14

Las revoluciones de la emoción

No hace falta adquirir una conciencia social revolucionaria para alistarse. No hace falta un adoctrinamiento ideológico para oponerse. No es preciso estudiar, investigar, formarse en el manejo de las armas, basta tan sólo con ver y oír.

En la oferta regular de los medios de comunicación de masas se incluye la filmación de la miseria si es espectacular, la grabación de la muerte o la injusticia si son consternadoras, la exposición de epidemias sin medicamentos o de hambrunas sin víveres si las escenas son escalofriantes. Algunas veces, incluso, se monta deliberadamente el cuadro patético para garantizar el impacto emocional y la agitación de las conciencias. Los medios de comunicación de masas cumplen hoy, a través de sus cálculos mercantiles, una función anticapitalista, antineoliberalista o antiimperialista más eficaz que todas las vanguardias del viejo leninismo.

Casi cada día, cientos de millones de personas observan la situación insoportable de otros millones de seres humanos convertidos en basuras, degradados a la categoría de ganado envenenado o famélico, hacinados en campos de refugiados, mutilados y abandonados a la putrefacción.

Estas escenas son sensacionales (sensacionalistas) y como tal circulan homologadas por los canales de la industria de la comunicación y el entretenimiento. Se trata de denuncias sin ideología, de revelaciones sin conclusión política, de abusos sin llamada a la revuelta. Quedan expuestas con el doble efecto de hacer sentir y pasar como estampas del mundo para uso libre del consumidor dramatizado. ¿Apadrinar a una niña huérfana? ¿Alistarse en el voluntariado de ACNUR? ¿Enviar fondos a la cuenta que recoge fondos para las víctimas del terremoto? ¿Unirse a los misioneros?

A diferencia de lo que se veía sobre las pantallas del primer mundo hace cincuenta años, donde casi tan sólo se proyectaban películas de ricos, comedias románticas, westerns y filmes de suspense o de romanos, el desarrollo de los medios de comunicación ofrece ahora todo aquello que pueda conmover al espectador en el amplio catálogo del entretenimiento. Sin las escenas de catástrofes creemos que nos sentiríamos mejor, pero probablemente los suministradores conocen más los últimos efectos de sus programas. Gracias al espectáculo del sufrimiento humano, el espectador recibe una dosis de dolor que actúa como lenitivo para la mala conciencia; o que le afecta sin dañar apenas su bienestar y le concede un relente de humanitarismo solidario que embellece su autoestima. Es de este modo como el consumo de la tragedia del tercer mundo se ha convertido en un fenómeno de colosal demanda y rentabilidad comercial. Y en un tema de conversación que va desde las cenas de matrimonios a los balnearios elegantes, desde el G-8 hasta las playas de Benidorm.

Las penalidades de las masas de emigrantes, de las masas de refugiados, de las masas de infectados por el sida, se han convertido en formidable consumo de masas. ¿Quién puede decir que cualquier otra convocatoria deliberada y revolucionaria habría congregado a una multitud mayor? ¿Quién podría haber soñado desde la subversión un contagio tan unánime de la protesta? En general, el público va siendo tan insistentemente adoctrinado respecto a la injusticia capitalista, la explotación de las multinacionales, el comercio sexual de niños y niñas, el abuso de los trabajadores en China, que no puede tener peor impresión de la organización imperante. Con ello, la conciencia de que es urgente transformar el mundo ha llegado a alcanzar el nivel de conciencia global. Nadie sabe cómo podrían resolverse tantos problemas y pronto, sean internacionales o domésticos, del orden de la economía financiera, del cultivo agrícola, de la sanidad o de la educación, pero cualquiera, inadvertidamente, se siente implicado en el asunto. La película de la que podemos conversar todos no se encuentra en un cine de estreno y menos de arte y ensayo, sino en los servicios informativos de la televisión, un día tras otro, sobre un destrozo humano o sobre el anterior.

Como consecuencia, atiborrados de malestar, hartos de este mundo despiadado, todos somos altermundistas. Todos somos reformistas, pseudorrevolucionarios, minirrevolucionarios, contestatarios, humanitarios en un panorama en que los medios han sembrado de catástrofes el pensamiento del consumidor común y han aguzado la necesidad de protesta contra las autoridades nacionales o internacionales, contra el Banco Mundial o no importa qué otra maldita organización responsable de la iniquidad. Nunca como ahora ha habido menos revolucionarios activos y más revolucionarios parados, pero de repente, con motivo de la noticia bomba, la guerra de Irak, la masacre terrorista, la muerte de cientos de miles de inocentes, estalla la solidaridad masiva y espectacular. Un espectáculo lleva pues al otro, un suceso desmedido invita a desaforarse y ya siempre a la necesidad de hacer algo para poder seguir viviendo bien.

