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El trabajo sin felicidad

Hasta hace poco se admitía que la mayor parte de lo que realmente la gente desea —amor, amistad, respeto, familia, protección, diversión— no era valorado económicamente y, en consecuencia, no existiría en el mercado. Pero ahora en el mercado se encuentra de todo y la economía, tradicionalmente conocida como «ciencia lúgubre», ha prestado atención a la felicidad. Según Expansión (24 de enero de 2005), un equipo de investigación norteamericano de la Universidad de Princeton dirigido por Daniel Kahneman —Nobel de Economía en 2002— y Alan Krueger, profesor de economía en esa institución, está elaborando un medidor del bienestar nacional menos dependiente de los ingresos y más ajustado a los diversos parámetros que proporcionan felicidad personal. No son además los únicos que han introducido o ensayado valoraciones semejantes según ha estudiado Vidal Beneyto.

Watzlawick cuenta en unos de sus libros una historia ocurrida en una familia de clase media judía donde el hijo dice: «Pienso casarme con la señorita Katz». «Pero la señorita Katz no tiene dinero para la dote», dice el padre. «Sólo con ella podré ser feliz», replica el hijo. «¿Ser feliz? —concluye el padre—, ¿y qué ganas con ello?»

Ser feliz ha sido, durante mucho tiempo, un asunto de poco relieve para el hombre. Tan sólo las mujeres y los niños tenían derecho a entretenerse en buscar felicidad. Los hombres en cuanto productores bragados no se empeñaban en la felicidad propiamente dicha sino en la prosperidad. No se detenían, por tanto, con el cuento de casarse y ser felices al modo de la típica mujer burguesa. Todo aquello constituía un mundo demasiado delicado e ineficiente para un varón a quien correspondían otras metas de mayor sustancia.

Pero ser feliz, aprender a ser feliz (algo tan propiamente de las mujeres), es una de las grandes llamadas mediáticas de la cultura de consumo. Esta satisfacción coincide unas veces con la sofisticación, como sería el caso de hacerse servir café cuyos granos se los comen las civetas y se recogen después entre sus excrementos (33,5 euros los 100 gramos en París), y otras con la máxima simpleza, el minimalismo radical.

De esta última manera es como el espíritu ha ido transformándose en un condimento exquisito. No basta con comer o beber bien, hay que hacerlo además en un restaurante histórico, poético o estrafalario. El vino, las setas, la perdiz o las lentejas han adquirido, en algunos casos, el tratamiento de bienes sagrados, propios de un estadio donde tras haberse saciado de materiales tangibles se codicia el aura, donde tras abastecerse de la cantidad importa la calidad. El primer consumidor, de condición macho, se mostraba arrobado por la abundancia y seguía desarbolado por el portento de poseer mucho de todo. El nuevo consumidor, en cambio, más femenino, ama y distingue la calidad tanto como se ama a sí mismo. Se cuida de sí como nunca lo hizo antes, y blande ante el productor, la publicidad y la oficina de marketing una exigencia que está desconcertando a los profesionales de la venta, puesto que el objetivo de la solicitud no termina ya en la cosa, ni tampoco en la calidad de la cosa sino que llega hasta la calidad de vida y, con ella, a asuntos de la ética, la política y la sensibilidad.

Paradójicamente, mientras los obispos claman contra el materialismo del mundo, el mundo se reconvierte, ahíto de sí mismo, en una factoría de depuración espiritual. De la misma manera que «el efecto Beaubourg» que describió Baudrillard conseguiría que la cultura de masas acabara con la cultura de masas, el consumo de masas acabará con el consumo de masa. No con el consumo en general pero sí con su aspecto más bárbaro. Y como ya está ocurriendo, girará hacia el consumo también de caridad local, de piedad por el tercer mundo, o de televisión mejor.

Este paladar más fino y sentimental, propio de la «feminidad femenina», es un signo de la actualidad. Ahora es realmente inconveniente cualquier cosa que no contenga una adición neofemenina y sentimental, sea en porciones ínfimas de perfume caro, sea en cucharadas gay. La maternidad ha tapado a la paternidad y hoy todos los padres de verdad desean parecerse a sus madres. De esa forma creen llegar a ser más personas.

