La industria de la información y el entretenimiento, los reafirmantes de L’Oréal, los ordenadores Dell o los automóviles Toyota iniciaron hace tiempo el proceso de personalización (o customización), pero hoy, redondeando ese proceso, la persona aparece como el modelo central del consumismo maduro.
Desde los lanzamientos comerciales hasta los tratamientos médicos, desde los trabajos y remuneraciones individualizados hasta los despidos diferenciados, la oferta ha venido centrándose obsesivamente en la personalización: aumento de atención al cliente, servicios personales en los bancos, regímenes dietéticos personalizados, coachs individuales, clases particulares de yoga, biografías, autobiografías, dietarios, memorias, people, novelas del corazón, autoficciones, reality shows. La persona concreta, y no el sujeto abstracto, se ha convertido hoy en el objetivo del marketing y, recíprocamente, el consumidor se traza su propio tuning, físico, tatuado, transexual.
Tras el programa para aumentar nuestra capacidad de liderazgo, nuestra posibilidades de éxito, nuestro atractivo físico o nuestro punto G, aparece el bullicio de los otros, y el hiperindividualista se reconduce, en el consumismo maduro, hacia la degustación de los demás. Hoy día, el deseo de las gentes, la demanda comercial de las gentes, es estar con gente. Nuestra época no puede ser individualista. Ni por nuestra propia salud, ni por nuestra tecnología, ni por nuestra nueva percepción de lo feliz. El individualismo, el hiperindividualismo fueron superados a finales del siglo XX por la explosión de una miríada de relaciones promovidas por los medios, dentro y fuera de la red, impulsadas por la cultura del consumo maduro.
Hasta finales de los años ochenta, antes de la caída del Muro, la sociedad aún creía poder ofrecer algo propio y de interés porque la misma existencia del comunismo mantenía a raya el temible embate liberal. Después, sin embargo, entre el ascenso del neoliberalismo y el superindividualismo, fueron anulados muchos de los caudales y protagonismos de lo público y, con ello, la participación en lo social.
No sólo se desvanecieron del todo las utopías colectivas, sino que las instituciones han ido debilitándose hasta niveles grotescos, en una dinámica que deja al sujeto desprotegido de referencias oficiales y padrinos ideológicos. Ni la Justicia, ni la Religión, ni la Política, ni el Estado, ni la Democracia se libran de ser objeto de aparatosas fallas y desarticulaciones que impiden al individuo considerarlas parte de su plan personal. En consecuencia, quebrantada la escena, ¿en quién creer? ¿En Dios? ¿En el Papa? ¿En ING Direct?
Por una parte el ciudadano acusa este desapego y, por otra, las instituciones, un día sí y otro también, aumentan su descrédito a causa de nuevas corrupciones y complicidades con el imperio del capital. «El enemigo es lo social», llega a decir Alain Touraine, porque en lo sucesivo aspiramos a vivir fuera de lo constituido social e institucionalmente, tras haber padecido su deterioro.
Persona a persona, individuo a individuo, se trenza planetariamente ahora la ilusión de un mundo mejor, donde las personas, una a una, experimentan, a través de sus contactos, el gozo creciente de una cultura común, cualquiera que sea, puesto que cualquier proyecto no es una esencia o una identidad acabada, sino una construcción interactiva.
Contra quienes ven en la homologación del mundo un mal para la humanidad, nunca la humanidad ha encontrado una mejor oportunidad para rehacerse y reconocerse como especie. Las lenguas distintas, los valores y hábitos diferentes fueron efecto de la incomunicación espacial, de sus asentamientos disgregados y del abroquelamiento bajo banderas e identidades guerreras. No hay peor mal que la magnificación de la pertenencia, y hoy, como nunca, quienes continúan enarbolando esa condición merecen no formar parte del proyecto contemporáneo y ser, como efectivamente vienen a ser, elementos anacrónicos, composiciones patológicas en coherente proceso de extinción. La defensa de la biodiversidad es bonita y posee la fragancia de lo moral porque pretende proteger vidas, pero la utopía todavía posible trata esencialmente de la amalgama, el guiso comunitario y no el largo menú de platos incompatibles, algunas de cuyas recetas son altamente indigestas y hasta venenosas para la salud de los mil grupos.
