¿Todavía la democracia representativa? Los derechos del hombre acabaron con la autocracia, los derechos de la mujer están acabando —en complicidad con la cultura del consumo— con la democracia convencional. La Ilustración, la modernidad fueron creaciones eminentemente masculinas. Los Derechos del Hombre y del Ciudadano fueron efectivamente tan varoniles que sólo después de la Segunda Guerra Mundial lograron el derecho a voto las mujeres francesas. En la patria de Marianne.
Ni las mujeres, en cuanto tales, ni el feminismo han reconocido el extraordinario papel que la cultura de consumo ha desempeñado después para sus fines. Pero hoy el estereotipo femenino de la seducción, su aptitud para la cosmética, su gusto por el e-mail, su desorientación espacial, su intuición cognitiva, su blink, son parte decisiva del paradigma imperante. Y la corriente hedonista que ha concedido derechos a la sexualidad sin sexo fijo también, puesto que ha legitimado a la mujer para ser a la vez madre, lesbiana, heterosexual y figura del toreo.
La mujer fue en la modernidad la fuerza central del ahorro, el contrapeso al gasto y el derroche, sexual o no. Ella fue ahorro de la sexualidad frente al placer por el placer, el guardián de la tradición frente a la innovación peligrosa, la vigilante del caudal invertido contra el libertinaje del dispendio inmediato. Ahora, sin embargo, las mujeres emergen como grandes consumidoras, máquinas deseantes, «la machine célibataire».
El nuevo consumidor, metrosexual, mujer, bisexual, gay, aparece con el modelo de un soltero, liberado de la institución contractual, emancipado del compromiso matrimonial, desprovisto de hijos, propicio a la multifunción. «La soltería es el porvenir del hombre», decía Le Nouvel Observateur. Y esa soltería es significativamente de la nueva mujer. La mujer pasa de ser la madre y esposa que limpiaba la casa y administraba la economía del hogar a un sujeto independiente que entra y sale sin dar cuentas y sin hacerlas meticulosamente, como le encargaba la tradición secular. Las marcas todavía se reprimen en dirigirse al soltero o la soltera, pero poco a poco los spots presentan a un tipo solo viendo un vídeo o a una animada reunión de amigas que desayunan y bromean en pijama picoteando aquí y allá.
Ella, que ha dejado de ser la antigua y férrea celadora del sexo, tiende a convertirse en el eje de la libertad. Gracias especialmente a ella se puede hacer todo lo que se hace, ya que por ella —por su autorrepresión y su papel represivo— apenas se podía hacer nada referente al placer fundamental. Porque mientras la mujer se encontraba forzosamente instalada en una realidad vivencial diferente al varón, las fronteras entre lo real y lo imaginario, el principio de realidad quedaba estrictamente delimitado. Con ese límite bien trazado, ella se erigía en la vigilante eficaz, casi insobornable, como una máquina, tan eficiente para la moral burguesa como las virtudes del capital.
La película porno muestra el desorden social a través del desorden carnal, los miembros se entrecruzan y pierden distinción, tal como se reproduce en los cuadros picassianos del género, porque efectivamente no hay un hombre y una mujer netamente diferenciados sino la orgía. El mundo entrecruzado de donde surge una suerte derivada de androginia que es la amalgama sin cabeza ni pies, sin vagina ni pene, puesto que todo es carne, aglomerada, sexuada y sin nombre. De esa manera la igualación mediante el placer sin freno conduce a un placer sin protagonistas activos o pasivos, lleva a una recompensa sin el trance de la conquista y a una composición de hedonismo simétrico que desarbola el contrapeso entre ahorrar y gastar. Hombre y mujer se citan despojados de simbolización productiva y no responderán en adelante a la repartición jerárquica del patriarcado ni a la consiguiente partición del tú y yo en objetos y sujetos de la acción. Uno y otro ingresan, tras perder el sexo simbólico, en el sexo cambiadizo y circulante del consumo, en el acoplamiento de las máquinas infértiles y solteras. Un sexo sin fines procreativos sino recreativos, sin más consecuencia que la recompensa, sin más principios que el principio del placer.
De ese modo se inaugura un mundo a la manera vaginal de Courbet, donde cabe simbólicamente todo. Un universo donde la vagina está abierta y no es necesario entregar nada a cambio para descerrajar la entrada. Ella, la vagina, decide de igual manera que los demás órganos, masculinos, femeninos o excéntricos. Los sexos se escogen entre sí sin leyes, se relacionan sin rúbricas, se extienden en una gama sin posible definición contractual. De manera que, sigilosamente, el «contrato social» queda «orgánicamente» abolido y la democracia formal puesta en cuestión. Mientras la mujer cumplió un rol social diferente, la realidad se hallaba afianzada (fiancée), pero cuando la mujer puede conmutar su realidad con la del hombre y cambiar las referencias azarosamente, la fundamentadón desaparece y lo que prevalece no es el valor de lo institucional sino tan sólo de lo situacional. De hecho, tan pronto se ha querido consumar con radicalidad la plena igualdad entre hombre y mujer se han conculcado las bases constitucionales, sea mediante la discriminación positiva de la mujer, sea mediante la aberración del matrimonio sin padre y madre.
