La gran mayoría del pueblo dependía de la agricultura para vivir; pero sólo en la periferia norte y mediterránea de la península existen condiciones geográficas y sociales favorables para la agricultura. En Galicia, la estrecha faja de las provincias al norte de la Cordillera Cantábrica, y en el País Vasco, las lluvias son abundantes y el suelo satisfactorio, si no rico. Los campesinos o bien poseen sus tierras o trabajan en ellas en arriendos a largo plazo con arrendamientos pequeños. La mayor parte del territorio es demasiado montañoso para el uso de maquinaria; pero los campos están ocupados por prósperas fincas con cultivos, prados y huertos, A lo largo de la costa mediterránea de Cataluña y las provincias de Levante, los huertos, viñedos, arrozales, olivares, naranjales y limonares florecen espléndidos. La lluvia es escasa. Sin embargo, Cataluña está regada par el Ebro y sus muchos afluentes que descienden de los Pirineos. Más hacia el sur, antiguos tribunales de aguas en los comunes de Levante regulan los intrincados sistemas de riego en las provincias de Valencia y Alicante. Aquí, como a lo largo de la costa norte, la tierra está bastante repartida. El clima soleado y el cuidadoso empleo del agua disponible hacen de esta costa mediterránea la zona agrícola más próspera de España.

Estas regiones favorecidas constituyen menos del 10 por ciento de la superficie del país. La España central está formada en gran parte por una gran meseta[5] que abarca León, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva y grandes zonas de Aragón y Extremadura. Una áspera tierra de viento y sol, de sierras dramáticas, de fina capa de tierra cultivable y lluvias escasas. Dondequiera que haya agua, hay fincas bien cultivadas y frondosas fincas de álamos. Pero gran parte de estas tierras están desnudas y solitarias. La región más meridional, Andalucía, posee todos los requisitos naturales para una agricultura próspera: pero en esta zona, la historia, los prejuicios de raza, el absentismo de los terratenientes y los errores económicos del siglo XIX se combinaron para producir una ponzoñosa contextura social. Ésta fue la porción de España más largo tiempo dominada por los árabes, y hasta finales de la Edad Media fue la parte más rica del país. Cuando la Reconquista avanzó rápidamente en los siglos XII y XIII, los reyes de Castilla distribuyeron enormes extensiones de tierra(junto con la población que las trabajaba) a las órdenes militares y a los principales jefes guerreros. Desde aquellos tiempos esas enormes fincas se han perpetuado y una clase dominante castellana de guerreros y descendientes de guerreros vivió gracias al trabajo de una despreciada masa de campesinos semibereberes, con frecuencia musulmanes.

Esta forma de propiedad de la tierra, el sistema de los latifundia, permaneció inmutable hasta el siglo XIX, en cuyo tiempo los principios del capitalismo y la influencia de la doctrina económica liberal alteraron la situación. Los liberales deseaban reducir el poder institucional de la Iglesia y también creían que los latifundios eran antieconómicos. En 1837 un ministro liberal decretó la desamortización de las propiedades pertenecientes a las órdenes religiosas. Las tierras fueron puestas en venta, esperando impulsar el desarrollo de una clase de pequeños agricultores independientes que constituyeran, como en Francia, el elemento principal de la sociedad. Pero las tierras fueron compradas por las únicas personas que tenían dinero para comprarlas: un grupo relativamente pequeño de negociantes y ricos terratenientes. Así, a finales del siglo XIX la propiedad de la tierra estaba quizá más concentrada que en los siglos anteriores.

El rápido aumento de la población durante los siglos XIX y XX tuvo varios importantes efectos sobre la agricultura española. El desarrollo de las zonas industriales en Cataluña y Bilbao y de la capital, Madrid, proveyó de mayores mercados a los agricultores de estas regiones. La elevación del nivel de vida europeo y las disponibilidades de transporte condujeran a un gran aumento en las exportaciones de vinos y frutos cítricos. Los agricultores de las ya prósperas provincias norteñas y mediterráneas, junto con los nuevos propietarios-negociantes de Andalucía, fueron los principales beneficiarios de este desarrollo.

En Galicia, y en general a lo largo de la costa del Atlántico, donde las fincas ya eran pequeñas, el aumento de la población creó el problema de los minifundios, fincas tan subdivididas que no podían mantener a las familias que vivían en ellas. En cierto modo la presión demográfica fue aliviada por la emigración a las ciudades industriales y a América: pero la disponibilidad de tierras cultivables llegó a ser un problema muy grave en el Norte.

