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Las personas y las marcas

Tal como proclaman los profesionales del marketing, la gente se imagina frecuentemente las marcas como si se tratara de personas o poseyendo caracteres personales: Nivea representa a una mujer limpia y maternal, Apple son tipos simpáticos e inventivos, Johny Walker es vicioso, Mercedes es una abuela rica, Volvo resulta ser la sensatez. Las marcas han dejado de comportarse como cuños inmóviles para establecer una conmovida relación con los demás. En numerosos casos, la marca persigue «encarnarse», pasar del mundo de las abstracciones al universo de las emociones.

Efectivamente, la marca debe poseer un concepto que contribuya a darle luz, pero su nacimiento efectivo, su alumbramiento ocurre cuando se metamorfosea en un elemento biológico junto a los seres humanos. Hay incluso marcas que se han concretado en personas físicas; así, Bill Gates ha apoyado la imagen de Microsoft, como Walt Disney, mientras vivió, apoyó a Disney y Ted Turner a Time Warner. Igual que hizo Ruiz Mateos con Rumasa, Paco Rabanne con Rabanne y Giorgio Armani con Armani. Estas personas famosas son personas y marcas a la vez, pero incluso las personas comunes son como marcas dentro de esta cultura general del marketing.

La consultora Future Brand realizó una investigación en gran parte de Europa y concluyó que muchos jóvenes pensaban en sí mismos como marcas (El País, 9 de junio de 2002) y, paralelamente, una de las sesiones de Davos en 2004 se tituló «Yo, S. A.», asociando la buena realización personal a una gestión eficiente para producir, al cabo, un «yo» que disfrutara de la consideración, el atractivo y el amor de una buena marca.

Nos sentimos marcados en la medida en que podría hacerse un retrato a partir de nuestras diferentes elecciones, pero también somos marca en cuanto personajes que forman parte del mercado (profesional, sexual, moral). Las marcas nos proveen de signos y, a la vez, nosotros aparecemos como personas/marca. «We are brands and brands are us», «Somos marcas y las marcas somos nosotros», dice la empresa Getty Images.

Curiosamente, Brand-ADN es la denominación para los casos futuros de niños que sean diseñados con un grupo de genes hasta constituir un ser humano de características y propiedades predeterminadas al modo de cualquier modelo fabricado. El capitalismo de producción sólo fue capaz de elaborar mercancías inertes, pero las nuevas tecnologías en el capitalismo de ficción pueden elaborar seres vivos, desde ganado lanar hasta bebés. Todos con la ambición de llegar a ser excelentes ejemplares marcados.

Poseer una buena marca, tener una firma renombrada, parece una necesidad para gentes que se ganan la vida con ello, pero empieza a resultar cierto para casi cada ciudadano del montón que busca hacerse presente a través de los media, a través de los blogs, los podcastings y las mil pantallas. Muy expresivamente, en internet cada uno de nosotros podría disponer de una página web y en ella exponerse como una oferta de comunicación, de entretenimiento, de curiosidad o de compañía. Cuantas más visitas reciba esta web personal mejor será, cuanto más la soliciten más vale, de acuerdo con la ley general que rige el precio de las mercancías.

La relación entre marcas y personas o entre personalidades y marcas llega a ser tan estrecha que, en Estados Unidos, se ha empezado desde hace unos años a dar nombres de marcas a ciertos recién nacidos. Cleveland Evans, profesor de psicología de la Bellevue University de Nebraska, que ha estudiado la evolución de los nombres de bebés en los últimos veinticinco años, descubrió en 2000 el registro de niños y niñas con los nombres de L’Oréal, Versace o Pepsi. Incluso había dos niños, uno en Michigan y otro en Texas, llamados ESPN, que son las siglas de un canal de deportes.

Entre todos los sectores económicos, los automóviles procuran el mayor número de patronímicos, de manera que hasta veintidós chicas fueron inscritas con el nombre de Infiniti (la gama alta de Nissan) y cincuenta y cinco chicos con el de Chevy (Chevrolet). En cuanto al sector de la moda, trescientas muchachas se llamaban Armani, siete chicos Denim y otros seis Timberland. También otra media docena de varones recibieron el nombre de Courvoisier (BBC News, 13 de noviembre de 2003).

A fin de cuentas, la repugnancia que se sentía hasta hace poco por ser considerado un objeto ya no es tan grande. La publicidad ha hecho de los objetos un valor referencial y, por si faltaba poco, las marcas nos personalizan antes que nos cosifican. Ahora la marca se revela como el tramo medio entre el individuo sin atributos y la persona superior. Ser individuo es muy poca cosa pero alcanzar la intangible categoría de marca significa superar el rasante del anonimato. Las últimas tendencias en el marketing hablan incluso de la marca como «identidad», un concepto que busca alargar la presencia de la marca y extenderla hacia cualquier territorio de la cotidianidad, incluso personal, como si se tratara de un hálito de vida. O, como dice Mont Blanc temiendo y celebrando haber ido demasiado lejos: «That is you?».

