Hace cincuenta años, la política lo era todo. Hoy es un residuo. Michel Serres ha contado de su experiencia como profesor en la Sorbona que cincuenta años atrás, cuando deseaba interesar a sus alumnos, les hablaba de política, y cuando quería hacerles reír, les hablaba de religión. Ahora, sin embargo, hace justamente lo contrario: consigue su atención hablándoles de religión y les hace reír refiriéndose a cuestiones políticas.
La religión no es desde luego lo que fue, pero la política mucho menos. Mientras las instituciones religiosas han seguido cumpliendo con su función intemporal y obtienen así la condonación de sus locuras, las instituciones de la política, con el paso del tiempo, han envejecido muy mal. La religión puede permitirse siempre, de acuerdo con su pretendida trascendencia, desafiar la cultura de la época, pero la política que no se corresponda con la cultura vigente se pequdica ante los ojos del público y termina apareciendo, como ocurre ahora, a la manera de un edificio desvalijado, vacío de mobiliario, asiéndose perversamente a la supervivencia de un antiguo significado que ya no significa.
Los políticos hablan sin decir nada, prometen sin creer en sus palabras, corrigen sus trayectorias sin cesar, firman alianzas disparatadas o despilfarran los recursos sólo con la finalidad de conservar el poder. El elector contempla a sus representantes con escepticismo incluso antes de la votación y si acude a las urnas, aunque cada vez menos, lo hace atendiendo a un histórico mandato moral que, por otra parte, nada tiene que ver con la actualidad de las circunstancias. Vota, efectivamente, obedeciendo a una voz abstracta, casi religiosa, que asocia la votación con la mitología democrática y la urna con el sagrario.
Pero la política, en efecto, tiene muy poco de sagrado. La adoración a la democracia, que inauguró la modernidad, nacía en coherencia con el respeto a un sistema que liberaba de las tiranías del poder absoluto supuestamente recibido de Dios, para instaurar el gozo de la soberanía popular inmediatamente aureolada de fiesta humana. O, en suma, la democracia ha traspasado el tiempo como una herencia de razón y humanidad proveniente de una revolución destinada a establecer sobre la tierra la libertad, la igualdad y la fraternidad como el trébede sobre el que se cocinaría la felicidad de los siguientes seres humanos.
Lo que la religión había prometido lograr mediante la fe y el paso de la muerte, lo mejoraba la democracia planeando el Paraíso aquí y gracias a la voluntad humana cada vez más asistida por los avances del conocimiento. Los representantes políticos serían los conductores de esa tarea y la confianza que recibían del pueblo, para hacer o deshacer, se correspondería con su responsabilidad extraordinaria. No todos los mejores hombres de la sociedad se involucraban en la política pero, sin duda, la democracia política contó durante un par de siglos con personalidades y líderes insignes. Elites cultas e ilustradas, provistas de proyectos. Pero este mundo también ha terminado.
El tiempo ha pasado, el sistema ha evolucionado en beneficio de lo económico, y los políticos que presiden las democracias, europeas o no, tienen cada vez menos que decir, menos que presentar y, sobre todo, nada que representar. La gente podría representarse a sí misma a través de los nuevas tecnologías de comunicación y no delegar la gestión de sus condiciones de vida a figuras que ya no respeta.
Una y otra vez, en los estudios demoscópicos dirigidos a conocer la calificación que otorgan los encuestados al líder gubernamental o al de la oposición, la nota no llega al 5. Con la obtención de un 5 podría decirse que las cosas irían igual de mal o de bien sin su presencia. Con menos de 5 la deducción es que la nación mejoraría si el líder desaprobado dimitiera. Pero no dimite. El sistema democrático «contemporáneo» confiere nada menos que cuatro años para que los elegidos actúen a su antojo y tal como si merecieran ciegamente usufructuar los más importantes asuntos de nuestra existencia social. En plena sociedad de consumo, donde los objetos y los sujetos cambian aceleradamente en todos los ámbitos, donde ni el director de la empresa ni el entrenador del Real Madrid, pero tampoco el cónyuge, disfrutan de un irrevocable contrato a plazo, a los políticos se les permite el monumental abuso de, una vez elegidos, no poder ser destituidos prácticamente en unos mil quinientos días. Pero aun llegado ese término se consideran autorizados para preparar acuerdos y cambalaches con otros colegas políticos, no importa si del partido adversario y de ideología opuesta, para seguir encaramados en el gobierno.
