Prólogo

La época sin prestigio

Nuestra época tiene mala prensa. Y no sólo en sentido literal, sino también en sentido audiovisual: está mal visto y suena peor referirse positivamente a ella. Lo correcto y lo ilustrado es despotricar contra lo que compone el panorama de la actualidad. Sentirse a gusto en el mundo actual nos igualaría a los necios, mientras que declarar nuestro desprecio nos ayuda, por lo menos, a ser dignos.

No importa de qué se trate, desde el sistema económico a los videojuegos, desde las artes a la democracia de baja calidad, desde el cine de Hollywood a la detestable calidad del pan. Las cosas van mal. Van mal respecto a lo bien que fueron o pudieran ir, y rematadamente mal puesto que no hay indicios de que puedan corregirse.

Vista sumariamente pero también particularizadamente, la crítica culta cree estar detectando una colosal marea de productos basura, copias pirata, mentiras políticas y corrupción a granel. Todo parece degradado y los más veteranos de los ilustrados sienten náuseas ante el atufante alrededor. O sólo tristeza, cuando no cuentan ya, estos provectos detractores, con fuerzas suficientes para vomitar.

A juicio de la generación adulta, la sociedad aparece vencida por la complacencia del consumo y la trivialidad de los medios de comunicación, mientras la juventud ha perdido el sentido del esfuerzo y se ha volcado en la incesante melodía de los iPods. En definitiva, torturados o amargados, los supervivientes de la última generación educada en el culto al libro observan que su vida discurre entre la escombrera de lo que respetaron y sin la esperanza de un Estado que intervenga contra la ruina del porvenir.

La primera parte del siglo XX creyó en la realización de utopías para bien (y para mal) de la condición humana, pero el siglo XXI es descreído, cínico y superficial. El mundo se ha colmado de tantos objetos superfluos, de perfumerías, karaokes y tiendas de ropa, de chats mal escritos, de teléfonos que hacen fotos, de parques temáticos, centros comerciales y oscars al efecto especial, que considerado en conjunto hace pensar en un paso de lo importante a lo distraído, de lo trascendente a un presente sin más horizonte que su propio bazar.

Pero, con todo, aceptando que las manifestaciones culturales han perdido calado, ¿cómo no preguntarse sobre la posibilidad de que la ebullición de los numerosos fenómenos en la comunicación, en los deseos y en el valor, no estén conformando un nuevo sistema?

Porque ¿y si nosotros, «los ilustrados», estuviéramos ofuscados y lo que llamamos inepcia y descomposición fuera, en realidad, un panorama tan listo que no llegamos a ver? ¿Y si la sociedad de consumo no significara el cataclismo del espíritu absoluto sino el nacimiento de otro que todavía no conocemos? ¿Y si el ciudadano, en suma, por quien pugnó la Ilustración se hubiera carcomido y sólo su mortaja, engalanada por la melancolía, impidiera verificar su defunción?

Estas preguntas no fueron capaces de inquietarnos hasta ahora pero, fatigados de nuestra propia salmodia, ¿cómo no asegurarse de que las censuras al videojuego, el asco al marketing, la abominación de las marcas no sean un discurso de clase? Clase social, cultural, élites desesperadas de intelectuales con problemas de adaptación. Porque ¿son más ignorantes, en general, los jóvenes actuales que los de hace un siglo, cuando la mitad no sabía leer? ¿Puede compararse la tosquedad de nuestros juegos infantiles, desde las canicas al escondite, con la complejidad de sus entretenimientos dentro y fuera de la red? Apenas leen pero ¿cuántas otras opciones de ocio no les ocupan su tiempo? No leen, pero ¿piensan peor que nosotros? ¿Contribuyen negligentemente a deteriorar el mundo o nuestro mundo? ¿Se quejan ellos, inconsolablemente, del nivel cultural?

Entonces, ¿a qué sollozar? Los ineptos seríamos nosotros, y ellos, gracias a una óptica más avanzada, quienes alcanzarían a divisar el más allá. Porque ¿no será que si la cultura de hoy nos parece tan flaca es efecto no de que objetivamente se muere sino la consecuencia de que, a nuestra distancia cronológica, su extraño bulto se distingue mal?

En definitiva, ¿cómo será posible seguir valorando de la misma manera las obras de la contemporaneidad si los modos de vivir, de gozar y de saber han sido trastornados por las nuevas tecnologías, los mass media, la mutación del modelo femenino, del modelo del niño, del modelo del animal, del modelo del objeto, de la manera de amar y de comer?