Esta igualdad excéntrica, forzada por el desorden del placer en plena cultura del consumo, deshace la reglada carpintería de la representación institucional y favorece la circulación arbitraria; anula la ley de los sacrificios y favores en nombre del potlach; presenta, en suma, como espantajo los principios políticos de la Ilustración.
La revolución sexual constituía una revolución social y política. Pero ahora nadie asocia el sexo ni sus perversiones a liberación social o política alguna. Se trata de un mundo que ha salido del sistema de producción para ingresar en el sistema del consumo cada vez provisto de precios más bajos, de asíntotas cero.
En las manifestaciones antiglobalización, en las protestas de artistas, en las vindicaciones sindicales, a mitad de una jornada de huelga, al final de los desfiles, la gente se desnuda, pero esa acción, que antes provocaba escándalo moral, ha venido a convertirse en consumo trivial. El sexo, cuya liberación ponía en peligro la familia burguesa y los principios de autoridad, ha quedado reducido a un producto de circulación interminable y fácil.
En menos de veinte años se ha consumido tanta sexualidad que lo exquisito es consumirla muy selectivamente. Recuperarla como un producto bio, un artículo neorreal, lo más equívoco y alejado del sexo en bruto. Igualmente, el pleno igualitarismo sexual introduce un factor secundario y equívoco, una segunda realidad andrógina o afásica que reblandece la referencia del canon, deshace la geometría de la razón ilustrada y propaga, como normativa, el laxo argumento de la emoción indiferente, la sensación a cambio de la sensación.
Con todo esto, la democracia, trazada con regla y cartabón, pilares y paramentos, se sustituye por una segunda realidad emotiva, blanda, fácil de metabolizar, que, ciertamente, no provoca los efectos fuertes de la equidad, la justicia o la libertad por los que luchó el hombre, sino una mixtura flexible y de virus fácil, desde Irak a Venezuela, desde Turquía al Kurdistán.
El marxismo criticaba al Estado constitucional liberal por considerarlo una ficción, y a la idea de ciudadanía por comportar, en su opinión, un formalismo abstracto. La democracia real, decía Marx, sólo se cumplirá cuando el trabajador y el ciudadano sean uno solo. Es decir, cuando la participación política del ciudadano no quede reducida a la participación episódica en la democracia mediante el voto, sino cuando la revolución haya transformado la infraestructura social y permita a los individuos ser personas a tiempo completo, dueñas continuadas de su historia.
Cínico, escaldado, informado, irónico, el actual consumidor se presenta ante la oferta del capital con un contrapoder desconocido. Batirse como ciudadano sólo conduce a la masacre, pero la animosidad de los consumidores viene a ser —tras haber amortizado el comunismo, el feminismo y el terrorismo— lo único que inquieta al G-8 o las agendas de Davos.
El comunismo está fenecido, el socialismo infectado de corrupciones, el populismo se desacredita en boca de feriantes y el humanismo, nacido en el siglo XVII, hace tiempo que ha dejado de respirar. Al sistema no hay nada que se le oponga con gravedad que no sea una enfermedad de su propia sangre. Al capitalismo de consumo nada puede presentarle más conflictos que el humor de los consumidores.
La comunidad despide un escepticismo y odio por lo político asumiendo que lo decisivo hoy no es la política política o la economía política sino la política económica, las hipotecas, el desempleo, el colegio de los niños, los bancos, los impuestos, el veraneo, la lotería, las pensiones, los emigrantes y el precio del gas.
Los consumidores se encuentran por todas partes y en continua lucha por el poder. En 2004, treinta y cinco empleados de la Meiosys Inc, una firma de software radicada en Palo Alto (California), empezaron a usar un programa llamado Skype que les permitía realizar llamadas gratuitas a través de internet e incluso con mejor calidad de sonido que los teléfonos normales. Poco más tarde, en junio de 2005, más de cuarenta millones de personas estaban usando Skype a razón de unas ciento cincuenta mil llamadas diarias, sencillamente, gratuitamente. ¿Qué será pues de Telefónica, de BT o de AT&T?