¿Nuestro mismo organismo puede ser marca? La biocultura, que ha logrado la humanización de todas las especies (incluidas las «máquinas espirituales») no está lejos de manejar esta noción. Así, a los derechos sobre el propio cuerpo y sobre la privacidad, a la presunción de inocencia y a la propiedad privada, se ha unido hace poco el derecho a la imagen o sobre la propia imagen. Derechos de la imagen de marca donde se incluye, en primer lugar, el derecho a no ser reproducido. Ni reproducida la obra ni reproducido el sujeto mediante un clon, sea en su totalidad o parcialmente.

«Brand yourself» es el mandato que el célebre manager Tom Peters ha difundido en la revista Fast Company. Se trataría en suma de darse a conocer mediante un nombre que aluda a cualidades y habilidades, vicios y virtudes, catalogadas, tal como de otra parte se hace ya en los catálogos de tipologías psicológicas para psiquiatras y terapeutas.

El mundo de las marcas ha hecho mucho más que distinguir o prestigiar unos u otros productos. Ha instalado en el espacio social una construcción de valores y narraciones en cuyo interior vivimos, por cuyos espacios transitamos y cuyas ideologías ingerimos.

El universo de las marcas se ha acoplado al universo general de los valores y los ha dotado de nuevos sentidos y mitos. Desde la cuna a la funeraria, desde la boda al divorcio, desde la ropa que nos abriga hasta la casa que nos alberga, se encuentran traspasados por los signos y significados de las marcas. La marca, en fin, no pertenece en exclusiva a la empresa: es capital para la compañía, pero también es crucial para nuestra compañía.

Una gran marca, dicen los especialistas, es «como una historia que nunca acaba de contarse por completo porque parte de su naturaleza se conecta con el inconsciente y otra con la mitología». La apropiada construcción de una marca exige siempre una gran cantidad de recursos para obtener visibilidad y peso, pero todavía no basta. La ejecución eficiente requiere una comunicación brillante porque lo principal será el establecimiento de las relaciones con los clientes.

Una marca puede desarrollarse sin recurrir en exceso a la publicidad o incluso prescindiendo de ella por completo. Starbucks ha crecido vertiginosamente sin publicidad y casi lo mismo cabría decir de Zara. ¿O qué publicidad se ha hecho nunca de Rolls Royce? El ex jefe de marketing de Coca-Cola, Sergio Zyman, en The End of Marketing As We Know It (HarperCollins, Nueva York, 1999), decía: «El único propósito del marketing fue conseguir gente para venderle más unidades de un producto, más frecuentemente y consiguiendo que gastaran más dinero… Actualmente el marketing ya no se centra en las ventas sino en las compras. Se refiere a cómo hacer más fácil y placentero comprar. Se refiere a cómo crear relaciones con los clientes que desarrollen las preferencias emocionales por la marca». La emoción siempre.

Danone, Zara, Philips, Nescafé no son tan sólo logos de empresas particulares sino denominaciones que, a estas alturas, componen nuestra cotidianidad y donde adquieren los caracteres que en los tiempos preurbanos tenían las plantas, las piedras o los zorros. El paisaje de las marcas genera una naturaleza propia del capitalismo de ficción donde es cada vez más fácil intercambiar lo natural por su artificio, la réplica por el original, siendo éste, a su vez, progresivamente irrelevante.

Esta conversión o confusión entre lo natural y su artificio se está deslizando ya, dentro de algunos mercados japoneses y norteamericanos, en las naranjas, las patatas o los pepinos, cuyas unidades llegan al consumidor no como caídos del árbol o de su mata sino manipulados y grabados con láser para concederles su nueva identidad (código de barras, procedencia y fecha de recolección, fecha de caducidad, calidad, composición, etc.) tal como si fueran otros fármacos.

La marca, la información añadida, el sello, le confiere identidad; aparta el fruto de su rudo nacimiento y le otorga la vitola del logo. Incluso la llamada «denominación de origen» no es sino un artificio para conceder valor ulterior a algo que espontáneamente sería anónimo y barato. ¿Dónde acaba pues el valor de lo natural y comienza el del artificio? ¿Cómo saber qué sería este vino sin la marca? Hasta la heroína, en Nueva York, se vende con marca y de esa manera cada cual sabe más con quién se juega su vida. La heroína posee de este modo una identidad, por clandestina que sea. La marca la redime de ser sencillamente droga. No la legaliza pero la bautiza.