Otra respuesta al crecimiento de la población era el aumento de la producción de trigo comercial en la meseta central. Esto significaba la puesta en cultivo de nuevas tierras en una zona que ya sufría de escasez de agua. Los altos costos de producción trajeron la demanda de nuevos y pesados aranceles protectores, sin los cuales el trigo argentino o norteamericano habría sido más barato en Madrid que el de Castilla. En las décadas que precedieron a 1931, el Gobierno escogió proteger de modo creciente a los cultivadores de trigo a expensas del consumidor español. El alto precio del pan representaba un obstáculo permanente para elevar el nivel de vida y los aranceles trigueros animaban a la antieconómica utilización de miles de acres de tierras esteparias.

Sin embargo, para la conciencia de los españoles, más importante que el problema de los minifundios o de la antieconómica producción de trigo era el número cada vez mayor de braceros sin tierra en Andalucía. Hacia 1900, los gobiernos monárquicos, tanto liberales como conservadores, reconocieron la gravedad de la cuestión agraria. Se hicieron estadísticas de población y de tierras, presumiblemente con vistas a iniciar una reforma agraria gradual y compensada. Pero tras la confección de ese censo no se llevó a efecto ningún cambio. Mas el pueblo de la España central y septentrional llegó a darse cuenta de que en el Sur un creciente proletariado sin tierras arrastraba una miserable existencia, con apenas cuarenta días de pobre salario al año, y que enfermedades debilitadoras minaban la salud de toda la población trabajadora, que los caciques eran los únicos que podían dar trabajo y que la guardia civil mantenía el orden como si fuera un territorio ocupado. En un país de clima ideal, tal situación no estaba justificada. En 1931, la cuestión de la reforma agraria en Andalucía era más importante que cualquier otra en la conciencia publica.

Sin embargo, la concentración exclusiva en las cuestiones agrarias ofrece un cuadro innecesariamente sombrío de la economía española. En las provincias periféricas de Cataluña y Vizcaya, el capitalismo comercial y la revolución industrial hicieron rápidos progresos. En Barcelona y sus suburbios se desarrolló una gran industria textil que abastecía España y los mercados hispanoamericanos. Las fábricas catalanas eran típicamente pequeñas empresas propiedad de una familia y utilizaban en general capital español. En Vizcaya, la industria siderúrgica y sus industrias afines, tales como la construcción naval y de locomotoras, se desarrollaron rápidamente a fines del siglo XIX. Aquí las industrias combinaban la gerencia y el capital locales con grandes inversiones extranjeras, principalmente británicas. Pero el capital y los técnicos propios estaban presentes en la suficiente medida en Bilbao, de modo que la industria vasca jamás estuvo subordinada de un modo colonial a los intereses del capital extranjero. La minería también se desarrolló rápidamente y el siglo XX vio el crecimiento de las industrias química y eléctrica, aunque éstas dependieron últimamente mucho más del capital y la tecnología extranjeros que las industrias que se desarrollaron primero.

Tanto la producción agrícola como la industrial se elevaron rápidamente de 1860 a 1914, con excepción de las crisis temporales que coincidían con las depresiones mundiales y de las secuelas de la guerra hispano-norteamericana. Las exportaciones de arroz, aceitunas y frutos cítricos también aumentaron rápidamente durante este período. La primera guerra mundial creó condiciones favorabilísimas para la neutral España. Pero la industria española no aprovechó sus beneficios de tiempo de guerra para modernizarse y renovar la maquinaria, y después de 1918, España fue incapaz de retener sus mercados adquiridos en el intervalo bélico ante la renovada competencia de potencias industriales mucho más adelantadas. Hacia 1920 ni la producción ni las exportaciones agrícolas o industriales mantuvieron su ritmo de crecimiento anterior a 1914. Además, casi desde el principio, las industrias españolas dependieron de los aranceles protectores más altos de Europa. Tales aranceles y la prosperidad mundial en los años veinte tendieron a oscurecer la ineficacia y los altos costos de producción de la industria española hasta la depresión de 1929.

Sin embargo, a pesar de su debilidad y de su concentración geográfica en dos provincias periféricas, la industria española daba oportunidades de empleo, producía artículos de consumo y elevaba lentamente el nivel de vida urbano en los setenta años que precedieron a 1931. En términos de desarrollo económico, la República advino en un momento en que España había alcanzado un considerable progreso industrial; pero también en un momento en que la marcha del progreso había estado declinando claramente desde hacía una década, aun antes de que ocurriera la peor depresión mundial de los tiempos modernos. Hay que añadir que la opinión pública española no estaba tan enterada de los problemas industriales como de la cuestión agraria.