Llegar a ser persona parece, en teoría, un objetivo tan cerca de un sexo como de otro, pero efectivamente más próximo a las mujeres. No a todas, evidentemente, pero sí a una proporción notable, y ello por su peculiar relación con la sexualidad, porque mientras el hombre ha aparecido en la historia subyugado por el sexo al extremo de convertirse en maltratador y criminal, las mujeres han podido utilizarlo en su provecho (maternal, económico, recreativo) con incomparable dominio. Así, mientras que el hombre ha asesinado, se ha arruinado, se ha suicidado por pasión, las mujeres sólo sucumbieron excepcionalmente.

A lo largo de la historia, la mujer ha debido controlar su sexo para conseguir estimación social y contraer matrimonio, ha debido aprender a administrarlo con tino antes de los anticonceptivos y a enfocarlo utilitariamente en su vocación de madre. Como consecuencia, mientras que los hombres han sido tironeados infatigablemente por las hormonas, las mujeres fueron instruidas (y diseñadas biológicamente) para llevar las riendas.

La mujer era el pecado (gracias a los hombres), pero ella no necesitaba alocadamente pecar. Los sujetos cometían los pecados y ellas, en cuanto objetos, se dejaban, o no, acometer. Las mujeres provocaban (pretendiéndolo o no) que los hombres perdieran la cabeza y era así como les privaban temporalmente de ser sujetos. Los decapitaban en cuanto tales sujetos y los convertían en objetos para sí. No objetos para disfrute sexual principal o exclusivamente, como se ha imputado a los varones, sino para otros fines más rentables, sean la procreación, la protección o la alimentación.

Hasta hace muy poco, mientras duró este machismo, el hombre necesitaba radicalmente a la mujer para afianzar su identidad sexual, mientras la mujer no necesitaba al hombre para eso. He aquí la tremenda asimetría fundamental. Pero ahora, por añadidura, no lo necesita ni para la maternidad.

Durante siglos y siglos, los hombres se han aplicado con denuedo a la tarea de redactar poemas, pintar cuadros de amantes o componer melodías que derrochaban pasión, melancolía o desesperación, pero las mujeres no. Toda la carga de la prueba sobre la calidad de una relación sexual ha venido recayendo sobre el macho, mientras ellas podían ocuparse en otros menesteres. La frigidez femenina, contrariamente a la calumnia común, no es prueba de la inepcia masculina sino acaso el indicio de la ventaja de que ha disfrutado la mujer, protegida contra los delirios del sexo y estratégicamente acomodada en la pasividad.

En el sexo, las mujeres —salvo anomalías documentadas— han disfrutado un benéfico enfriamiento desde el que contemplar los halagadores espectáculos de inmolaciones, desbarramientos y hechos ridículos de los varones.

La crecida del feminismo propagó el descrédito de los hombres y su fama de insoportables brutos. No consideraban, obviamente, que si el sexo los embrutecía, los enloquecía o no les dejaba pensar en otra cosa, era debido a la extrema represión de la mujer y por la mujer, como ha enseñado Castilla del Pino. No reprimían, efectivamente, en nombre propio, no para su exclusivo provecho personal, sino en cuanto obligados baluartes de los valores en el capitalismo de producción, cuando el ahorro era clave para el progreso. O bien, cuando la acumulación del capital y la contención del deseo constituían la potencia del crecimiento.

Ahora, no obstante, cuando la industria lleva a una producción masiva y la demanda debe ser masiva, el derroche se hace indispensable y se alza en regla extensible a todo: a la sexualidad sin excepciones de sexo, al consumo de bienes sin excepciones de estatus, al consumo del otro sin excepción del yo. Y día a día, efectivamente, requiriendo una mejor relación calidad/precio.