En el festival de teatro de Aviñón 2005, por primera vez en sus cincuenta y tantos años de existencia, más de la mitad de las obras carecían de texto. De modo que se introdujo una sección especial titulada, como un pleonasmo, «théatre de texte» para referirse a lo que era el teatro de toda la vida. Efectivamente, la mayoría de los espectáculos presentados no pronunciaban palabra, sino que consistían en comunicaciones plasticas y sonoras. Como consecuencia, los espectadores de tradición protestaron rabiosamente y los mismos críticos no supieron cómo calificar el fenómeno. ¿Cambio de paradigma? ¿Transformación del género? ¿Sensacionalismo pasajero? ¿Consumismo? ¿Simple afán comercial?

La cuestión es decisiva porque o bien aquellos ancianos de Catuli Carmina tienen la razón y el mundo se descompone circularmente o bien no la tienen y lo apremiante sería corregir nuestras posturas para asistir apropiadamente al cambio de época. Desfallecer de melancolía es propio de los asilos, reales o imaginarios. «Permanecer en la nostalgia envejece la mente», ha dicho Sarita Montiel.

¿Cómo no ensayar, pues, buscando la misma vida, la aventura de la novedad, el conocimiento en un sistema inédito y, quién sabe si, al cabo, más ameno? Toda sociedad ha devastado la cultura precedente, no importa que se llamara cristiana y cruzada, humanista y universal, progresista y revolucionaria. Ahora la cultura del consumo se encuentra a punto de exterminar la cultura ilustrada dentro del ascendente capitalismo de ficción (Vicente Verdú, El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción, Anagrama, Barcelona, 2003). Se perfila, pues, actualmente un poderoso sujeto protagonista: el sujeto consumidor que ha iniciado su propia liberación tan espectacular como eficiente. Para bien o para mal, para su mutación antropológica y para el cumplimiento de una extraña utopía que nadie pudo llegar a enunciar.

¿El proyecto del mundo del consumo? Precisamente lo que este libro pretende mostrar es que la energía del consumo, la energía del placer, ha ido conformando un tipo de hombre/mujer, sujeto/objeto, un sobjeto que sin poseer un destino inscrito actúa en búsqueda de una felicidad especialmente relacionada con los múltiples nexos con los demás, por superficiales y efímeros que sean los contactos. Al superindividualismo de los años noventa sigue ahora un personismo que supera el repetido deseo de los objetos y busca el trato con los demás como sobjetos, sujetos y objetos a la vez, nuevos objetos de lujo.

Contrariamente a los agoreros, nuestro mejor porvenir de seres humanos se decide en este sistema de extroversión que es la cultura del consumo, de la conversación, la conversión y la traducción.

No atender esta revolución por atípica denotaría tanto xenofobia cultural como instinto de muerte. Porque ¿cómo creerse vivo intelectualmente sin sentir curiosidad por los cientos de millones de blogs que han crecido en la red en apenas tres años o por los ochocientos millones de personas enganchadas a los foros románticos, o por el fenómeno de los más de dos mil millones de mensajes diarios que se cruzan los móviles?

Efectivamente, el mundo no es lo que era, y menos todavía el mundo surgido de la relación liberadora entre el sujeto y el objeto. Porque tal como la mujer en la liberación sexual ha logrado su emancipación disponiéndose —y disponiendo al hombre— como sujeto y objeto a la vez, el otro será, cuando lo deseemos, el máximo objeto de nuestra degustación: no ya un elemento utilitario ni instrumental, como lo fuera en el último capitalismo de producción, sino una pieza de disfrute que ha crecido de una humanidad reunida y planetaria, menos racional y política, pero más afectiva, moral y compleja. Más extrovertida o consumista que abroquelada y reprimida.

Hasta hace relativamente poco se concebía lo mejor de lo humano como efecto del ahorro o de la represión: el cielo tras la penitencia, el premio después del denuedo, la creatividad tras la contención seminal. Existe, sin embargo, otra energía, menos ensayada productivamente, que procede del placer y no del dolor. Una energía que llega incluso «más allá del principio del placer» y que ha ido abriendo vías a la imaginación, la invención y la creatividad contemporáneas.

Ciudadanos fueron los tipos vestidos de marrón que liberó individualmente la modernidad, ciudadanos fueron los burgueses calados de negro, pero consumidores son aquellos que ahora los sustituyen al fin de la modernidad: gentes de todos los colores y orígenes que buscan el placer aquí y no en los indeterminados tiempos de una Revolución futura, ni atravesando, auxiliados por el confesor, el abismo de la muerte.

Se trata de nuevos sujetos cuya cultura ha ido alejándose tanto de la axiología burguesa como de la profecía para proletarios. Una nueva cultura correspondiente a la etapa del capitalismo de ficción que ha producido el fenómeno estrella del personismo. O lo que es lo mismo: a los sujetos y objetos permutándose en una masiva demanda de lujo.