El personismo, ¿podría ser además una utopía? Una sociedad tan enfrascada en su presente, tan engolosinada con el placer ¿para qué necesitaría utopías? Más bien la utopía de la cultura de consumo consiste en la consumación de la utopía, el fin de esa murga sobre el más allá y su futuro perfecto. Porque todo lo que de verdad cuenta y posee encanto debe hallarse necesariamente aquí.
El mundo saturado de mundo ha terminado con el lugar secreto, con las llaves de Thomas Moro, de Campanella o Charles Fourier. El planeta ha quedado allanado exhaustivamente y hasta los cantones más duros han sido reblandecidos, metabolizados y difundidos en DVD. No hay foto, además, de indígena estrafalario que no devuelva a Occidente una partícula de su logo clavado sobre el chamizo o un eslogan en la camiseta del chiíta. La utopía realizada consiste en este fin del sueño, el acabamiento del futuro por venir. O, al menos, la desaparición de la ansiedad por que irrumpa el milagro científico o estalle la revolución.
El efecto de la cultura de consumo lo ha paladeado todo, desde lo real a lo virtual, desde la política a la poesía. Junto al viejo imperio de la razón ilustrada se alzaba el contraimperio de la fantasía, y flanqueando el paquete de la democracia popular emergía el Reino de los Cielos. Ahora, sin embargo, física y ficción, reflexión y sensación, sensibilidad y sentido, se han unido en un conocimiento andrógino, remix, sobjetivo. Todo es más complejo en la vida social y personal y, paradójicamente, todo es más susceptible de traducción, traslación, interpenetración.
La máxima bondad de la utopía radicaba en lo inefable. Gracias a ese cuento sin la totalidad de las palabras se movilizaban las masas, se aguantaba la realidad y se respiraba con el corazón ardiendo en el resplandor de lo no articulable. Pero hoy hemos llegado al punto en que todo puede y debe ser dicho. Todo debe ser accesible y comunicable, siendo la transparencia la virtud fundamental. El mundo se homologa a la vez que se transparenta: los grupos marginales salen en la televisión, las sectas llaman a los reporteros, los callejones tienen videovigilancia y tanto los partos como la descomposición de los cadáveres disponen de webcams para contemplarlos en vivo.
Los socialismos utópicos o científicos, el cristianismo, el nazismo se edificaban con la misma materia prima: la fe ciega. Pero en la cultura de consumo no hay realidad o irrealidad sin luminotecnia. La humanidad ha dejado de ser una especie con frunces y sombras, procesos o misterios por descubrir, para mutar en una superficie lisa e incesantemente actualizada como las noticias en la red y los muestrarios en H & M.
Contra todos los desdenes, la cultura de consumo (audiovisual, mediática, masiva, sensacionalista, efectista, sentimental) ha introducido algo más que un modelo de vida, nos ha impulsado a vivir más. A tratar intensamente y cuanto antes con el placer, advertidos de que nunca sabremos cuánto tiempo nos queda. Es decir, cuánto tiempo no queda.
En tanto la sociedad de consumo no existía, cabía el sueño de la utopía sin fin. Con el consumo, si embargo, este sueño se esfuma y despierta un vitalismo integral. Un ego empinado que aprende a tratarse como sujeto y objeto a la vez. Como sujeto de este mundo —sujeto a los límites de su vida— y como objeto supremo que merece la pena amar y mimar.
¿La eternidad, el lifting, la viagra, la eterna juventud? Si el consumo posee un atributo glorioso es aquel que coincide con su optimismo primordial. En la cultura del capitalismo de producción, la dialéctica vida/muerte se correspondía con el acá y el más allá, pero ahora no hay espacios para situar con precisión los nacimientos ni los cementerios: se nace en un hospital donde las confusiones de la identidad se repiten y se muere allí mismo sin importantes distintivos. Siempre en el seno de la biología.
La tremenda dialéctica entre estar y no estar, entre la materia y la nada, ha procurado borrar la cultura de consumo a través de la simulación o la clonación, la nanotecnología inmortal o la electrónica sin cuerpo. La sociedad de consumo es trivial, superficial, falta de culto, y gracias a ello ha progresado eliminando la tragedia y promoviendo una nueva comedia humana. El teatro de la conexión y la comunicación global.
El consumidor maduro no es tan sólo un comprador. Compradores han existido antes. El cambio actual se refiere a que el cliente resulta ser más culto que nunca. No culto para redactar escritos o descifrar pergaminos, no para leer a James Joyce o a Claude Simón. Es más avispado e instruido para vivir en la sociedad que le toca, la que le ha presenciado crecer y en la que crece en complicada relación con sus prójimos más lejanos, puesto que ahora la conexión es la base de su supervivencia.
El mundo se trenza mediante esta formación personista horizontal y apaisada. No habiendo descabezado al jerarca sino fermentándolo, no destruyendo el palacio del poder sino sustituyendo sus piedras. El firme individuo que nació bajo el capitalismo de producción circula hoy como un ser que se multiplica en los juegos del capitalismo de ficción y entre los relentes de los contactos humanos.
Pero el personismo no es un humanismo. El humanismo, fundado sobre la idea de dominar la naturaleza mediante el avance del conocimiento científico, se ha ido a pique. No hay meta final sino incidentes, no hay una moda en el vestir, en la pintura o en la gastronomía; sólo ocurrencias. El modelo del accidente impera sobre la armonía, la negligencia sustituye al proceso, el caos organiza el espectáculo y la ciencia es parte del elenco. El consumismo es oportunismo, la prenda excelente hallada por azar en las rebajas.
El personismo no es un humanismo pero nace, sin embargo, de una melancolía sobre la ilusión humanista, de la misma manera que el ecologismo surge de la melancolía sobre la Naturaleza. Ciertamente, las manifestaciones personistas contra la guerra de Irak no crearon un movimiento político, pero dieron a luz a una masa que, en vez de hallarse quieta, se incorporaba. Aquella mayoría fría y silenciosa de los años ochenta gira hacia la bulla emocionada del siglo XXI, y la implosión que se atribuía a lo social se reconvierte en una explosión de gentes.
Hasta finales de los noventa, cuando imperaba el modelo de la televisión, los ciudadanos se sentaban para ver los programas.
Ahora, sin embargo, los nuevos medios de comunicación, desde el móvil a internet, son instrumentos activos e interactivos que incitan no sólo a ver sino a promover. El personismo es el correlato de esta cultura que acciona, elige, reclama, se conecta. Hartos de ser tratados como objetos y hastiados de acumular objetos, los consumidores aceptan la nueva creación del capitalismo de ficción: el sobjeto. Un producto cultural que resulta posible gracias al paso de la sociedad de la información, eminentemente técnica, a la sociedad de la conversación, sustancialmente afectiva y femenina. ¿Una utopía de ficción? Mejor todavía: una golosina planetaria y personista dispuesta para ser gozada y consumida. El optimismo empieza aquí: una vez agotados los discursos más tristes, las ideologías profundas, la larga cultura de la lamentación y el prestigio del martirio.