El consumidor que exige calidad no es sólo melindre para la leche del bebé, sino que acaba siendo también aprensivo para la democracia barata, el timo de la crema adelgazante o la incompetencia del concejal. El consumo supone aprendizaje de lo social, pericia para dirimir, confianza para demandar, firmeza contra el estafador, de manera que la comunidad se vuelve vigilante y vindicante en un grado superlativo. En este sentido, un gran ejemplo es la exigencia consumidora de una oferta de trabajo que sea compatible con la vida familiar, una vida laboral que sea acorde con la calidad de vida. Por el momento no sólo las mujeres son las que mayor interés muestran en ello sino que han empezado a organizarse para hacer efectiva su petición.

A finales de 2004, Financial Times informaba de que «Un creciente número de mujeres triunfadoras, que hace diez o quince años habían consagrado todo su tiempo a la profesión, están cuestionando sus propias ambiciones y las exigencias de la profesión elegida para buscar otros modelos de vida y de trabajo. De hecho, en 2003, la London School of Economics concluyó que entre el 60 y el 70 por ciento de las madres en Gran Bretaña son lo que se conoce como «adaptive women», mujeres que preferirían en el caso de tener niños, alterar sus modelos de trabajo para acomodarlos a las necesidades familiares».

A la «interrupción voluntaria del embarazo», que facilitó la píldora en los años sesenta, está sucediendo ahora lo que los franceses llaman la «interrupción voluntaria de la carrera». Las mujeres, y no precisamente las peor preparadas, abandonan crecientemente sus puestos en la empresa para volver al hogar y cuidar de sus hijos. ¿Cuál es la verdadera causa? ¿Se han decepcionado de la profesión? ¿Están hartas de los jefes? ¿Prefieren las cargas familiares en lugar del mobbing o el burning? De todo hay, pero, relevantemente, tanto para ejecutivas como para ejecutivos la tensión laboral está provocando una desafección profesional que no se conocía hace diez años. «Masificados y banalizados, los profesionales dependientes, ejecutivos de nivel medio, se encuentran cada vez más cerca de los trabajadores manuales de otro tiempo: explotados, resentidos, deseando lo peor para el capitalismo», dice François Dupuy en La fatigue des élites. Le capitalisme et ses cadres (Seuil, París, 2005).

Los hombres no abandonan todavía sus puestos, pero las mujeres sí. Cuarenta años después de la revolución feminista, el mercado laboral de Estados Unidos y el área más rica de Europa refleja un fenómeno paradójico: pese a que las mujeres constituyen el segmento mejor formado de las clases profesionales, tanto en número de licenciaturas como en másters, son las que demuestran un interés cada vez menor por consagrarse a sus carreras.

Una primera razón tiene que ver con la maternidad y la otra con el talante empresarial. La atracción que una madre siente por criar a sus hijos no necesita explicación. Es cierto que las feministas de los sesenta gritaban «maternidad/alienación», pero cualquiera podía distinguir de más cerca la calidad de esos personajes estridentes. Las hijas de aquellas activistas, ahora en la treintena, han asistido a la desarticulación de demasiados hogares, y ser madre, hacer de madre, les parece todo menos alienarse. «Pensaba encontrar mujeres que se quedaban en casa por tradición o por imposibilidad de hacer otra cosa —declara la socióloga Dominique Maison—. Pero he visto diplomadas que llevan esta vida por elección y consideran su rol de madre como un verdadero trabajo» (Grandeur et servitudes domestiques: expérience sociale de femmes au foyer, CNAF, 2005).

Las mujeres que regresan al hogar no son timoratas ni reaccionarias, sino una vanguardia que denuncia clamorosamente las malas condiciones del presente mundo laboral. Especialmente para ellas. Un factor general se refiere a las dificultades insufribles que siguen imperando en los empleos para compatibilizar la familia y la profesión. Otro, más particular y sexista, tiene que ver con los obstáculos que encuentran las mujeres para ocupar puestos de interés y poder máximos. Porque si bien parece cierto que las mujeres son menos competitivas que los hombres para los cargos de responsabilidad media, no les falta ambición y compromiso para ostentar los puestos más altos.