Las décadas de desarrollo económico y demográfico fueron también testigos de un importantísimo renacimiento cultural en España, un período de logros en las artes y las ciencias comparable tan sólo en su esplendor al Siglo de Oro. Los novelistas Galdós y Pío Baroja; los filósofos Unamuno y Ortega y Gasset; los poetas Antonio Machado, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre y Jorge Guillén; el compositor Manuel de Falla; los pintores Picasso, Miró y Dalí; los filólogos Menéndez Pidal y Américo Castro; los historiadores Menéndez y Pelayo y Claudio Sánchez Albornoz; los médicos Ramón y Cajal y Gregorio Marañón, todos ellos figuras de primer rango en la civilización europea. Muchos críticos aseguran que ninguna nación puede vanagloriarse de haber tenido en el siglo XX una pléyade de poetas como España.

Las razones de tan extraordinario flujo de vitalidad cultural no pueden ser formuladas con exactitud; pero incluso una idea aproximada servirá para ilustrar los antecedentes de la revolución española. En la España de la Restauración se enfrentaron dos grandes corrientes intelectuales: el krausismo que era europeísta, liberal y de una orientación general laica, y un reavivado catolicismo, que obtenía su fuerza del pasado de España y de una reacción defensiva contra la rápida secularización de la civilización europea en el siglo XIX. La ideología de Krause, un filósofo alemán de principios del siglo XIX, influyó mucho en España a través de su discípulo, Julián Sanz del Río, que hacia 1850 expuso su versión libre de las doctrinas de Krause desde su cátedra de filosofía en Madrid. La fuerza del krausismo radica más en su perspectiva general filosófica y religiosa que en su coherencia técnica. Su principal doctrina, el «racionalismo armonioso», combinaba los elementos más optimistas de la Ilustración del siglo XVIII y del idealismo germano. Abrazaba a la vez la Razón y la Evolución. Los krausistas encomiaban las ciencias naturales como clave de la comprensión de la armonía intelectual del universo. Y se interesaban aún más por las nuevas ciencias sociales y la historia de las leyes. Si el universo era fundamentalmente armonioso, o al menos se desenvolvía en tal dirección, entonces la solución a las guerras carlistas y a la agitación revolucionaria de los campesinos sin tierra era buscar en el pasado humano las formas naturales de convivencia y revisar el sistema político-legal para conformarlo a tal convivencia. Los krausistas no eran teólogos pero muchos eran católicos practicantes y ninguno era ateo. Para ellos, el hombre era hasta ahora el más alto producto de la divina inteligencia y el hombre, como el resto del universo, evolucionaba constantemente hacia la meta del racionalismo armonioso. Consideraban a la educación como el campo más importante de la actividad humana, y en 1876 Francisco Giner de los Ríos, profesor de leyes y discípulo de Sanz del Río, fundó lo que había de ser, hasta 1936, la escuela secundaria más influyente de España: la Institución Libre de Enseñanza. La escuela ideal debía animar la curiosidad intelectual a través del contacto informal de estudiantes con las mentes más brillantes y creadoras. Giner, un hombre de gran magnetismo y capacidad de organización, obtuvo la entusiasta colaboración de eminentes catedráticos universitarios. La educación debía inculcar el amor por la belleza y la naturaleza como manifestaciones de Dios. La Institución fomentaba las excursiones al campo y el estudio de la historia del arte. La educación debería formar al hombre y así se otorgaba la misma dignidad a las labores manuales y los oficios artísticos que a las realizaciones puramente intelectuales. La Institución publicaba un boletín en el cual eminentes científicos y literatos españoles discutían los progresos de sus trabajos y en el cual colaboraron figuras mundiales como Émile Durkheim, Bertrand Russell y John Dewey. Francisco Giner y sus colaboradores presionaron a los gobiernos monárquicos para que proveyeran abundantes becas para estudios de graduados en Europa y fueron así, en gran parte, los inspiradores de la creación de la Junta para Ampliación de Estudios, fundada en 1907 y que se mostró cada vez más activa hasta el estallido de la guerra civil en 1936. La influencia de la Institución fue preeminente en la formación de esa pléyade de científicos, filólogos, arqueólogos e historiadores de la España de este siglo.