El mundo ha experimentado hasta ahora tanto el fracaso del proyecto colectivo como de su anticristo, el hiperindividualismo. Y todo en apenas cuatro décadas. Lo que llega ahora con fuerza es una revolución personista que hilo a hilo viene a reconstruir la trama. Una acentuación de la individualidad habría desembocado en asfixia y una mayor ansiedad por consumir más objetos habría concluido en desesperación. Hartos pues de ver escapar la felicidad en los repetidos intentos del ego y sus caprichos, crece hoy el interés por los demás sujetos.
Se abre, pues, una época conectiva, femenina, podcasting. Y neorromántica también. La primera modernidad fue racional, geométrica, ilustrada, pero esta segunda modernidad (posmodernidad, hipermodernidad, modernidad líquida, etcétera) es, ante todo, sensitiva, sensacionalista y afectiva. En la pintura, en la arquitectura, en el diseño de coches y muebles prosperan las ondulaciones orgánicas, y en la ciencia la oleada biológica ha ocupado el centro de la investigación. No regresa, por tanto, con el personismo ningún sujeto de corte político, filosófico o moral, sino tan sólo el bulto (superficial o no) del otro, su proximidad, su respiración en el móvil, su parloteo en el SMS, su diálogo en el chat.
Fin, pues, del ciudadano abstracto y principio del sobjeto, interactivo, despojado de los caracteres que blindan, sean éstos el fanatismo religioso o racial, el gen intraducibie o el nacionalismo paleto. No ruge ahora ni la enfebrecida masa proletaria, ni da un paso adelante el hombre sin atributos, tampoco la ciudadanía encalada ni la comunidad eclesial, sino, sigilosamente, el sujeto dúctil de la sociedad civil.
El personismo constituye el producto supremo del capitalismo de ficción. Con él, la nueva etapa del sistema efectúa el simulacro de la recuperación de la persona, el rescate del amor al prójimo y el reality show de una nueva comunidad a través del bucle de la conectividad consumista, tecnológica y mercantil. El mundo se ofrece abarrotado de comunicaciones, cargado de impulsos compasivos, más consciente que nunca de la condición igualitaria del ser humano a través de las catástrofes, la enfermedad o la miseria masiva que contemplamos en la televisión y contribuye diariamente a estrenar un compromiso afectivo.
Ciertamente, la creación del personismo pertenece al orden de las realidades producidas o de segundo orden. ¿Realidades de verdad? ¿Realidades falsas? Agotados en este fatigoso dilema, acostumbrados a paladear —desde Filadelfia a Kuala Lampur— el delicioso cheesecake de Sara Lee fabricado con ingredientes ¿naturales?, ¿artificiales?, lo importante han dejado de ser los saberes. El sabor es lo importante.
Al antiguo y fatigoso proyecto de llegar a ser «persona» en un imaginario reino de los cielos, ha sucedido el objetivo más pragmático de verse feliz. Pero ¿feliz a solas? Claro que no. A solas terminamos amargados; con los demás los males son menos y las celebraciones mayores. ¿Cheesecake industrial? ¿Pasteles de ficción? Lo importante viene a ser el efecto: el bien de la conectividad en lugar de la distante colectividad, el alivio del nexo sin la ardua escalada del vínculo.
De la ecología al altermundismo, desde los grupos tecno a los hinchas de fútbol, de las asociaciones de consumidores a las tribus urbanas, el personismo se reproduce en el convencimiento de que nuestra vida desmerece si no se comparte o se conecta. No importa si los enlaces son firmes o fáciles de suprimir. De hecho, pocos se afilian a un partido o se congregan puntualmente, pocos entienden la militancia ni el «interés general». El concepto de simpatizante político ha resurgido por encima de las nociones de militante porque lo que cuenta hoy no es la militancia sino la personancia. Se aglomeran con motivo de un suceso, se funden para una protesta explosiva, se agregan bajo una sombra del viento, una concentración rock o una denuncia personalizada. Después se deshace el armazón hasta una próxima eventualidad humanitaria. Hace sólo medio siglo, el plan progresista consistía en salvarnos o hundirnos todos juntos. Ahora, el programa vanguardista sobre un mundo sin futuro perfecto conlleva salvarse a pequeñas dosis, según las circunstancias.
