Para Wilhem Reich el orgón, la fuerza desencadenada en el momento del orgasmo, constituiría una energía revolucionaria avasalladora. No haría falta escoger entre orgía y revolución: la orgía conduciría a la salvación. Este malditismo es ahora el consumismo que invita al placer consigo, contigo y con los otros. Y, con los otros, no necesariamente por amor sino por la evidencia de que el supremo objeto de consumo ni siquiera soy yo a solas, como creyó el hiperindividualismo, sino yo con los demás. Un saber aprendido no en las parroquias ni en las madrazas, no en el campamento ni en los parlamentos, sino en los abarrotados pasillos de los supermercados, dentro y fuera de la red.
La energía que mueve la prosperidad procede de este principio de placer sobre el que prospera el auge del consumo. Cerca de la mitad de los productos que adquiere actualmente la población son menos instrumentales que discrecionales. Se adquieren en menor grado para atender un problema objetivo que para atender a sacudidas subjetivas, no para ser aplicados a algo sino a uno mismo. Estas solicitudes de consumo superfluo responden, según Pamela N. Danzinger (Why People Buy Things They Don’t Need, Dearbon, Trade Pub., Chicago, 2004), tanto a la decisión de darse gusto como a disfrutar con la posesión de un bien que traslada simbólicamente de situación o de clase.
El consumo contribuye al placer de ofrecerse satisfacciones a través de bienes materiales o espirituales destinados a una digestión preferentemente emocional y, en consecuencia, dura de someter, porque en él ha venido a cumplirse una de las sentencias del Dadá: «Lo inútil constituye lo más indispensable». Pero, por añadidura, el principio del placer, al que abrió las puertas la sociedad de consumo, no ha comportado la muerte de la realidad sino que el principio de realidad, la realidad misma, lo avala pragmáticamente en el crecimiento económico universal.
Y así se redondea el cambio moral, la apertura de otra época. Un tiempo, en fin, donde ha ido esfumándose la trascendencia en beneficio de la inmanencia y donde el peso del poder político ciudadano ha sido reemplazado gradualmente por la efectividad del poder de compra.
En el mundo desarrollado unos viven altamente endeudados y otros totalmente endeudados. En todo Occidente se oye decir a los analistas que los países, cualesquiera que sean, están viviendo por encima de sus posibilidades. ¿Se encontrará el mundo entero viviendo por encima de sus posibilidades reales y en consecuencia se habrá ascendido en la escala gracias a la imponente fuerza de lo irreal, la fuerza del Mal?
Acaso estos moralistas que se alarman desearían que las gentes gastaran menos, pero no es, de ningún modo, seguro que lo celebraran: cada vez que el grado de confianza de los consumidores decrece y con ello su gasto, la economía física o virtual se resienten, la bolsa baja y las verdaderas alarmas se disparan. El optimismo de la compra, y hasta su temeridad, ha mantenido las perspectivas empresariales en alza y, con ellas, las oportunidades de empleo, la renta y el consumo de nuevo. El consumo sin fin.
El ahorro acaba por sepultarnos, pero por el consumo todavía no se nos ha visto perecer. Más bien al revés: gracias al consumismo hemos querido que todos los demás siguieran vivos. Que se incorporaran a la orgía consumidora y cesaran de hacernos daño con su inanición.
El consumo es hoy el rey de la creación. Durante el siglo XIX y gran parte del XX fue capital el mundo del trabajo. El trabajo constituía todo el haber del trabajador y, según enfatizaba Adam Smith, casi todo el capital del Capital. El trabajo, más la rareza de cada cosa, daba valor a las mercancías, mientras los trabajadores valían más o menos gracias a su labor y, por ella, eran o dejaban de ser. Ampliamente, omnímodamente, el trabajo era el motor del progreso, de su desarrollo y de su moral.
Hoy, sin embargo, el mundo económico no se forma, ni teórica ni prácticamente, tan sólo del trabajo, e incluso depende menos del trabajo que del consumo, menos de la productividad que de la energía consumidora, aunque, en su extremo, ambas se funden en una misma propulsión: el trabajador se encuentra en acción productiva tanto cuando está faenando como cuando está comprando. Su vida es, definitivamente, una cadena fabril continua. Una cinta sin término donde nada se pierde ni se entrega al tiempo libre de rentabilidad, puesto que todo el tiempo, la existencia completa se halla colonizada por el capital, entregada a sus dominios y marcada por su sistema.