La segunda gran corriente intelectual de la España de finales del siglo XIX fue el catolicismo. La Iglesia española extrajo fuerzas de su universalidad, de su larga lista de poetas y santos, de su magnífico ritual y de su identificación histórica con la Reconquista y la unificación de España. Pero el mismo poder de sus tradiciones le impedía ajustarse a las nuevas ideas. Los krausistas podían vanagloriarse de su eclecticismo, identificándose con lo mejor del pensamiento europeo, fuera cual fuera su origen o sus implicaciones teológicas. Los católicos tenían que asegurarse de que todo lo nuevo era compatible con los cánones establecidos. La preparación de historias y comentarios sobre un conjunto de escritos reverenciados no podía tener la audacia y el sabor del pensamiento original. El historiador católico Menéndez y Pelayo era un gigante intelectual; pero el renacimiento literario se produjo al margen de la Iglesia.

Los principales campos del resurgimiento católico fueron la acción social y la educación. Hasta la época de León XIII, la Iglesia había adoptado una posición puramente defensiva hacia las nuevas corrientes del siglo XIX. Pío IX condenó el liberalismo, el materialismo y el socialismo sin formular una respuesta positiva a los efectos de la revolución industrial. Estaba muy bien que se advirtiera a los fíeles contra el error, pero ¿cómo iba a reaccionar la Iglesia ante tan brutal explotación del primitivo sistema fabril y las hacinadas e insalubres condiciones de vida en las zonas industriales? León XIII exaltó en 1890 el ideal de la justicia social como base de la acción política y social católica en la era industrial. Favoreció la creación de sindicatos católicos, de sociedades de seguros mutuos y de cooperativas de crédito rural. Las masas tenían derecho a una más equitativa distribución de la riqueza y no a la mera caridad y no se debía permitir que los socialistas monopolizaran tan justa demanda. La Iglesia debería asimismo desarrollar sus sistemas escolares y hospitalarios, para que estos campos propios de la actividad católica no cayeran totalmente en manos del estado secular.

El programa de León XIII obtuvo una importante y favorable respuesta en el norte de España y en Cataluña. Las leyes anticlericales francesas e italianas de esta época trajeron a España muchas órdenes nuevas y como consecuencia, una expansión de los hospitales y colegios patrocinados por la Iglesia. Algunas de las órdenes dedicadas a la enseñanza, especialmente los maristas (de origen francés) y los salesianos (de origen italiano) introdujeron muchos métodos pedagógicos nuevos, más modernos que los empleados por sus congéneres españoles. Tanto la competencia de las escuelas krausistas como la incrementada rivalidad entre las órdenes tendió a mejorar la calidad de la educación católica.

La gran limitación de los esfuerzos culturales de los krausistas y de los católicos fue que benefició tan sólo a las clases acomodadas. Con muy pocas excepciones, los graduados de la Institución Libre y de los colegios con programa similar procedían de familias que ya poseían una considerable base económica y cultural. Muchas escuelas de la Iglesia concedían becas; pero la gran mayoría de sus estudiantes era originaria de la clase media tradicionalmente católica del norte de España y Cataluña.

Aunque el krausismo y el catolicismo eran las dos corrientes filosóficas más importantes entre la clase media española en su conjunto, había además varios movimientos regionales combinados de la clase media y el campesinado: el nacionalismo catalán, el nacionalismo vasco y el carlismo. Los movimientos catalán y vasco tenían mucho en común, porque ambos surgieron en zonas que disfrutaban de un nivel de prosperidad más alto del que era típico de la Península. Ambas regiones tenían lazos históricos con Francia y poseían una tradición lingüística propia, siendo las únicas zonas de España donde se había desarrollado la industria moderna.

En el siglo XIX los catalanes, como muchas otras de las pequeñas nacionalidades de Europa, redescubrieron su pasado. La lengua catalana, que durante siglos había sido tenida como un dialecto de campesinos, se convirtió en el vehículo de expresión de una notable literatura. Con el resurgimiento de la lengua vino el estudio de las glorias medievales del imperio catalán mediterráneo y el énfasis sobre las diferencias históricas y culturales que les separaban del resto de la Península. El catalanismo creó un nuevo lazo entre los campesinos, que habían continuado hablando catalán a través de los siglos desde los tiempos de una Cataluña independiente, y la burguesía, creadora de ese resurgimiento filológico, literario y artístico. En materia política y económica, el catalanismo fue un movimiento predominantemente conservador hasta 1917. Bajo la presidencia de Francesa Cambó, la Lliga Catalana estaba en general satisfecha con la Restauración monárquica. Los líderes de sus negociantes presionaban a Madrid para que concediera aranceles más altos en favor de la industria catalana, aranceles que les fueron concedidos. También forcejearon para obtener una cierta medida de Gobierno autónomo, lo que lograron en 1914 con la Mancomunidad.