Los mismos inventores de Skype difundieron antes el software Kazaa que permitía la libre descarga de música de un fichero compartido. Con Skype ocurre, además, que cuando un usuario se desconecta deja espacio para que otro posible usuario lo ocupe, y así el entramado funciona como una malla donde se prenden las personas y forman juntas una colonia dentro de la red que actualmente componen mil millones de internautas.
Este entramado en horizontal, tejido de consumidores, se comporta como un superpoder tanto en el cruce o acumulación de comentarios sobre un producto, un programa político o el servicio de un restaurante, como en la consideración de un valor bursátil, la denuncia de un abuso laboral, la propaganda y servicio de un estupefaciente, la difusión de una nueva película, la persecución de un criminal. Por si faltara poco, la explosión cuantitativa y cualitativa de los blogs ha probado la influencia de la muchedumbre, anónima o no, agrupada espontáneamente.
El blog tiene su doble tangible en los boicots a determinadas marcas o líderes, en las manifestaciones y protestas callejeras, en los movimientos de los votantes o en las llamadas a la abstención. La eficacia de esta urdimbre la avala el uso que hacen de ella superempresas como Procter & Gamble o Dow Chemical para recabar opiniones a propósito de nuevos productos. Lego ha solicitado la directa colaboración de los consumidores para diseñar sus próximas novedades y Hewlet-Packard elabora sus pronósticos de mercado basándose, parcialmente, en esta información.
Según los especialistas, todavía está por dirimir el grado de fiabilidad de los usuarios cibernéticos, pero ¿cómo ignorar las opiniones que se difunden en los millones de blogs? «Estamos asistiendo a la emergencia de una economía de la gente, por la gente, para la gente», sostenía C. K. Prahalad, profesor en la Universidad de Michigan y coautor del libro The Future of Competition: Co-Creating Unique Value with Consumers (Harvard Business School Press, Boston, 2004), que considera como un producto de mercado los mismos gestos del gentío, interpretados e introducidos en la producción del artículo.
Howard Rheingold, autor de Smart Mobs: The Next Social Revolution (Basic Books, Cambridge, Mass., 2002), sugiere la posibilidad de que se encuentre en formación un sistema económico hasta ahora desconocido basado en la interacción del consumidor. Un sistema donde se establecería un tú a tú entre empresarios y consumidores o un tanteo inteligente entre la compañía mercantil y la gente en amplia compañía. De hecho, las personas actúan en la red decidiendo sobre la clase de música a consumir y opinando sobre otros temas, aparte de crear compilaciones propias para audiencias millonarias, fuera del circuito de la producción institucionalizada.
A la dictadura de la oferta por parte del capital sucede esta nueva democracia directa y efectiva en forma de gentío. Contra el privilegiado dinamismo de la oferta aparece la acción de las bases, antes supuestamente pasivas y ahora aunadas en la imposición de sus deseos como en los inicios de una revolución del placer.
La batalla por la liberación del deseo en las asambleas del 68 se ha prolongado con el desarrollo de la sociedad de consumo y desemboca hoy en un movimiento social cuando menos se lo esperaba y los téoricos de la cultura —tras haber muerto todos, desde Jacques Lacan a Roland Barthes, desde Marcuse a Bourdieu— estaban presentado su dimisión.
Si mayo de 1968 fue la fecha en que estudiantes, trabajadores, feministas o anarquistas gestaron demandas de igualdad, equidad y crecientes implicaciones en la gestión del trabajo y la vida, ahora estaríamos ingresando en un tiempo similar aunque sin la política, en una demanda de justicia sin pensamiento social. La época es diferente en contenidos pero pertenece al mismo tipo de olfato. Si entonces la seguridad en las condiciones democráticas permitieron unas reivindicaciones antisistema, ahora el triunfo absoluto del capitalismo, su confusión con la misma naturaleza, el descrédito de la democracia, induce a una superación natural, espontánea, deducida de la búsqueda de la satisfacción a través del deslucido ejercicio del consumidor. La superación mediante una transformación sexual que no se llama revolucionaria sino transaccional. Aunque llevada a tal extremo, la transacción deshace las estrategias de que disponía el cuerpo represivo del sistema.
El número de grupos que desestiman la participación política ha aumentado considerablemente, pero no han desestimado la acción. Todo lo contrario. Las numerosas asociaciones y protestas de consumidores que exigen calidad y precio, revolviéndose contra la estafa o la farsa, son paralelas a las protestas altermundistas que, sin proponer otro sistema concreto, exigen un mundo mejor. ¿Qué mundo? ¿Dónde? Lo característico de esta nueva superficie global es que imita el comportamiento de una piel alterada por impulsos, sin programa político; en sintonía con la ideología emocional.