Los dos grandes acontecimientos fundadores del primer humanitarismo contemporáneo fueron el genocidio de Biafra (1961-1970) y la hambruna en Camboya (1979-1980). Gracias a ellas brotó la primera conciencia masiva y dolorosa de la diferencia entre nuestra realidad y la otra realidad; de la diferencia entre nuestro mundo, más o menos asimilable y consumista, y otro indigesto, difícil de admitir, incompatible con nuestro bienestar. Porque ¿cómo sentirse bien si tantos se sienten mal?

La única sublimación de esta aporía es la vivencia de un grado sostenible de conmiseración y un pequeño dolor crónico que nos permita sentirnos humanos y a salvo en medio de la Calamidad y la Culpa. De hecho, el humanitarismo hoy es mucho más que una tendencia pasajera. El humanitarismo es una reacción orgánica contra la insalubridad del malestar, una suerte de asunción responsable, bio o etno, de la injusticia que se solventa, en nuestra escala, con un ingreso en la Caja, la compra de café en un establecimiento de comercio justo, la adquisición de valores con la etiqueta de fondos éticos. El sistema vende ahora bienes espirituales embuchados en los materiales, expende analgésicos contra las penas sociales como psicofármacos contra los pesares del corazón. El desequilibrio entre pobres y ricos no desaparece por ello, pero los consumidores cumplen con una demanda que acabará escuchándose en todos los rincones de la sociedad. ¿Desaparecerá la pobreza alguna vez y con ello cambiará la programación? ¿Desearíamos francamente que desaparezca por completo el mal televisado y, en consecuencia, se haga más difícil y solitario practicar el bien? Claro que no. Una de las consolaciones importantes de nuestra época es la representación colectiva de la desesperación a distancia, controlada con el mando electrónico y servida a voluntad.

«Make Poverty History» fue el eslogan de Geldof en su Live-Aid 8, y durante cuatro segundos los millones de asistentes a los ocho conciertos se dieron las manos. Tan sencillo como esto. Un niño muere de hambre en el mundo cada tres segundos. ¿Puede imaginarse una escenografía más gore? El consumidor, a través de los medios de comunicación de masas, resuelve participar en masa en el consumo humanitario que ofrece la televisión. Tras haberse alejado supuestamente de los demás a través de consumos distintivos, el consumidor regresa euforizado al consumo de objetos globales y comunes. Objetos de bien.

La televisión, en cuanto a emisora de la miseria, es anticapitalista. Pero anticapitalista al servicio del capitalismo de ficción, tan rentable como benefactor. El nuevo capitalismo caritativo y de consumo moral. Sin la televisión del siniestro y de la hambruna, la sociedad desarrollada perdería calidad de vida, puesto que, en efecto, para millones de personas el programa cumple la función de dar remedio a su malestar superior y conceder destino digno al entretenimiento culpable.

La televisión de lo peor se constituye así en proveedora de lo mejor, humanamente hablando. La calamidad televisada nos excita y, a la vez, nos calma, nos quita confort superficialmente y nos resarce con un confort más hondo. La televisión nos provoca malestar y nos reintegra a la vez el bienestar, nos hace sentir contestarlos a granel contra el estado del mundo, en contra de la normalidad y a favor de las rupturas. ¿Quién no ama, en suma, un mundo mejor?

El desarrollo del caritarismo y las presiones sobre Davos aparecen así como un inesperado o paradójico correlato del consumo masivo de los medios de comunicación. Porque esta sociedad consumidora es necesariamente, constitutivamente, protestataria, moral, afectiva, romántica. De hecho, la mala conciencia formada ante el televisor inaugura un ímpetu sentimental que no se conocía desde los lejanos tiempos románticos.

Uno de los grandes axiomas de la Ilustración del siglo XVIII residía en que era posible descubrir respuestas válidas y objetivas a toda gran pregunta que agitara a la humanidad: cómo vivir, cómo ser, qué es el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, lo bello y lo feo, el hombre y la mujer. El romanticismo de entonces se alzó briosamente contra todo esto. No hay norma ni moral absolutas, no hay regla de vida única, ni libre aceptación del pensamiento único, decían los políticos románticos. En Francia clamaban: «Le romantisme c’est la révolution». ¿Pero la révolution contra qué? Bueno, aparentemente una revolución contra el mundo existente, una revuelta altermundista. Porque contra el reino de la Razón el romanticismo potenciaba el resurgir del instinto y de la emoción, del desorden pasional y el NO.

Saint-Simon escribía en el periódico Le Producteur: «Jóvenes, soñáis no sé qué de justo y de hermoso que no veis por ninguna parte», pero así cundió el socialismo comunista y todo lo demás. El movimiento altermundista rechaza ser calificado de derechas o de izquierdas porque aspira a un objetivo mucho más simple: la defensa de la humanidad. Igualmente, su acción no registra un deseo de poder determinado, sino la abolición del poder. ¿Ideario? No más ideario, por ahora, que la impulsión moral, la acción más o menos personal y emocional.