El catalanismo de esas décadas fue predominantemente católico. La Iglesia contribuyó al resurgimiento literario y, al igual que en otros países europeos, de buena gana predicó en la lengua de la población local. Los coros, sociedades de danzas folklóricas y las sociedades mutualistas cimentaron las conexiones entre el nacionalismo catalán, el catolicismo y el campesinado.

Siempre hubo, no obstante, un elemento de duda en si la última meta del catalanismo era la autonomía regional dentro de la Monarquía española o la completa separación del Estado español. En la pugna por los aranceles y el Gobierno autónomo, los dirigentes catalanes no vacilaron en amenazar a Madrid con el espectro del separatismo. Durante y después de la primera guerra mundial, su propio control de la política catalana se vio amenazado cada vez más por grupos campesinos radicales y los sindicatos anarcosindicalistas. El tono de la vida política se volvió menos católico y cada vez más conscientemente clasista. Luego, el pronunciamiento de Primo de Rivera en 1923 destruyó la Mancomunidad y con ella la jefatura de los moderados. El nacionalismo catalán se vio forzado a pasar a la clandestinidad y en 1931 nadie sabía si en condiciones de libertad política sin restricciones, los catalanes se inclinarían hacia un moderado regionalismo, el separatismo o el anarcosindicalismo.

El nacionalismo vasco, al igual que el catalán, estuvo basado en el sentimiento de una lengua y una cultura distintas y en una conciencia cada vez más desarrollada de estos elementos, bajo el impacto del romanticismo y la industrialización. Los vascos se ufanaban de lo misteriosamente remoto de sus orígenes, porque mientras que el catalán no es sino una más de las muchas lenguas romances, el vascuence no se relaciona con ningún idioma europeo, excepto el magiar y el finés, y aún ciertos filólogos dudan de esa relación. El movimiento vasco fue más político y religioso que literario. Hasta 1837 las provincias vascongadas gozaron de bastante autonomía, con unos fueros que databan de principios de la Edad Media. Cuando las provincias norteñas se sublevaron contra el Gobierno liberal en nombre de la Monarquía católica tradicional, iniciando así la primera guerra carlista, Madrid abolió los antiguos fueros de las provincias vascongadas. La restauración de esos fueros fue una de las principales reivindicaciones políticas del partido nacionalista vasco en el siglo XX. En 1912, un grupo de sacerdotes vascos fundó la Jaungoika-Zale Bazkuna, una organización dedicada a la enseñanza católica en lengua vascuence, y en Vizcaya hubo generalmente un número cada vez mayor de sociedades mutuas de seguros y celebraciones folklóricas de fuerte carácter católico durante las últimas décadas de la Monarquía.

El desarrollo del nacionalismo vasco produjo una fuerte contracorriente en la renovada fuerza del carlismo. Desde el punto de vista histórico, Navarra y Vizcaya habían gozado de los mismos fueros y en 1837 toda la región apoyó a los carlistas. Pero en el siglo XX, el nacionalismo vasco se desarrolló en el industrializado Bilbao, capital de la provincia de Vizcaya, y en la provincia de Guipúzcoa, inmediatamente contigua a aquel centro industrial; en ambas era donde una sustancial mayoría de los campesinos hablaba vascuence. En Navarra, que siguió siendo agrícola, y donde la mayoría de los campesinos hablaban castellano, el carlismo tradicional se reafirmó contra los dirigentes urbanos y burgueses del nacionalismo vasco. Tras la caída de la Monarquía, los nacionalistas vascos se dispusieron a pedir la autonomía, e incluso la separación si fuere necesario, mientras que los carlistas prepararon sus unidades paramilitares, llamadas requetés, que se sublevaron contra la República en el año 1936. Ambos grupos se caracterizaban, sin embargo, por ser igualmente católicos muy fanáticos.