De hecho, el capitalismo aparece así camuflado en toda suerte de organización y sólo se detecta su colosal poder cuando se exhibe en gigantescas operaciones de fusión o masas de miles de millones de dólares. Pero ni aun así. Porque entonces la magnitud del fenómeno, su conmoción, termina acercándolo más a la categoría de los cataclismos naturales que a las finas tramas que condicionan nuestras vidas. El sistema imperante se ha dilatado tanto, se ha «naturalizado» tanto que se confunde con el aforo de lo real y cualquiera de sus movimientos se mezcla con la obviedad, la cotidianidad o el designio. El río que nos lleva está formado por la liquidez del sistema y serpentea por los mercados a lo largo de un curso donde ingresar y gastar. O también: la oficina y el centro comercial han derribado sus lindes productivos y, en conjunto, se ha formado un único loft vital.
Hasta hace tres décadas se esperaba que los países pobres progresarían siguiendo, paso a paso, el camino trazado por los países occidentales más ricos y con ello adoptarían, poco a poco, sus modelos de vida. Hoy, sin embargo, el contacto entre países ricos y países pobres resulta de carácter explosivo, y lejos de promover un mimetismo regular, desencadena una suerte de contagio terrorista, epidémico, trastornador. Los dos modelos entran en relación no para dar lugar a una homeopática transfusión de bienestar sino para injertar valores, patrimonio espiritual, compulsiones que reemplazan violentamente las pautas que fueron de larguísima tradición.
Ni el ascetismo pregonado por Confucio o Buda ha detenido el contagio de los mall en China o en la India, a pesar de las primeras y grandes resistencias. En 2005 ya había en China cuatro macrocentros comerciales, dos de ellos (South China Mall y Golden Resources Mall) mayores incluso que el West Edmonton Mall de Alberta, en Canadá, considerado, hasta hace poco, el ejemplar supremo. En los pocos años que han transcurrido del siglo XXI se han inaugurado otros cuatrocientos centros comerciales más en la nación, y algo semejante está ocurriendo en la India o en Indonesia, en Tailandia o en Corea del Sur, donde paralelamente el ahorro ha descendido desde la cuarta parte de los ingresos a poco más del 6 por ciento.
En Japón, donde siempre se ahorró mucho, la tasa bajará, según las previsiones, hasta menos de cero en 2007. En todo el mundo, las familias han aumentado sus endeudamientos dirigidos a convertir la cultura del consumo en cultura general. Adquirir objetos, asumirlos, abrazarse a su condición proteica equivale a desplegar un proceso miniético donde el mundo no occidental se recoloniza a través de una extraña feria de placer consumidor.
En la actualidad, la economía mundial ha llegado a depender tanto de los niveles de consumo que si los habitantes redujeran a la mitad sus dispendios el resultado podría llevar a una formidable implosión. No consumir lo suficiente —de acuerdo con la econometría internacional— es trabar el crecimiento y el sentido del desarrollo, de manera que los que se declaran no consumistas son, más o menos, como los electores abstencionistas: dislocadores del orden social.
La expresión «sociedad de consumo» apareció por primera vez en los años veinte en Estados Unidos y se popularizó en el mundo occidental durante los años cincuenta y sesenta. Decir, sin embargo, sociedad de consumo para designar la sociedad actual resulta tan ocioso como redundante. O hay consumo o no hay sociedad. La vitalidad de la sociedad es ya dependiente de la vitalidad del consumo y, al cabo, la cultura se encuentra entremezclada con sus requerimientos. Nuestro destino se juega en el interior de esa esfera y la crítica a la cultura de consumo es una ocupación inútil que ni siquiera es capaz de imaginar la afectación del objeto al que dirige su inquina.