Hace veinte años que The Wall Street Journal introdujo la expresión «glass ceiling» («techo de cristal») para describir el tope que encontraban las mujeres en su ascenso, y las condiciones objetivas no han variado mucho. El techo de cristal determina que entre diez altos ejecutivos de las grandes empresas multinacionales sólo uno es mujer.

Para investigar esta desigualdad pertinaz se han creado comisiones gubernamentales y empresariales en varios países occidentales, y en Noruega, tan proclives a la discriminación positiva a favor de la mujer, se aprobó por decreto que, a partir de finales de 2006, todas las empresas deberán contar al menos con dos mujeres en sus consejos directivos. ¿Valgan o no valgan? Sí. Pero ya valen. Y no poco, precisamente.

La Universidad de Harvard, los departamentos de IBM, de Alcan o de Hewlett-Packard han coincidido en que un mayor número de mujeres en la dirección contribuye decisivamente al incremento de los beneficios. Las empresas de entretenimiento y comunicación, la banca y los seguros, las compañías de servicios, en general obtienen más provecho del prototipo femenino que del masculino, pero la inmensa mayoría de otras clases de empresa se beneficiarían de su eficaz disposición para trabajar en grupo, de sus habilidades para crear nexos internos y externos, de su demostrada superioridad para mejorar los ambientes afectivos dentro de la compañía.

Siendo así, ¿qué razón impide que las mujeres presidan en mayor proporción las grandes empresas? The Economist enunciaba, en julio de 2005, tres importantes motivos. Uno se refiere a que para ocupar los puestos más elevados es preciso demostrar no sólo un alto nivel de competencia, sino también mangonería política, noches de copas y complicidades con los amigotes. Otro motivo es que los hombres en general no suelen ser partidarios de recomendar a las mujeres para puestos de enjundia porque todavía les parecen frágiles, caprichosas o débiles para desenvolverse en el medio empresarial. Y, finalmente, por si faltaba poco, las empresas se inclinan ahora menos por estructurarse jerárquicamente. Tienden, según el estilo del mundo, a trabajar en red y se encuentra en boga la moda flat, no los dibujos piramidales del organigrama. ¿Conclusión? Que el techo permanece hasta en compañías intrínsecamente afeminadas, como Procter & Gamble, matriz de Tampax o de Max Factor.

¿Deprime esto a las mujeres? Deprime, pero no tanto a ellas como a las auditorías que insisten en los potenciales beneficios que están perdiendo sus clientes. Los headhunters se encuentran hoy con problemas para seleccionar hombres apropiados a las funciones de la nueva economía, y cuando tratan de buscar mujeres, tropiezan con que su disponibilidad no suele ser absoluta, y mucho menos en los entornos de su maternidad.

Uno de los peores efectos de estos recientes años neoliberales ha sido la interminable ampliación de la jornada de trabajo, que, explotando los medios de telecomunicación, no respeta espacios ni tiempos privados. El trabajo, seña de identidad pública, ha venido a ocupar la privacidad, y no precisamente para mejorarla. En una serie de charlas en la London School of Economics, Richard Layard exponía, en marzo de 2003, los pequicios empresariales de esta absurda penitencia recalcando que, a pesar del progreso material de los últimos cincuenta años, no se registran signos de una mejora en la felicidad. Más bien, la primera causa de que la depresión haya crecido espectacularmente en los últimos treinta años se atribuye a la creciente insatisfacción de grupos sociales que, trabajando más que nunca, no encuentran la recompensa personal de los años cincuenta y sesenta. ¿Solución? Las mejores publicaciones económicas recomiendan sin cesar medidas urgentes y eficaces para acabar con la rigidez laboral, las largas jornadas y su presión insoportable. Pero la dinámica de la cultura de consumo será, con todo, quien termine con esta opresión tan diacrónica como inconsecuente con la demanda de calidad, porque el consumidor/trabajador actual no es ya el sumiso y fiel empleado de otros tiempos.