¿Ciudadanos? ¿Súbditos? La descomposición del sistema político ha producido un movimiento regresivo igual que determinadas enfermedades de raquitismo conducen hasta una situación preconstitutiva. Y, en efecto, la Constitución flaquea o se ofrece en tan malas condiciones como un «papel mojado». Ciertamente, a los políticos podría cesárselos antes mediante procesamientos que siempre requieren, primero, el expediente de ser desaforados, desdivinizados, y después un laberinto de sumarios y pruebas que ni siquiera lograron, en lustros, terminar con los peores.
En esos cuatro años de mandato y disponiendo de mayoría absoluta hacen y deshacen sin que prácticamente nadie ni nada pueda intervenir de inmediato contra su inmoralidad o su incompetencia. No hay más que observar la clase de desplome personal que muestran cuando pierden una elección para vislumbrar que su vocación no fue de servicio a los demás sino de autoservicio. Vocación barata. No hay más que observar, complementariamente, el resentimiento con que se expresan respecto a los vencedores de la otra formación para inducir que la llamada «cosa pública» de la política ha regresado a una disputa de «cosa nostra».
Y, frecuentemente, ya sólo la cosa de dos. De dos «centristas», puesto que la clave no es hacer la política en un sentido claro sino mistificado o vacuo. El político y su política se reproducen, pues, en la inanidad y conservan vida a fuerza de mantenerse artificialmente.
¿Y los electores lo consienten? Cada vez menos. Los electores van dejando las urnas progresivamente vacías en correspondencia con el vacío del político. Poco a poco, los jóvenes ignoran el momento de votar. Votan los de la generación ilustrada, los del sexo determinado, reprimido y liberado, los viejos lectores de libros y aquellos de la muerte con mortalidad. El resto, la generación del trabajo sin felicidad o de la infidelidad sin fe, no son ya fieles ni felices en la política, no creen en ella y son incapaces de soportar las peroratas.
Los especialistas en ciencia política hace tiempo que denuncian las diferentes degradaciones del actual sistema de representación y critican las numerosas democracias de pega que proliferan por todo el mundo pero también los graves vicios de las democracias con solera. Unas y otras se encuentran, además, interrelacionadas. O bien: las democracias de pacotilla, de Rusia a Filipinas, de Venezuela a Singapur, son ahora posibles, pueden denominarse democráticas sin que nadie les arrebate ese nombre, porque las democracias históricas son, a su vez, democracias de ficción, cada vez más determinadas por el capital y por las intrigas endogámicas de los representantes.
La cultura del consumo maduro requiere otra clase de organización política, más democrática que la democracia inventada hace doscientos años y que, lejos de servir al pueblo, tiende a ser un artefacto de privilegios e imposturas. La gente manifiesta su desapego no acudiendo a votar, y con ello da a entender claramente, como cuando no compra, que detesta el producto. Pero es necesario algo más. Una liberación del elector, de la misma manera que crece la liberación del consumidor.
Ni las marcas pueden dar por conquistada la fidelidad del cliente, ni los partidos políticos pueden seguir valiéndose de los chantajes morales del antiguo pensamiento de izquierda o de derecha para secuestrar la adhesión. El elector hace tiempo que deja, día a día, de ser un ciudadano taxidermizado para comportarse como un expeditivo cliente, y pronto hará ver la libertad aprendida. En China, los gobernantes pensaron en prohibir un programa al estilo de Operación Triunfo (Star Ac) que acaparaba, en 2005, la atención de doscientos millones de telespectadores porque el ejercicio de votar en el concurso les habría inculcado el juego democrático y podrían actuar contra el monopolio oficial del partido comunista. De la misma manera, en Occidente, si el consumo omnipresente ha instaurado la costumbre de elegir o rechazar sin demoras, ¿por qué habríamos de soportar años a un político tras haberse comprobado su holgazanería, su incompetencia o su irresponsabilidad?