¿Aumentará con ello la calidad de los sujetos? No es descartable. El sujeto actual ha aprendido mucho gracias al consumo. Ha aprendido a distinguir entre calidades, sopesar los precios, calibrar las recompensas, dialogar con la prestancia del objeto. El consumo es como la puerta para deshacer el temor al otro mediante el puente mestizo del sobjeto.
Los seres humanos, en fin, se reencuentran ahora no como cuerpo místico o como fanáticos del Real Madrid, pero tampoco como unidades a secas. Unos y otros se alían mediante la fusión entre la tipología del sujeto y del objeto. Nos queremos sin estorbarnos, nos solicitamos sin comprometernos, nos prestamos sin endeudarnos. La conectividad, tan presente en el mundo de los móviles, los messengers, los chats o los blogs, se extiende a los multitudinarios y ya imprescindibles conciertos de Benicassim, los maratones compasivos o las fratrías del rave.
Esta relación personista sería lo más cool de la época. Un lujo relativamente frío y barato que, como todos los que cunden en la democracia actual, se expiende epidemiológicamente y genera el principio de otra época.
Perdida la naturaleza aparece la ecología, perdida la historia nace el gusto por la restauración, perdida la política arrecia el auge de lo personal, la customización de la mercancía, la personalización de los servicios, la oferta de convivencialidad, los encuentros.com.
La razón de que esta demanda no haya aparecido antes estriba en que en tanto el sujeto ha estado peleando por alcanzar la privacidad y sus derechos individuales la alternativa carecía de coherencia. La individualidad y el derecho a ser tratados todos como iguales desencadenó la gran fiesta de la modernidad, su justicia, su voto, la supuesta equivalencia entre pares en el marco de un mundo idealmente gobernado por la razón y el pueblo soberanos.
¿Contrapartidas? El mayor coste de la individualidad es, sin embargo, la pesada carga de la responsabilidad. El mayor regalo y, simultáneamente, la máxima cruz de la individualidad es sentirse obligado a foijarse una identidad y seguir siendo coherente con ella. Pero la situación ha llegado a su punto límite, a la «fatiga de ser yo». «Todo parece haber ocurrido —dice Baudrillard— como si de un estado natural con entera disponibilidad sobre sí mismo se hubiera pasado a un estado artificial donde la libertad y la individualidad se hubieran convertido en imperativos morales cuyo decreto implacable nos transforma en rehenes de nuestra identidad y nuestra propia voluntad» (Le pacte de lucidité, Galilée, París, 2004).
El individualismo es sinónimo de interioridad, mientras que el personismo se reclama con vistas al otro. El individualismo extremo, el superindividualismo y todas sus variaciones, han acabado por abrumar la individuación y agobiarla con un régimen redundante. El sujeto se hace egotista y en esa extremada maniobra se ahoga. El actual mundo superindividualizado, decía Mounier, es lo opuesto a un universo personal porque en el mundo individualizado nada se crea y nada contribuye al juego de una libertad responsable (Le personnalisme, PUF, París, 13.a ed., 2001).
El individualismo, que apareció como ideología y estructura dominante entre los siglos XVIII y XIX, fue creando un hombre abstracto, sin nexos o comunidades naturales, dios soberano en el centro de una libertad sin dirección o medida, cultivando respecto al otro la desconfianza, el cálculo y la vindicación. Tal sería, para Mounier en 1950, la civilización que por su pobreza humana debía agonizar pronto.
La paradoja, pues, de la individualidad consiste en que nos ofrece tanta identidad como para hacerla un fastidio del que desearíamos desprendernos para ser de verdad libres. La persona que tendemos a ser, por el contrario, aceptaría la opción de la máscara incesante sin que ese aditamento fuera artificioso sino la manera de evolucionar y proceder. Sobrevivir entre los otros seres consumidores.
