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El tacto de la trama

En 1983, Muhammad Yunnus fundó en Bangladesh el banco Grameen, dedicado a los microcréditos. Los prestatarios eran indigentes y no podían ofrecer otra garantía que su palabra. Yunnus, entonces profesor en la universidad de Chittagong, creyó en ella. Primero prestó veintisiete dólares de su bolsillo y, en veinte años, el banco ha llegado a prestar quinientos millones de dólares anuales. Actualmente los microcréditos se han difundido por un centenar de países, y en España hasta La Caixa participa en esta clase de operaciones. Ciertamente, la primera intención de Yunnus fue hacer el bien, pero no habría salido bien, si los réditos no hubieran compensando a los emprendedores. La base del éxito, con todo, no ha sido el cálculo mercantil sino la confianza en las personas y, concretamente, en las mujeres, que han llegado a ser hasta el cien por cien de los beneficarios. ¿Razón? La razón es que el dinero en manos de las mujeres cunde más, resulta más eficiente, produce más riquezas.

Hoy Muhammad Yunnus, que ha obtenido distinciones hotwris causa en los cinco continentes y fue galardonado con cincuenta premios internacionales, tiene cuatro millones de prestatarios en su banco Grameen y presta el dinero a pobres absolutas, miserables y analfabetas. En caso de que haya dificultades para la devolución, además, la sociedad, el vecindario, los amigos o familiares responden mancomunadamente en una suerte de capitalismo en sentido inverso.

Precisamente, en los comienzos, Yunnus fue acusado de difundir sigilosamente el capitalismo en las poblaciones del tercer mundo, y hoy su obra está considerada como las más eficaz contra la pobreza de los últimos veinte años. ¿Es el capitalismo la solución inesperada a la pobreza? Probablemente. Un capitalismo benefactor en la etapa desarrollada del capitalismo de ficción cuando la cultura de consumo forme parte inseparable de cualquier cultura. El programa Milenio, que espera reducir el número de pobres mundiales a la mitad en 2015, introduce como instrumento importante el recurso a los microcréditos y, según su inventor, pronto será posible hablar de una superada Historia de la Pobreza con museos especializados en mostrar su pasado.

La confianza entre las personas despide nobleza y rentabilidad. La confianza es, literalmente, capital. Desempeña un papel indispensable en la mayoría de los negocios cara a cara y es factor decisivo para el desarrollo del comercio en la red, en todas las webs donde se difunden consejos para el consumidor (Epinions) o se desarrollan conversaciones sobre las bondades de una película, un restaurante o una compañía aérea (Slashdot). El valor del mercado en la red crece gracias a la fiabilidad que le proporcionan sus mismos usuarios y, simultáneamente, el posible prestigio de una empresa, de un subastador, de un vendedor de coches se apoya en las opiniones que expresan los clientes.

Los consumidores otorgan los certificados de garantía al productor y sostienen o no la entidad de una marca. Ellos son, al fin, quienes confieren valor mediante sus juicios, a través de sus elecciones efectivas y de acuerdo con una constante conversación personal. Los valores de las personas han doblado así a las ansiedades que se inculcaban a la clientela. O también: entre los pliegues del comprador se transparenta cada vez más el concreto reconocimiento de la persona libre.

Hegel distinguía tres clases de reconocimiento personal: el reconocimiento jurídico, que comprende las condiciones requeridas para ser respetado en derechos y dignidad en una comunidad social; el reconocimiento social, o la estima manifestada mediante gratificaciones sociales que cimentan su pertenencia a un grupo, además de su utilidad respecto a la comunidad; y, finalmente, el reconocimiento amoroso, con cuya energía se funda la autoestima y la oportunidad de afianzarse en la mirada del otro. De estos tres reconocimientos, el primero se da por descontado a estas alturas de la historia democrática; el segundo se encuentra en una crisis de desencanto, tras el hundimiento de las instituciones y la quiebra de lo social; el tercero se consolida, no obstante, como el pilar para subsistir en equilibrio e incrementar la cohesión social.