En la primera modernidad, la instancia suprema se identificaba con el pueblo soberano. Después, durante buena parte del siglo XIX, su lugar vino a ocuparlo la nación. Finalmente, con la expansión del marxismo y el comunismo soviético, el proletariado se erigió en la gloriosa medida de la Revolución. ¿Qué ocurre ahora? Que todas estas construcciones de la modernidad han caído en picado: ni el pueblo existe más allá del turismo rural, ni el nacionalismo es otra cosa que un pretexto para la manipulación, ni el proletariado tiene prole. La única instancia ascendente en el vademécum político es la «sociedad civil», designación que encubre, en las cátedras políticas, el nombre de sociedad de consumo.
La sociedad civil odia la violencia: el acoso sexual, el bulling, la violencia de género, los incendios forestales, el embotellamiento de las ciudades, las doctrinas fuertes. La sociedad civil es un concepto beato que permite dar cabida a lo más heterogéneo pero sin extremosidad. En las situaciones de emergencia, representa todo lo bueno y sano contra la acechanza terrorista, el demonio epidemiológico o la catástrofe natural.
Buena, mala o regular, la fuerza de la sociedad civil es todo lo que se le ocurre actualmente al músculo de la subversión, puesto que el enemigo no se materializa ya en burgueses avaros o invasores estrafalarios, sino que, como muestran las películas de terror, llega en forma de virus misteriosos y enfermedades transparentes. De verdad, la vida de la sociedad civil sólo aparece netamente cuando salta la alarma o la hecatombe —real o ficticia— la rodea. Todos somos sociedad civil, gente común, asustada e inocente. Tan infantil como escolarizada. Educada para votar y soportar la tabarra de los políticos sin caer en la tentación de quemar el establecimiento.
La sociedad civil constituye, no obstante, a través de los multimedia o de los domicilios, el único espacio donde cabe localizar el contrapoder de las gentes comunes, por suave que sea. Nadie sabe, en efecto, qué significa exactamente «sociedad civil» debido a su delicadeza. La sociedad civil no aspira, como el proletariado, a un gran Paraíso y se conforma, casi siempre, con que se la evoque, se la vacune, le limpien las aceras y se la encueste de vez en cuando. Durante el resto del tiempo, sólo se agita si sobreviene una guerra, una injusticia escandalosa, una barrabasada política o los despidos en masa. Motivos rotundos que harían resucitar a un muerto.
Cuando esto no ocurre, la sociedad civil emplea el tiempo en sobreponerse al tedio, el cansancio y la necedad. ¿Proyectos? La sociedad civil no posee un proyecto que no sea la familia, la salud, el dinero y la paz. Descarta el estallido revolucionario y también la política de los políticos, tan visiblemente inútiles como democráticamente elegidos.
La sociedad civil se bate por el sentido común, la obviedad y las zonas verdes, la justicia y la no imposición, por la gobernanza sensata antes que por el gobierno, por la ética y por las rebajas en general. La sociedad civil reclama un Estado donde la transparencia sea una condición que afecte desde la contabilidad de las grandes empresas al núcleo del Vaticano, pero una vez que lo ha reclamado no cree en ello y termina fatigada.
Lo interesante del título «sociedad civil», muy usado hoy por analistas y sociólogos políticos, es que no proviene de una conceptualización actual, sino que aparece con el pensamiento liberal de David Hume o Adam Smith en el siglo XVIII, aunque nunca figurara como un desiderátum. En realidad, significaba tanto carne como pescado, nada fuerte en sentido político ni suficientemente encantador en sentido ideal. Si la sociedad civil adquiere protagonismo en nuestros días es acaso porque ha desaparecido la sociedad y, como consecuencia, puede ser civil, es decir, descaracterizada.
Los profesionales de la ciencia política seleccionan dos clases de razones para justificar su reaparición en periódicos y libros. La primera razón sería la degradación de los regímenes democráticos y la segunda razón provendría retóricamente del gusto por nuevas expresiones blandas que sirvan para lo local y lo global: «global civil society».
La sociedad civil sería un concepto de la misma especie que el nuevo «ciudadano» a que se refieren tanto los políticos contemporáneos sin saber bien qué dicen, pero seguros de que se trata de un decir obvio, inocuo, adecuado a su profesión. Así, ciudadano o ciudadanía, que fueron conceptos fieros hace dos siglos, se reciclan como restos desinfectados y desinsectados, palabras vanas extraídas de los baúles de los tatarabuelos y expuestas ante los electores como signos de una historia liofilizada, desprendida de tragedia, fantasma de un destino amortajado en el pretérito/ficción. Consecuentemente, el uso político de la palabra «ciudadano» se explica hoy porque dentro de su oquedad cabe casi todo (lo amistoso, lo noble, lo liberal, lo digno, lo cívico y lo solidario) para redundar en nada.