Por otra parte, la cultura del consumo masivo es inconcebible sin el masivo desarrollo de los mass media. La comunicación de masas y el consumo de masas se cruzan en una catálisis reproductora. La primera remite al segundo y los segundos a la primera. Los medios de comunicación de masas hacen posible el consumo de masas y se potencian por el sujeto receptor, consumidor. Conceptualmente, históricamente, funcionalmente, el consumo de objetos corre paralelo al consumo de los media y sus mensajes, como señuelos y como objetos puros. El actual sujeto consumidor es un consumidor absoluto y explícito, tanto de informaciones como de los propios medios de comunicación. Es un consumidor sin tregua puesto que de ahí obtiene su indiscutible condición de contemporaneidad.
Por su parte, los media reproducen las fuerzas del consumismo mientras se reproducen a sí mismos en cuanto elementos de la misma especie, de la misma actualidad. Los media actúan como la visión de la sociedad mientras la sociedad al otro lado de la pantalla va conformándose con la visión de los media. Unos y otros, sujetos y objetos, mantienen a ambos lados de la emisión un diálogo ininterrumpido. Unos y otros se redundan, se identifican, se funden. Objetos y sujetos se comunican a través de la membrana de los media que hace doblemente el papel de espejo y plasma. Los sujetos y los objetos entran y salen de los media, pero en un caudal tan copioso que el dintel se borra y las escenas de una y otra parte se traducen en una sola escena, un espacio diáfano que, como ocurre con el capitalismo, tiende a perder sus confines, a difundirse como realidad.
No habrá, pues, ningún espacio mercantil neto ni tampoco un perímetro para el sistema capitalista. ¿Tampoco lucha de clases? La sociedad de consumo culmina dentro del actual capitalismo de ficción la desaparición del sistema como sistema, la desaparición de sus contradicciones internas en cuanto conflicto destructor. El capitalismo pasa de ser una forma concreta a una transparencia pasajera. Desaparece así, como formación histórica, para hacerse dueño de la historia, tal y como Marx soñaba, paradójicamente, para el comunismo. Un capitalismo dueño de la realidad y de la producción de realidad, donde fácilmente se incluye la virtualidad, la clonación o el artificio tras alcanzar el monopolio de la fabricación en sus múltiples colecciones de apariencia. Esto es el capitalismo de ficción.
La obra mayor de Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo (Alianza, Madrid, 1977), presagiaba el conflicto que podría crearse dentro del capitalismo entre las maneras de ser en el mundo del trabajo, derivadas del ascetismo protestante, y un modo de vida basado en el goce inmediato, según aireaba el consumismo. Un conflicto que, al fin, no fue tal sino, por el contrario, un efecto acelerador. Así, la obra más citada de Bell se ha convertido en su obra más acertada si se lee, aproximadamente, en sentido inverso. Contradicciones, sí, pero en lugar de romper inútilmente el mecanismo, desencadenaron un superaccidente de cuya influencia el capitalismo salió tan rejuvenecido como por un exfoliante de Clarins.
De otra manera, igualmente alarmista, los «revolucionarios» del 68 se oponían a la entonces incipiente sociedad de consumo considerándola nefasta para la condición humana. «El consumismo —decía Baudrillard en 1970— es un sistema que se encuentra en trance de destruir las bases del ser humano» (La société de consommation, Denoël, París, 1970). Complementariamente, si los protagonistas del 68 apelaban a la creatividad, al placer, al poder de la imaginación, a una liberación de todas las dimensiones de la existencia, hacían también un llamamiento para la destrucción de la sociedad de consumo que vino a ser después, contradictoriamente, lo más creativo que cabía imaginar y que situaba el placer, la invención y el mito de la liberación personal como motivos del desarrollo.
¿Auténtica liberación personal? Según se tome, porque igual que la nueva agricultura (o la nueva procreación de seres humanos) no se interesa en explotar las tierras (los cuerpos) para obtener cosechas de ellas (o ellos) sino que busca crear frutos artificiales en vilo, el capitalismo de ficción no se detiene en entregar bienes sino en crear realidades. Otras realidades diseñadas y favorecidas por el desarrollo del consumidor cuyo deseo no se sacia ya con más productos sino que busca recibir más vidas.