Estas tres formas de reconocimiento se corresponden con los registros indispensables en la emergencia del individuo moderno: sujeto de derechos, sujeto sociohistórico y sujeto de deseo. Un sujeto de deseo que debe superar la dialéctica entre su amor propio y la extraversión, y que ya, actualmente, no tiende a resolverse en términos de hiperindividualidad sino recobrando lo que llama Maffesoli un mecanismo de «participación mágica» que actúa mediante el tribalismo, el ecologismo o las religaciones dentro de la retícula urbana o en internet.

En la ciudad moderna es imposible vivir sin ligazones, más o menos expresas, fuertes o ligeras, efímeras y múltiples. A medida que una ciudad se convierte en metrópoli y más sujetos diferentes se encuentran en ella, mayor creatividad desarrolla cada cual para llamar a los otros. La cultura de consumo en su fase personista es altamente creadora de objetos, de personas y de modos de vida. Cuanto más disminuyeron los lazos sociales al final del siglo XX más aumentó el número de individuos que querían hacerse notar, hacerse ver, ser reconocidos por los otros. En las calles de la gran metrópoli, en cuanto metáfora de la mixtura del mundo, nadie desea pasar inadvertido y una gran mayoría busca atraer la atención sea con su atuendo, su peinado, sus pericias o todas las cosas a la vez. Cuesta trabajo averiguar en esas grandes ciudades a qué marca pertenece esa ropa, porque no es ya la moda que decide sino una contramoda basada en el modo personal de ser. Madrid es más variada que Lisboa, pero París se encuentra muy distante de Madrid porque allí, como en Nueva York o en Londres, la gente vive apoyándose en un yo ávido de atraer a los otros. Deseosos de lograr su atención y su emoción, puesto que no obtenemos identidad sin la otra mirada, no cristalizamos como seres reales sino a través de fundirnos como objetos en la contemplación de los demás. Y viceversa.

Al margen de las tribus urbanas, en el territorio abierto de la ciudad, las diferencias entre el aspecto de los individuos, sus colores, sus pintas estrafalarias, la feria general de disfraces, son síntoma del deseo de comunicación. Cada uno anhela ser una persona diferenciada, no para apartarse de los otros sino, precisamente, para interesarlos, no para expresarse en solitario sino para convertirse en reclamo, como en los ropajes del cortejo hacia el apareamiento. La compañía se solicita descaradamente, vistosamente, con el propósito final de estar vivo, ser visto o investido.

El consumo conlleva relación con los demás, comunicación activa, sin que importe mucho, en todo caso, la profundidad. El ahorro, en sentido general y metafórico, se correlacionaba con la oscuridad del amagador, pero el consumo se alia con el escaparate, la publicidad y la luz.

Consumir ha llegado a ser hoy no solamente la manera de responder a una neurosis sino un lenguaje para darse a conocer, autoconocerse, conectarse, mantener conversaciones, comparaciones, aglomeraciones, identidad. En un mundo donde los medios de comunicación son omnipresentes, desbordantes y propicios, el anonimato se lleva mal y los vecinos buscan ser reconocidos por otros para verse existir.

¿Como objetos? ¿Como sujetos? En los reality shows los participantes son sujetos y objetos a la vez. Sujetos de avatares y objetos de degustación popular. Pero ellos mismos, conscientes de su papel en el plato, se sienten también consumidores de sus personajes, degustadores de su imagen, sobre la que actúan como fautores del yo y de acuerdo con los supuestos que orientan el programa ante la audiencia.

Hasta hace poco era inconcebible que la intimidad pudiera exhibirse hasta el grado y los modos en que se hace hoy, porque la intimidad se asimilaba a la conciencia y nadie podía estar seguro de poderla mostrar sin rubor. El rubor venía correlacionado con el temor y la intimidad con la idea de un recinto delicado cuya apertura sólo nos acarrearía daño. Dolor parecido al de una herida, puesto que la intimidad consistía en el reducto aún palpitante de un episodio sin cicatrizar.