Somos ciudadanos en sentido estricto en cuanto personal urbano, pero ni un paso más. Paralelamente, «sociedad civil» sería también el escenario de los sims. Todo dentro de una especulación lúdica e intrascendente.
El infantilismo de la cultura de entretenimiento, la superchería política, el individualismo, el miedo han producido una sociedad civil o grado cero del proyecto colectivo. Dentro de esta sociedad habitan, por ejemplo, las ONG, los vecinos ricos y pobres, los adultos y los niños, los implicados en causas humanitarias que no requieran denuedo, los militantes a favor de la justicia y las energías renovables, los amigos del Prado y las monjas, porque, en general, hay sitio para todos. Gracias a esta barahúnda, la sociedad civil se reafirma como un espacio humano, demasiado humano, el mayor bien social de que se dispone en estos tiempos donde no es fácil que acuda mucha gente a un funeral. Sus aportaciones, además, no incluyen alternativas concretas a los defectos de este mundo, sino que, debido a su naturaleza, lo mejor de sus acciones se cumple bajo la palabra NO. La sociedad civil, en fin, es igual a la sociedad de consumo vista con otros ojos. A la idea del ciudadano-rey sucede la del cliente es el rey.
«Por primera vez el consumidor es el boss —decía el gurú del marketing Kevin Roberts—. Lo cual es asombrosamente escalofriante, pavoroso y aterrador, porque cada cosa de las que hacíamos, cada detalle que antes conocíamos, ya no funcionan.» De hecho, el consumidor, a fuerza de ser importante en el mercado, llega a ser importante en casi todo lo demás. En cuanto ser frustrado, ser alegre, ser dormido o en movimiento. ¿Qué hay, en todo caso, de común entre consumidor y ciudadano? Lo común radica en que el llamado ciudadano sería no tanto aquel que decide con su voto o su abstención sino quien decide comprando o boicoteando, quien ejerce su elección ante los estantes y no en las urnas, no frente a las desgastadas proclamas de partido sino frente a los creativos discursos del marketing.
Aquellos que siguen observando el territorio político para extraer conclusiones sobre el devenir social pierden tanto el tiempo como quienes pretenden obtener un diagnóstico de los índices de cultura a través de la lectura de libros. Ni la política ni la biblioteca son del nuevo mundo. En su lugar se ha desarrollado una mudanza que ha empezado coincidiendo con el fin del comunismo, el fin de un siglo y los primeros años de un tercer milenio amenizado por el vídeo, la música planetaria y el movimiento de liberación del consumidor.
La política, tan esencial hasta hace medio siglo, ha pasado, en efecto, a convertirse en un ritualismo que disfraza el poder de lo económico y el vicio del poder. Si las marcas se falsifican, si la información se manipula, si la contabilidad se maquilla, si las comidas son aditivos, la autonomía política es la falacia mayor.
De los ciudadanos fundados en el siglo XVIII nos queda una memoria esencial, pero ahora nos hemos constituido como clientes sociales. Somos conspicuos consumidores no sólo cuando adquirimos un peine, un horno, un viaje de placer o un móvil de tercera generación, sino cuando elegimos una pareja más y una creencia. Nuestra formación como consumidores es tan profunda que no es fácil hallar actividad sin su influencia ni un político en pie que no la tenga en cuenta. O bien: la única política con posibilidades de éxito es aquella que olvida la retórica del ciudadano y atiende al personal, traspasa los sujetos civiles y cuida de las personas: créditos a las familias para que adquieran un ordenador, atención a los deseos de los padres para que los chicos aprendan de una vez inglés, abaratamiento de las medicinas, provisión de viviendas dignas, guarderías, compatibilidad entre trabajo y vida familiar, feminización general como forma de ponerse al día. Seguirán tronando algunas instituciones solemnes, como sigue habiendo procesiones de Semana Santa, pero ahora lo harán bajo la inspiración del consumidor y atendiendo a sus deseos que, en definitiva, significan la prevalencia de lo micro sobre lo macro, del personismo sobre el republicanismo y de la personancia efectiva sobre la democracia formal.