El nuevo consumidor, en efecto, ya no persigue tanto deslumbrar al vecino con su compra como mejorar la calidad de su existencia. El consumidor sabe más lo que hace y no vive para el consumismo sino para aprovecharse de él. Lo necesario fue antes esencial para vivir, pero hoy lo necesario se encuentra siempre más allá de lo indispensable.
¿Es pues pecado consumir? ¿Es pecado mortal consumir más? Pero ¿y ahorrar? ¿No es reaccionario ahorrar? Mediante el consumo hemos ingresado en una fase histórica desconocida y compleja. Ser un sujeto civilizado, participativo y actuante conlleva ser un sujeto consumidor en sus múltiples dimensiones electivas, selectivas, conflictivas. Ser un consumidor lleva probablemente a convertirse en un consumidor de sí, transmutando el yo en el máximo objeto, el artículo supremo.
En La parte maldita (Icaria, Barcelona, 1987), Georges Bataille identificaba el motor revolucionario con la suma de las fuerzas individuales que luchaban para darse gusto. Darse gusto personal, seguir las indicaciones del deseo, parecía subversivo en el capitalismo de producción, pero, después, en el capitalismo de consumo, obedecer las leyes del deseo nos identifica con las leyes regulares de la producción. La parte maldita de Bataille contenía la crítica viviente del capitalismo de producción, pero aquel capitalismo abnegado ha sido superado por otro modelo donde el principio de placer hace las veces del principio de realidad en una acrobacia de grandes resultados prácticos.
Frente a la idea del consumismo como un quehacer degradante del espíritu, la cultura del consumo ha demostrado su energía positiva; la fuerza revolucionaria del Mal. O incluso: contra las voces de los agoreros que pronosticaron una alienación del consumidor, su embrutecimiento y su pasividad ante la manipulación de los mass media, el consumo ha desarrollado una impensable conciencia de derechos sociales e individuales, y ha contribuido a crear un sujeto crítico y activo. De hecho, el mundo del consumo ha extraído del principio de placer un poder ingnífugo que ha desmentido el pronóstico de conducirnos irremediablemente al infierno.
Hoy, mientras el trabajo aparta y divide, quema y descarta, jubila anticipadamente, despide masivamente o entrega pagas basura, el consumo cumple el simulacro de la personalización, la libertad de elección y el ejercicio de la identidad. Por otra parte, si en el siglo XIX el trabajo lo era todo, en el siglo XXI es ya una ocupación en cuarentena, sometida a revisión y contraste con otras aspiraciones o deseos. Así, la identidad que antes provenía directa e intensamente de lo que cada cual hacía se ha «corroído» por los cambios de ocupación, los desarraigos profesionales, las actividades flexibles. Complementariamente, la organización por tareas y trabajos individualizados, donde una importante parte de la remuneración viene expresada en bonus (de guarderías, de vacaciones, de pensiones) asociados al cumplimiento de objetivos difíciles, ha creado una penitencia cruel que se manifiesta en frecuentes fenómenos de depresión, desorientación y fatiga. Nunca antes, entre la clase media, pareció tan insufrible la explotación laboral y, en consecuencia, más compensador el paseo eventual por los escaparates. Las elecciones religiosas, los deportes, los actos caritativos, el cine, los videojuegos, las relaciones de amistad o amor en la red, los viajes, las psicoterapias y taloterapias, las corporaciones dermoestéticas, las gimnasias, los cursillos de cata han ido componiendo un territorio de actividades paralelo al mundo del trabajo y de valor compensador. Ni el trabajo resulta ser el pilar vital en que se tenía, ni tampoco el amor doméstico la otra consolación.
Pasados ahora los años de la novedad consumista, lo que el consumo aporta es un creciente bien social, simulado o no. Una experiencia de significados que llega a través del deleite del gasto y una extraña bondad, sedativa o exultante, que nace del Mal hedonista. Hace cincuenta años, todavía sin revolución sexual, se pretendía una revolución laboral y una abolición de la jerarquía y la autoridad. La escuela, la familia, el psiquiátrico, el Estado tenían enfrente la antiescuela, el feminismo, la antipsiquiatría, el anarquismo, para alcanzar de este modo antirrepresivo un mundo más justo, más libre, más cabal. Pero ahora, con la revolución sexual desplegada, la escuela desbaratada, la familia disgregada y el feminismo ahogado de éxito, crece, como energía renovable, el principio del placer (jugando, simbolizando, dialogando) que propaga la cultura del consumo y su colección de atracciones.