El mundo resolverá pronto la miseria de sus dos terceras partes excluidas puesto que la miseria no es ya la madre de la revolución anticapitalista sino el signo de una marginación insoportable en el perímetro del ayuntamiento global. Ésta será así, según se documenta, la primera generación que acabe con la pobreza del mundo y gracias a una movilización que, sin proponérselo, han impulsado los espectáculos mediáticos.

Ningún consumidor desea que los demás no lo sean, sino que, por el contrario, la fiesta del consumo es incompleta sin verse atiborrada de sujetos y de objetos. El consumismo es un extraño colectivismo. Consumiendo a solas nos culpabilizamos, consumiendo mientras los demás no pueden hacerlo nos criminalizamos.

La gran desigualdad entre una parte de los habitantes del planeta y los cinco mil millones restantes se acometerá eficazmente no gracias a la ayuda oficial sino mediante acciones de microcréditos o préstamos, microacciones que propicien el brote de pequeños consumidores emancipándose por el malditismo del gasto y no por la beatitud de la mendicación. Microacciones incluso de grandes compañías que ahora ven la necesidad de unir su imagen a toda suerte de gestos humanitarios.

Una consultora cada vez más famosa llamada SustainAbility otorga ahora, con la colaboración del Programa sobre Medio Ambiente de Naciones Unidas, etiquetas de buena conducta a los clientes (Shell, BP, Ford o British Telecom) que son respetuosos con el entorno, no sobreexplotan a los empleados o no manipulan la contabilidad. Con estas etiquetas u oscars éticos, las estrellas empresariales se convierten en ejemplos para todos, pilares de un mundo mejor que colaboran a construir.

Hacer buenos negocios en la tradición puritana anglosajona ha ido frecuentemente unido a hacer algo bueno para todos los demás, y lo que acaso no hacía un jefe de Estado lo hacía un empresario de buen corazón. De esa actitud filantrópica nació en Estados Unidos la práctica que lleva hoy el nombre de «cause marketing» («marketing con causa») constituida en una estrategia insoslayable en el quehacer de muchas compañías.

Una mala imagen pública en el aspecto moral es hoy tan peligrosa para la empresa que, con toda razón, existen auditorías éticas para respaldar o corregir públicamente el cumplimiento de la entidad aplicando la norma SA 8000 (social accountability), que preceptúa la libertad sindical, un salario mínimo, mínimas condiciones de higiene y de seguridad, etc.

En su actividad, las empresas buscan su beneficio, pero no es raro que para ello necesiten cuidar su imagen moral. American Express, que había cometido repetidos abusos hace quince años, quiso contrarrestar la animadversión que provocaban sus altas comisiones en restaurantes y comercios con una campaña antihambrientos llamada «Charge against hunger», donando tres centavos a los desamparados por cada transacción. Procter & Gamble buscó lavarse la cara con sus propios detergentes Dash entregando algunos centavos a Etiopía por cada paquete que vendía, y así han actuado también las tabacaleras, las compañías de aguas o los fabricantes de ordenadores.

El «marketing con causa», este marketing del corazón, trata de embellecer la marca con una luz afectiva, y en este sentido, Avon ha logrado que el lazo rosa de su campaña contra el cáncer de mama se convirtiera en una señal de solidaridad absoluta con estas mujeres enfermas. Estados Unidos no era, como nación, el protagonista de esa obra femenina y cariñosa, pero ¿qué duda cabe de que la sensibilidad de Avon ha beneficiado la imagen del pueblo norteamericano, donde fue posible esa enorme colecta? De hecho, instituciones públicas norteamericanas de carácter benéfico como la Breast Cáncer Organitation (NABCO) o el National Cáncer Institute (NCI) han trabajado posteriormente con la marca Avon. ¿Puede imaginarse una integración más provechosa para la salud de la firma y, de paso, para la salud general?

Por su parte, Body Shop, atenta también a los problemas femeninos, se ha asociado a campañas contra la violencia de género (su anuncio se exhibió en Francia con la película Te doy mis ojos), y, desde su fundación, Anita Roddick comprometió su firma en una apasionada campaña contra los experimentos con animales y en defensa de la naturaleza.

Sus productos «naturales» han sido el mejor emblema de la compañía y, de hecho, los compradores de los productos Body Shop se han sentido como votantes, mediante la compra, de la defensa del entorno puesto que sus champús o sus cremas no contaminan, no intoxican, no disfrazan su composición.

Sin duda que en este movimiento ético ha intervenido un alto componente comercial, pero también la existencia de una atmósfera caritativa fundada en la tradición empresarial de los anglosajones. De los años sesenta es el eslogan «Trade, no aid!» («¡Comercio, no ayuda!»), pero ahora esta modalidad, acantonada entre progresistas, se ha extendido universalmente.