La identidad absoluta no ha existido jamás y lo peor se ha derivado de la obligación autoimpuesta de obrar como clones de nosotros y sin poder abandonar nunca la coerción de una supuesta coherencia que osamos confundir con la autenticidad. Ser auténtico, sin embargo, es todo menos repetir la misma representación. «Tenemos la cabeza redonda para permitir al pensamiento cambiar de dirección», decía Francis Picabia. Esto lo hemos ido sabiendo espectacularmente —dentro del espectáculo— con la crisis de la modernidad o, lo que es lo mismo, con el paso del que fuera capitalismo de producción (unívoco, rígido, ordenado) al capitalismo de ficción, donde las caras, las apariencias, los cosméticos llegan y pasan de moda no como un adorno sino como el corazón del juego. La vida del actor.
En el capitalismo de producción, la identidad nos traba y nos hace un blanco fácil ante la muerte. En la cultura del capitalismo de ficción el cambio es la ley y el repertorio de identidades la condición de la supervivencia. La variabilidad, la compatibilidad de las diferencias nos protegen del naufragio puesto que casi todos los pilares incuestionables se han descompuesto y los acantilados nos rechazan. Sólo la cooperación ha procurado el desarrollo de la especie y sólo los cooperadores son los supervivientes. El personismo es así como una provisión de supervivencia que flota tras el hundimiento superindividual por exceso de carga.
El personismo representa, en fin, el nuevo estadio de la vida cooperativa una vez agotada la democracia representativa, fundida la Ilustración, superado el capitalismo de producción, madurado el capitalismo de consumo y luciendo entre los destellos utópicos, románticos, la nueva época del capitalismo de ficción.
La persona posee argumentos, el individuo sólo un destino. La persona presenta una estructura abierta mientras el individuo es compacto. La persona ofrece instersticios por donde perderse, hacerse amar, copular, desdecirse, pero el individuo tiende a una unidad, paquete indivisible donde se incluye la cámara de la intimidad y el autovídeo.
La intimidad supone, en la persona, la médula del sabor; el individuo, por el contrario, es prácticamente inodoro. El individuo sirve a la mecánica, la persona al teatro. El individuo encuentra representación política; la persona no. El individuo es sociología, los ciudadanos politología, las personas comunicación. El individualismo es cínico, la ciudadanía es racional y abstracta, el personismo es emotivo y mujer.
Marx reprochaba a Hegel que hubiese convertido al espíritu abstracto, y no al hombre, en sujeto de la historia; que hubiese reducido a mera idea la realidad viva de los seres humanos. Es la alienación que Marx asimila al mundo capitalista, que trata al trabajador como un objeto de la historia y lo expulsa de sí y de su reino natural.
También el mundo de los otros se consideraba, tras la Segunda Guerra Mundial, una provocación permanente porque el otro significaba constantemente el riesgo o el sufrimiento. Pero esta tragedia, decía entonces Mounier, es efecto del individualismo denigrante, antihumano, homicida y suicida. Su «personalismo» trataba de superar aquel desastre posbélico con un aporte de un nuevo cristianismo humanista.
¿Qué trata de superar el personismo? No más que los estragos de un neoliberalismo doblado de terrorismo y la melancolía de una sociedad donde las buenas noticias parecen haber desaparecido casi por ensalmo. Esto de un lado. Pero el personismo supera también la histeria de la identidad, que ha terminado en una exasperación de la diferencia tan anonadante y estéril como el anonimato. La sociología clásica oponía individualismo a sociedad, pero el personismo trata con la sociedad y con el individuo mediante los roces convergentes, oportunos, variantes. No tendemos ya al hiperindividualismo, al monstruo del aislamiento, pero rehuimos también de la gran fusión. Nuestro concilio no se halla en una u otra opción: no queremos ser individuos, no somos ciudadanos, rechazamos la aglomeración, amamos, sin embargo, al personal.