Los historiadores discutirán largo tiempo hasta qué punto el krausismo y los movimientos regionalistas minaron la Monarquía española; pero la amenaza más grave vino sin duda de dos movimientos de masas de la clase trabajadora: el anarcosindicalismo y el socialismo. Fue una significativa coincidencia, aunque a veces se ha exagerado, que la revolución de 1868 ocurriera precisamente cuando se debatía la importante discusión entre Marx y Bakunin dentro de la Primera Internacional. Ya existían sindicatos juveniles y militantes en la industria textil de Barcelona y en ciertos oficios importantes en Madrid cuando los representantes de las tendencias en pugna llegaron a España. Pero mientras que en Europa la tendencia marxista era en general la más fuerte hacia 1900, en España los anarcosindicalistas fueron más potentes que los socialistas hasta el advenimiento de la segunda República en 1931.

El anarcosindicalismo y el socialismo tenían un mismo propósito: la creación de una sociedad colectivista, y compartían una fe mesiánica en la clase obrera industrial como vehículo de la transformación revolucionaria. Los socialistas creían en una organización sindical bien planeada y centralizada y en la acción política. Las huelgas deberían estar encaminadas a obtener ventajas económicas específicas. El sufragio y el sistema parlamentario eran medios importantes para conseguir la revolución política. Los anarcosindicalistas, sin embargo, consideraban que la actividad parlamentaria era una pérdida de tiempo, se oponían a la dirección centralizada del movimiento sindical y esperaban lograr la revolución más bien gracias a la huelga general, un cese total y general del trabajo por motivos políticos que demostraría el poder del proletariado y paralizaría a la clase capitalista y su gobierno.

El ingenuo carácter milenario del anarcosindicalismo resultaba no sólo de la doctrina de la huelga general, sino de los ya antiguos antecedentes anarquistas de la mayoría de los trabajadores de la industria catalana. Verdaderamente, para comprender a la clase trabajadora española es necesario primero comprender el anarquismo rural de Andalucía y Levante.

El anarquismo, por su misma naturaleza, era una doctrina menos sistemática que el socialismo; pero en el pensamiento anarquista era fundamental la destrucción del moderno Estado centralizado. Los anarquistas propusieron la descentralización del gobierno, insistiendo en que el Estado fuera el servidor de la comunidad y no su amo. La futura nación estaría compuesta de comunas federadas libremente y el orden mundial consistiría en naciones libremente federadas también. La autoridad debía emanar de las entidades locales y no provenir del centro. Semejante idea era muy apropiada para regiones resentidas contra la autoridad del Gobierno central de Madrid y para un país con fuertes tradiciones comunales.

En la España de los siglos XIX y XX aún había aldeas en las montañas que se gobernaban según antiguos fueros, con costumbres que incluían una redistribución anual de la tierra cultivable y derechos colectivos a la leña del bosque y a los prados comunales. Algunas de las aldeas más aisladas acuñaban su propia moneda para uso local. Muchos de los pueblos de pescadores de Cataluña y Levante practicaban la propiedad colectiva de botes y redes y la venta colectiva de la pesca obtenida. Los huertanos levantinos estaban acostumbrados a la regulación comunal de los recursos de agua.

El anarquismo rural tenía un atractivo basado en raíces casi religiosas, así como históricas. A finales del siglo XIX aún se recordaba vivamente en Andalucía la tradición del cultivo comunal de las tierras monásticas. Muchos de los primeros dirigentes anarquistas se parecían muchísimo a los frailes mendicantes de siglos anteriores. Vagabundos abstemios, orgullosos de poseer pocos efectos personales de valor avezados a una vida dura, movidos por un firme convencimiento que se manifestaba en ellos tanto en su legendaria amabilidad como en sus utópicos ideales. Psicológicamente, el anarquismo rural español fue muy parecido a la cristiandad primitiva, a las comunidades de gnósticos y montañistas y a las sectas utópicas del siglo XVII, tales como los allanadores, cavadores y anabaptistas.