La cultura de consumo, sin embargo, no atiende a estos remilgos subjetivos porque en la dialéctica de los sobjetos ha ido abriéndose un camino franco (sin máscaras, sin secretos) y simultáneamente liberador. Somos todo lo que somos y no perecemos saliendo a la luz, puesto que la totalidad de la escena se encuentra extrovertida y la interioridad ha sido suficientemente velada, reelaborada y comercializada como para incorporarse a la exterioridad.

Todos somos sujetos y objetos a la vez, todos en una escena común donde el secreto de cada cual se revela materia popular en la que nos sentimos inesperadamente semejantes. El mundo ajeno se convierte así en algo sorprendentemente próximo, y los extraños se ensamblan mientras van desencajándose de sus impertinentes misterios.

La intimidad parecía constituir la esencia de la identidad, pero ahora comprendemos, gracias a la obscenidad de los media, que apenas se trataba de un truco separador que se deshace al compás que se descubre. O que se revela para quedar en participación comunitaria, a la manera de un microfilm cuya vocación, hasta ahora reprimida, no fue otra que proyectarse ante millones de ojos.

El consumo es extraversión, y el mundo ha estallado gracias a él en una metralla de microconversaciones tan productivas como los microcréditos y que, a la manera de éstos, han potenciado, preferentemente, las mujeres. Chatear es multiplicar las sinapsis en la superficie del mundo, y de ahí nace la composición de un yo comunicado/comunitario: un yo eminentemente mezclado. «Al ritmo actual —dice Jacques Attali en La voie humaine (Fayard, París, 2004)— el número de individuos que viven en un país diferente al de su nacimiento se triplicará en treinta años. Ya, en ciertos países de África cerca de la mitad de la población ha nacido en otra parte, y éste es el caso también de la quinta parte de los habitantes de Australia, de la doceava parte de los ciudadanos de Estados Unidos, de la veinteava parte de los censados en la Unión Europea cuando estaba compuesta por quince estados. En el futuro las procedencias nacionales cada vez contarán menos y se revelarán crecientemente inestables o efímeras.»

«Todo el mal del mundo procede de la pertenencia», dice Michel Serres. Pertenencia a una tribu, una etnia, una nación, una religión, un linaje, un valle de nacimiento considerado el colmo de la vinculación indisoluble. Una intimidad impenetrable para impedir la copulación. Pero ¿qué piedra, en realidad, nos cierra? ¿De qué gruta somos? De ninguna parte cerrada, de las transfronteras, de la mixtura y del condimento.

Nuestra identidad gana jugosidad deshaciéndose de la pertenencia y cocinándose en un gran mole poblano. De nuevo, la mujer llega a ser la metáfora crucial de esta mezcla, porque así como los cuerpos, en general, presentan rechazo a las células extrañas, el cuerpo de la mujer se alia precisamente con las secreciones del otro para auspiciar la fecundación. Nuestra mixtura se gesta, literalmente, científicamente, biológicamente, en el cuerpo de la mujer.

Pero también aquello que sucede en la fertilización biológica ocurre en la fertilidad de los diferentes valores. Voltaire decía, inaugurando la modernidad: «No hay más que una moral como no hay más que una geometría». Pero ¿quién no escucharía hoy esta sentencia como un desvarío? Frecuentemente se habla hoy de un «humanismo táctico» carente de principios iguales o absolutos y con principios nacidos de un proceso de negociación y traducción. El «humanismo táctico» no cree en la equivalencia de todos los valores sino, más bien, en la producción de valores como efecto del contraste y el debate. El «humanismo táctico» —dice Vattimo— supone que reconocemos no poseer las certidumbres morales de las naciones o de las religiones, y que hemos ingresado en un período donde el derecho individual deberá corregirse con el propósito de no volver a corromperse. Ahora la realidad, doblada por la imagen vibrante de los media, se ha transformado en una placenta plurifecundada de la que nace un mundo misceláneo.