Concretamente el comercio que se llamó después équitable, comercio justo, empezó en Europa con una asociación de dos jóvenes holandeses, uno con residencia en México y el otro en Europa. De esa unión nació, en 1988, una marca hoy mítica, Max Havelaar, convertida en una referencia de solidaridad humana y seriedad comercial. La marca ha venido a ser como una consigna. Una clave mediante la cual se comunicaban todos aquellos ciudadanos que, por su consumo, formaban una comunidad de apoyo al tercer mundo. Y así, actualmente, con centenares de otros logos. Desde finales de octubre de 2005 los consumidores españoles —además de holandeses, franceses, británicos, alemanes o canadienses— pueden comprar alimentos con el distintivo de «etiqueta justa» que patrocinan una decena de ONG y la entidad internacional FLO (Fairtrade Labelling Organizations).

Pero este fenómeno no es del todo reciente. La última moda en la prosperidad norteamericana de los años noventa fueron menos las joint-ventures que las venture philanthropy, y hasta el 83 por ciento de los hogares del Valle de San José donaron fondos para fines caritativos. A los treinta y cinco años, Steve Kirsch de Microsoft destinó cincuenta millones de dólares para que se investigara sobre los asteroides, preocupado por sus posibles impactos sobre las cabezas humanas, y en enero de 2000, Bill Gates anunció en el Foro Económico Mundial de Davos que entregaría 750 millones de dólares (125.000 millones de pesetas) en cinco años para financiar la Alianza Global para las Vacunas y la Inmunización.

La marca británica Daddies Ketchup, que empezó vendiendo poco, eligió la prevención de los malos tratos infantiles para agradar, y Río Tinto, Shell y BP decidieron mitigar sus destrozos ecológicos procurando ayuda sanitaria a los vecinos de sus explotaciones. En el nuevo capitalismo no es lo más importante cumplir ante las autoridades sino ante los clientes, y la positiva opinión que obtienen de ellos actúa como un eficiente marchamo de bondad.

Incluso Harley-Davidson, que ha vivido de una imagen asociada a las bandas transgresoras de los Angeles del Infierno (Hell’s Angels), ha buscado nuevos atributos humanos comprometiéndose en campañas de caridad contra las enfermedades paralizantes y la distrofia muscular. Igualmente, en 1988, Reebok, que acababa de aparecer, se alistó en una fuerte apuesta por los derechos humanos y gastó más de diez millones de dólares, el 90 por ciento de su gasto en marketing, promoviendo un tour con Bruce Springsteen, Sting, Peter Gabriel o Tracy Chapman por dieciséis países para recaudar fondos destinados a Amnistía Internacional. «Human Rights Now!» fue la voz que clamaba en las pancartas de Reebok en lugares como Buenos Aires, Moscú, Sao Paulo o Zimbabwe, donde la sensibilidad hacia la falta de derechos humanos era grande.

Existe hoy, dentro del capitalismo de ficción, lo que se conoce sin ambajes como «dinero ético», mediante el cual cualquier ciudadano ahorrador puede exigir desde hace unos años que su capital no se invierta en negocios asociados al armamento, a la fabricación de bebidas alcohólicas, al juego, al tabaco o al maltrato de animales. Esos fondos, que sortean actividades políticamente incorrectas, destinan parte de sus beneficios a paliar el hambre y la enfermedad en el tercer mundo, con lo cual el negocio cumple una estrategia de «cause marketing» redonda y sin cesar.

En pocos años, los fondos éticos representarán el 10 por ciento del mercado bursátil y su influencia económica será incluso superior, debido a sus mayores rentabilidades. En Francia existen los fondos Hymnos, creados en 1989 por el Crédit Lyonnais, cuya propaganda dice: «Hymnos es un fondo común de colocación diversificada que invierte mayoritariamente en sociedades cuyos activos se corresponden con una ética cristiana y humanista». En la cartera de Hymnos aparecen empresas como BNP Paribas, L’Oréal, LVHM, Vivendi o Axa.

Finalmente, los minicréditos para pobres son una modalidad que han comenzado a incorporar hasta los grandes bancos. Créditos para sobrevivir pero también, progresivamente, dinero para consumir. Redimirse de la indigencia mediante la compra, adquirir derechos a través de su presencia en el mercado.

Al ciudadano sucede, en fin, el consumidor, de la misma manera que a los partidos políticos y sus manifiestos los sustituyen las agrupaciones de consumidores y sus folletos explicativos de los derechos. La suma de ellos, su conectividad a través de la red especialmente, cumple la función —y la ficción— de una nueva conversación amorosa o caritativa que ninguna campaña religiosa en favor del amor fraterno habría soñado jamás.