Personas que en gran parte poseían estos antecedentes acudieron a las fábricas de Barcelona a finales del siglo XIX y comienzos del XX y fueron los que formaron la masa de los afiliados a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), fundada en 1911. Una vez que les fueron expuestas las doctrinas del sindicalismo, concibieron la huelga general como una especie de Día del Juicio en el cual los perversos capitalistas serían castigados y se iniciaría la sociedad colectivista. Los sindicatos anarcosindicalistas se caracterizaban por la sencillez de organización y el espíritu de sacrificio. Agrupaban a todos los trabajadores de una industria determinada en un sindicato, sin tener en cuenta la pericia; no cobraban cuotas regulares ni contribución para huelgas, no pagaban salarios a sus funcionarios ni llevaban archivos o registros escritos. Su negativa a hacer distinciones por la pericia en el oficio y su sistema de dirección no retribuida testificaba su creencia en la igualdad humana y en una sociedad sin clases. Pero su indefinida organización y su carencia de fondos la hacían muy propensa a la corrupción. Además, había un ala del movimiento anarquista que, al igual que en Rusia y en Italia en las mismas décadas, creía en la eficacia del terrorismo individual. Tres presidentes del Consejo de ministros español fueron víctimas del terrorismo anarquista: Canovas en 1897, Canalejas en 1912 y Dato en 1921. Aunque estos asesinatos fueron actos individuales, lo cierto es que el movimiento anarcosindicalista en su conjunto toleró tales acciones como una posible contribución a la revolución. De aquí que fuera muy fácil a la policía y a las organizaciones patronales infiltrarse en la CNT. Nadie sabe cuántas bombas anarquistas fueron realmente obra de agentes provocadores, aunque nadie duda de que ellos fueron responsables en gran medida de las tropelías cometidas en Barcelona durante la guerra. Algo muy indicativo de la desesperación de los gobiernos monárquicos posteriores a 1917 es que llegaran a creer que podrían lograr el respeto del pueblo español prestándose a manejos con asesinos pagados.

Los años 1919-1923 presenciaron un gran incremento del terrorismo en Cataluña. Dentro de los sindicatos se desarrolló una lucha crucial por la jefatura entre los partidarios de la violencia sistemática y los del estricto sindicalismo industrial. Estos últimos proponían una extensión de las huelgas pacíficas y disciplinadas con objetivos específicos tales como mejores salarios y la jornada de ocho horas. Sus conceptos de la organización y sus objetivos eran muy similares a los que luego tuvieron los sindicatos de la CIO en Estados Unidos. Pero este grupo fue derrotado por los partidarios de la huelga revolucionaria y el terrorismo. La victoria de los extremistas fue remachada en 1923 cuando la Dictadura suprimió a la vez la Mancomunidad y los sindicatos catalanes. La CNT pasó a la clandestinidad y hacia 1927 quedó bajo el dominio de la nueva sociedad secreta, recientemente fundada, la Federación Anarquista Ibérica, conocida por sus iniciales como la FAI Una de las más trágicas coincidencias en la historia de la revolución española es la dominación de la clase obrera catalana por una minoría extremista durante la década de 1930.

Mapa 1. Geografía política regional

El socialismo español se desarrolló en cierto modo más lentamente que el anarcosindicalismo. Sus zonas de mayor fuerza eran Madrid, las ciudades industriales vascas y las comarcas mineras de Asturias y Huelva. Fundado en 1879 por el tipógrafo gallego Pablo Iglesias, que lo dirigió durante muchos años, el Partido Socialista estuvo dedicado en los primeros tiempos a la organización de su federación sindical, la Unión General de Trabajadores (UGT), y a la educación de los obreros. Característico de la organización socialista eran las Casas del Pueblo, con sus bibliotecas con libros de ediciones populares sobre ciencia, mecánica y salud y sus reimpresiones de grandes novelistas como Tolstoi y Dickens. El trabajador socialista consciente de su clase podía asimismo seguir a través de la biblioteca de la casa el gran debate dentro del partido francés entre Jules Guesde y Jean Jaurès, el primero abogado de la combatividad revolucionaria y el segundo del gradualismo.

El socialismo español creía en la acción política y en el uso de los métodos parlamentarios. Pero también tenía que lograr beneficios inmediatos para los trabajadores, especialmente desde que se halló compitiendo con los sindicatos anarcosindicalistas, mucho más numerosos y revolucionarios. Fue un gran día para el partido cuando en 1910 Pablo Iglesias ocupó su escaño como primer diputado socialista elegido para las Cortes. Los socialistas españoles estaban orgullosos del número creciente de intelectuales universitarios que se afiliaban al partido en el siglo XX. Pero la UGT tenía que demostrar su combatividad y efectividad en la pugna diaria. Los militantes de Bilbao, de las minas de Asturias y de los sindicatos ferroviarios demostraron en numerosas huelgas que eran tan duros, tan conscientes de su clase y tan combativos como los anarcosindicalistas de Barcelona.