Los tiempos cambian y la clase de ilustración también. Precisamente la solidaridad actual procede de la idea compleja de las diferencias con posibilidad de cruces e intercambiables. No vivimos en un Nuevo Mundo dorado al estilo de las utopías ilustradas sino a partir de un nido trenzado donde las diferencias culturales copulan.

Ver cómo los demás padecen masivamente por la misma catástrofe repetida ha logrado el efecto de hacernos sentir que algo esencial tenemos que ver con ellos. Ellos son iguales a nosotros en lo esencial, ya que una moral igualitarista se ha extendido por todo el mundo gracias a los media y al acercamiento inédito de las poblaciones.

Cooperar, conectarse es cool mientras el hiperindividualismo se ha vuelto demasiado odioso. La reunión de cientos de miles de personas acercando sus vidas a lo largo del mundo contraviene la idea de que a cada uno sólo le interesaba su porvenir. Contra ese apogeo del yo exclusivo, propio del final del siglo XX, la gente se complace en la multiplicación de los lugares de encuentro, electrónicos o no, en el boyante negocio de las cadenas de restaurantes, congresos, clubes auditorios y Starbucks. La cultura del cocooning ha llegado, en suma, a su fin. Mucha gente prefiere antes inscribirse en bailes de salón que quedarse en casa. La tendencia, presente en los países anglosajones en los años ochenta y noventa, de encerrarse con todos los aparatos para el ocio y el disfrute hogareño ha girado hacia el gusto por entablar relaciones, y Martha Stewart, máxima representante de la casa encastillada, ha sido condenada por estafadora.

La palabra que sustituye en occidente al cocooning es conecting. La felicidad no correlaciona con la edad, la inteligencia, la cultura o la etnia, sino con la sustanciosa materia que crece en la relación con los semejantes. Es más quien más conexiones tiene. Siempre fue, de hecho, así. Lo nuevo es que este bien circule como un deseo ascendente en la cultura y en coherencia con el paradigma del conocimiento.

La comunidad científica pensaba hasta hace aproximadamente un siglo que el mundo había dejado de ser misterioso y que todo podía explicarse mediante la razón y los datos objetivos. Sin embargo, la física cuántica destruyó esta convicción; y al determinismo, la objetividad, la racionalidad o el orden, sucedió la imprevisibilidad y las sorpresas de la interacción. El sujeto que conoce el objeto altera con su presencia el objeto de conocimiento, de manera que sujeto y objeto interactúan para hacerse recíprocamente en la misma relación. De igual manera, el universo, según esta ciencia, no evoluciona, como se pensaba, a lo largo del tiempo y del espacio, sino que son el tiempo y el espacio los que se interpenetran para ir formándolo. El universo es lo que sea gracias a la interacción, y los sujetos/objetos también.

El todo es más o menos la suma de las partes pero nunca la exacta adición de las unidades. Esto que supo hace tiempo el mundo de la ciencia es hoy el aire de nuestro tiempo. Ni el tratamiento médico de un enfermo ni los pronósticos de una climatología local, ni el desarrollo de la vida de un gusano tienen que ver con uno o varios datos aislados sino con una vasta interacción de elementos desiguales e imprevistos.

La fuerza de trabajo del obrero era mercancía bajo el capitalismo de producción, y el obrero un sujeto-fijo (valga el pleonasmo). Ahora, en el capitalismo de ficción, el sujeto es un sujeto móvil y llega a coaligarse con la alienación para salir de ella. El sobjeto, en fin, es un ser complejo, hijo de la sociedad compleja de su tiempo, y, en consecuencia, no posee una definición firme sino varias flexibles, no cuenta con una medida de todas las cosas sino con un cruce de reglas para cada caso. No desea vivir en exclusividad, en pertenencia autóctona sino que encuentra la razón de vivir en expandirse, interferirse, inmiscuirse, ser amado y penetrado en la orgía de la conexión.