¿En qué quedaría, en fin, Estados Unidos sin la identidad de sus marcas? Uno de los jóvenes líderes del movimiento contra Bush en Corea del Norte, Park Young-Hoon, declaraba a la revista BusinessWeek (4 de agosto de 2003) que si bien muchos jóvenes se manifestaban contra la política de Estados Unidos no por ello dejaban de apreciar sus marcas. Decía: «Luchar por la independencia de nuestro país respecto de la influencia norteamericana es una cosa y amar sus marcas otra. Of course I like IBM, Dell, Microsoft, Starbucks and Coke».

No su Dios bíblico, sino sus grandes marcas han sofrenado la mala reputación norteamericana de los últimos tiempos. Los estudiantes llevan calzoncillos de Gap mientras gritan muerte al imperio; repudian la invasión de Irak y Afganistán pero llenan los cines para ver el último filme de Hollywood, en cuyas cintas proliferan sin límite las marcas de mercancías norteamericanas.

Entre los cien labels más valorados por la especie humana en 2003, según BusinessWeek, sesenta y dos fueron norteamericanos, con ocho de ellos entre los diez primeros. Esos diez primeros fueron: Coca-Cola, Microsoft, IBM, General Electric, Intel, Nokia, Disney, McDonald’s, Marlboro y Mercedes. Significativamente, sin embargo, estos puestos no son estables porque la marca tiene vida, sufre enfermedades o recobra la salud tras haber desfallecido. En la relación del año 2003 tanto L’Oréal como Samsung y Toyota registraron notables ascensos mientras los escándalos contables afectaron a marcas de larga solvencia como Enron, Xerox, J. P. Morgan, Merrill Lynch y Morgan Stanley.

Por otro lado, firmas como Ford o Kodak, que fueron hasta hace unos años valores firmes en el hit parade, han padecido caídas espectaculares. Ford no ha conseguido sostener las ventas ni repetir un modelo mítico desde quizá el Ford Mustang, mientras Kodak ha recibido, en su producción de películas, el fuerte impacto de lo digital y de la competencia japonesa.

Los turcos, los españoles, los italianos, los austríacos o los franceses creyeron que sus cafés les distinguían como una seña de identidad, pero los locales prefabricados y marcados de Starbucks (pseudointelectuales, chics, pseudonaturales, esmaltados de música clásica, rociados de spray con aroma de café) son ahora miles en el planeta en detrimento de las instituciones locales. Hasta China contaba ya, en 2002, con cuarenta locales, uno de ellos situado en el interior de la Ciudad Prohibida.

El café de Starbucks no es el verdadero café de los cafés, pero, curiosamente, Starbucks desbanca incluso enViena al café tradicional. El café vienés posee mayor valor de uso pero no puede compararse en valor de cambio. Alexis de Tocqueville confesaba a mediados del siglo XIX que había visto en América «la imagen misma de la democracia», pero ahora su imagen es la cara de sus marcas.

De hecho, Estados Unidos no ha exportado con sus Levi’s, sus Kellogg’s o sus Harley-Davidson unos artículos más o menos útiles sino, ante todo, unos modos de vida y de creencias. En la India Pepsi Cola consiguió que su eslogan allí fuera «Yeh Dil Maange More!» («¡Este corazón quiere más!»), el grito lanzado por un mayor del ejército en el valle del Himalaya cuando en la guerra de Kargil, de 1998, sus tropas vencieron a las de Pakistán en un enfrentamiento inolvidable. Tras un caso así, no hace falta explicar por qué las ventas explotaron. La marca se había instalado entre los signos patriotas de la propia historia.

Con todo ello, la salida de la tupida esfera que han creado las marcas es no sólo difícil sino prácticamente imposible porque a través de ellas se ha gestado una cultura completa. Las supermarcas marcan la Tierra y le proporcionan referencias, hitos, signos, con los que se transmite un ámbito común. Reflexionábamos sobre nosotros y nuestras vidas; ahora además aprendemos de nuestra vida en relación con los consumos y entre los relatos del consumo. Consumir es relacionarse y resolverse en un cruce de existencias, chocar o ensamblarse con el exterior, aprender a tratarse en parte como objeto y habituarse a recibir su marca como un tú a tú. La identidad de una marca es hoy el pilar sobre el que giran las máximas estrategias de promoción y desarrollo, pero esta identidad, como todas las identidades, no se logra aisladamente. La identidad de la marca, como la identidad de las personas, nace de una interrelación, brota de un cruce entre las sugerencias del emisor y las percepciones del receptor. Como consecuencia, pues, la pesquisa en pro de la identidad de la marca debe seguir una vía que incluya siempre a los posibles clientes como consumidores y como fautores. O como declaraba Sony en 2004: «You make it Sony» («Usted hace que esto sea Sony»). La publicidad se alia a lo interpersonal o muere de su propia torpeza.