El quebrantamiento de las huelgas revolucionarías por el ejército en 1917 seguido por la revolución bolchevique en Rusia, condujo a una renovada discusión sobre los métodos a seguir entre la UGT y el partido. En 1921 el partido votó por una pequeña mayoría no unirse a la III Internacional y la minoría derrotada fundó el Partido Comunista, abocando al Partido Socialista a una tendencia más reformista. Cuando Primo de Rivera, en los primeros años de su dictadura, solicitó la cooperación de Largo Caballero en el Consejo de Estado, su oferta fue aceptada, y cuando en 1926 un cierto número de intelectuales republicanos se unieron en la conspiración llamada de la Noche de San Juan contra el dictador, los socialistas se mantuvieron al margen. No es que apoyaran la dictadura; pero los dirigentes de la UGT opinaban que cuestiones tales como la Monarquía parlamentaria, la dictadura benévola o la República burguesa eran puramente académicas y no tenían gran importancia para la clase trabajadora. Por otra parte, un gran número de jóvenes profesionales se unieron al Partido Socialista en los años veinte y para ellos las cuestiones de libertad política e instituciones sí que eran importantes. Hacia 1930 los intelectuales socialistas constituían un lazo entre las masas de la UGT y los partidos republicanos de la clase media, un lazo que hizo posible la coalición republicano-socialista en las Cortes Constituyentes. Pero las diferencias de perspectivas entre los universitarios socialistas y las masas sindicales impidieron que el partido tuviera una verdadera unidad y fueron de crítica importancia en 1936.

Para exponerlo con más claridad, he tratado hasta ahora de definir los diversos movimientos intelectuales, regionales y políticos en términos de sus diversos contenidos por separado. Sin embargo, aunque para empezar es necesario definir a los diversos movimientos, es esencial comprender de qué modo tan poderoso actuaban unos sobre otros en el cuadro general de España.

Hablando primero de las corrientes intelectuales contrarias, hay que señalar, por ejemplo, que el gran poeta Antonio Machado se sentía a la vez atraído por la tradición católica castellana y la Europa de la democracia política y la filosofía secular, y la tensión entre ambas polaridades impregna sus versos. Los ensayistas de la llamada Generación del 98 oscilan entre la orgullosa nostalgia del estoico y militante pasado castellano y un complejo de inferioridad ante la industria, la educación y el nivel de vida europeos. Filósofos como Unamuno y Ortega, aunque elogiaban la variedad regional de la cultura española, concluían por insistir altivamente en la primacía de Castilla. El historiador católico Menéndez y Pelayo reafirmó su ortodoxia mientras que escribía, a menudo con marcada simpatía y admiración, la historia de los heterodoxos españoles. El joven poeta comunista Miguel Hernández adquirió mucho de su vocabulario y de su profundo tono espiritual en sus antecedentes católicos. Subyacente a la más fructífera investigación sobre el pasado español ésta la polémica sobre el significado de la historia de España; los de puntos de vista conservadores daban énfasis a la importancia de la Iglesia, de la Monarquía castellana, del hidalguismo, de los Reyes Católicos y de la Contrarreforma en la formación de la civilización española: los de puntos de vista liberales ponían énfasis en la variedad de tradiciones comunes, la contribución de árabes y judíos, el catolicismo más humano de los erasmistas contra el de Isabel o el del cardenal Cisneros y el despotismo ilustrado de Carlos III en el siglo XVIII.

Trasladándonos de las corrientes intelectuales a los movimientos de masas, vemos que el nacionalismo catalán y el anarcosindicalismo se influyeron mutuamente, el primero evolucionando marcadamente hacia la izquierda a partir de 1917, el segundo pensando en sí mismo con frecuencia como un fenómeno específicamente catalán más que español. El Partido Socialista, que siempre fue débil en Cataluña, pudo cooperar con Primo de Rivera sin inquietarse demasiado por la supresión de los sindicatos y las libertades civiles en la región. La UGT, aunque predominantemente reformista, pudo adoptar a veces la táctica de la huelga general y las militantes manifestaciones callejeras, y los intelectuales socialistas, aunque marxistas en sus análisis teóricos, se vieron profundamente influidos por los krausistas. Los anarquistas y anarcosindicalistas, si bien apolíticos por principio, decidieron votar en ciertas elecciones no permitiendo así que los socialistas y los comunistas fueran los únicos en hablar en nombre de los trabajadores. En 1917 y nuevamente a partir de 1930, la UGT y la CNT compitieron duramente por la organización del campesinado sin tierras de Andalucía.