¿Ilusiones del consumidor? ¿Fantasías de la publicidad? ¿Frustraciones sucesivas tras la posesión del objeto? Probablemente. Los seres humanos no se complacen nunca con lo que poseen o consumen porque, como decía Freud, después de que el sujeto haya experimentado en su infancia el goce de tenerlo todo, haber sido omnipotente gracias a las absolutas atenciones de la madre, ¿qué podrá satisfacerlo en la madurez? Pero la frustración consecutiva ha venido actuando como un eficiente motor con resultado doble: de una parte ha impulsado sin cesar la secuencia consumidora, económicamente productiva; de otra, ha hecho del deseo un bien sostenible, una vivacidad permanente sobre la que se monta la apariencia festiva y fragmentada.
¿Una simulación? ¿Qué importancia tendría? Si hemos perdido la función realística de la realidad, ¿qué importa el grado de realidad y virtualidad que subsista? Precisamente el caudal de ficciones e ideologías propagado a partir del objeto aureolado, de la mitología de las marcas y de las narraciones publicitarias, ha promovido un nuevo encantamiento del mundo y los derechos son propiedad de la maldad consumista.
Efectivamente, la victoria del consumo de masas ha significado una transformación devastadora, tanto respecto al pasado como respecto al porvenir. Su exaltación del momento presente ha convertido el instante en materia radiante, la actualidad en la escena suprema y la metafísica en papiroflexia. ¿Cómo no entender, por tanto, el malestar de los profetas, de los historiadores o de los ilustrados? La enfatización del presente ha reducido el valor de los procesos y ha achicado decisivamente la importancia de la memoria. Con una consecuencia relevante para los modos de entender la vida: el anhelo de desarrollar una existencia hacia una meta distante ha sido reemplazado por el afán de absorber el instante porque «el ahora es —por fin— la eternidad».
Todas las instituciones edificadas históricamente sobre el aplazamiento de la satisfacción, se trate de la recompensa sexual tras las nupcias, del poder tras las oposiciones o de la santificación tras los largos procesos, han ido quedando obsoletas. Ni un santo, ni una esposa, ni un notario conservan la mitad de la categoría de hace treinta años. Ahora no hay obispo ni catedrático que nos parezca de rango extraordinario, pero tampoco se lo parece a sus propias instituciones, que les hacen vivir con sueldos infamantes. No hay grandes ni purpuradas categorías de color indeleble, sino empleos, cargos, puestos móviles, en consonancia con el cambiante vestuario del consumo. Sólo el yo sería el posible broche unificador de la vida. Pero ni eso. El yo zarandeado por el viaje, la flexibilidad, la novedad, el traslado, trata a su vez de comportarse como un artista y hacer de su vida una productora con filmes de todos los géneros.
La existencia y el consumo han juntado sus decisiones y en este lazo cunde tanto la vitalidad del consumo como el consumo de vida. La vida, incluso, como máximo objeto de consumo: objeto o artefacto del que extraer el mejor provecho, el sabor idóneo, la máxima variedad.
Ser consumidor no es, por tanto, una característica episódica o accidental; constituye una condición central, porque la cultura del consumo marca también nuestra escena personal, desde el deporte hasta la fe, desde el grupo al uno a uno. La aceleración de los consumos, sus mudanzas, sus pujanzas nos alteran como un consumo más y, en las empresas o en las parejas, nos vemos desgastados u obsoletos de manera parecida a los avatares que siguen los objetos. El reciclaje, la restauración, el revival de las cosas se corresponde con nuestros reciclajes constantes, con nuestra indispensable restauración mediante injertos o liftings, con nuestra ilusión de juventud sin término o con nuestro retorno a pueblos y alimentos biológicos como si estar aquí equivaliera a vivir en las pantallas o reiniciarse sin cesar y no apagarse definitivamente nunca.