Ser humano, llorar en los entierros, acudir a las manifestaciones en favor de las víctimas, convertir en grandes éxitos los documentales sobre países indigentes, apadrinar a un niño peruano, inscribirse en un voluntariado son quehaceres del individuo puesto al día. Ahora nada cobra pleno sentido sin la prestación humanitaria, el contacto solidario, la red o el link. Este nuevo sujeto, propicio a la joint-venture, volcado en el chat, proclive a los viajes, tolerante, intercultural, es un individuo que aspira a ser persona, o mejor: a ser otra mujer.
No una mujer como las demás, sino una edición recién estrenada de mujer. Porque este prototipo, con morfología de macho o hembra pero con leve alma de grupo, se desea liberado (liberado del conformismo, liberado de sí) y abierto a diferentes contextos. Lo característico de este sujeto no serán ni los compromisos fuertes ni los permanentes, pero sí la interconexión y el engarce múltiple, para lo cual el buen humor, tan presente en las estrategias del marketing, será el pegamento imprescindible. Una actitud de cercanía que pone en el centro el valor de la emoción.
En 2003, la Universidad de Oxford publicó un estudio donde se afirmaba que para encontrar hoy un buen trabajo es preferible no ostentar un saber muy profundo y concreto. Las empresas se declaran hartas de los sabihondos y prefieren tipos despiertos, con don de gentes y habilidad para formar grupos. El cambio en la valoración de los currículos ha sido notable desde comienzos de los años setenta, pero clamoroso en el siglo XXI.
En la época industrial se requerían saberes específicos para tratar con las máquinas, pero hoy, en el amplio universo de los servicios y de la robótica, la demanda se fija no en los buenos técnicos sino en las personas buenas, gentes encantadoras que se comporten afablemente y gocen de intuición y empatia. ¿Una mujer? Un tipo, en fin, cuya formación haya sido orientada menos a crear musculatura que elasticidad, más hacia la perceptibilidad que a la perorata. La cultura, los conocimientos, la información no deben venir acumulados como un fardo sino a la manera de un tono que favorece la impresión y la comprensión en un medio heterogéneo.
La importante figura del manager, desarrollada a finales de los años ochenta, es un indicio significativo. El manager no desempeña una tarea delimitada y concreta, sino que se ocupa de atender a unos y a otros empleados o clientes, a mejorar las relaciones entre departamentos, a impulsar la motivación y a impulsar iniciativas. En los círculos profesionales se les conoce como «animadores de equipo» o como «donneurs de soufflé» («donadores de aliento»), listos para actuar cuando las fuerzas corporativas están fallando o el estímulo se desgasta. Su función ha crecido de tal manera que la Harvard Business Review de junio de 2005 decía: «El valor del manager no acaba en su función de soporte, sino que se constituye en eje central del proceso de gestión».
Ocupado en las relaciones de los trabajadores en cuanto seres humanos, este corazón del organigrama («atleta de la empresa» se le denomina) debe ostentar atributos capaces de convertirle en figura de referencia y apoyo. Los managers se distinguen así de los «cuadros», en que lo suyo es, precisamente, la «esfericidad», la disposición en todas las direcciones.
Muchas de las tradicionales empresas son hoy negocios de servicios, pero también, en muchas industrias, el coste del personal resulta ahora más alto que el del capital, y los estados de ánimo del trabajador junto al grado de su actitud creadora han cobrado relevancia extraordinaria. A The Rise of the Creative Class (Basic Books, Nueva York), de 2002, su autor, Richard Florida, añadió, en 2005, otra obra titulada The Flight of the Creative Class. The New Global Competition for Talent (Harper Business, Nueva York) referido esta vez a diferentes países y no tan sólo a Estados Unidos. Este nuevo volumen aplica a China, India o Europa la tesis de que el desarrollo de la economía se apoyará cada vez más en el talento y la sensibilidad de ciertas personas (inventores, artistas, diseñadores, interioristas) y destaca el gran impacto internacional alcanzado por ciudades como Vancouver, Dublín, Bangalore o Singapur, donde se han ido concentrando estos profesionales y sus colaboradores.
Complementariamente, frente a la idea de la high tech que inauguró la «tercera ola» tecnológica, la tendencia en ascenso se llama high touch (alta emoción), según pronosticaba Naisbitt y su esposa, Nana, en un libro del mismo enunciado (High Tech, High Touch, Nicholas Brealey Pub., Naperville, Il., 2000). El mundo se globaliza con un modelo de inspiración femenina que estuvo arrinconado en el anterior capitalismo de producción pero que ahora llega por razones de mayor productividad y maximización de beneficios. O de otro modo: la cultura del capitalismo de consumo sería inimaginable sin el ascenso del principio del placer, y la dinámica del principio de placer es inconcebible sin la autorización femenina.
La apertura sexual de la mujer, el formidable abandono de su autorrepresión y, de paso, el alivio de la represión sexual del otro serían base simbólica de la nueva economía de la extroversión y el gasto, el punto seminal del personismo en sustitución de otros ismos duros, como el hiperfeminismo o el hiperindividualismo.
El auge de la mujer personaliza la vida. Las mujeres establecen contactos allí donde van, de la iglesia al supermercado, de las farmacias a las playas, de manera que, como han anotado los profesionales del marketing, prácticamente todos los encuentros entre mujeres son personales y el modo en que se venden las cosas a una mujer parece tan decisivo o más que aquello que se vende.
La mujer personaliza con facilidad los objetos y les confiere, a menudo, un pseudoestatus de seres vivos. Mientras que el hombre ha tratado frecuentemente los objetos diarios como herramientas del trabajo dependiente, la mujer ha tratado con utensilios familiares y familiarizados. Los objetos del trabajo exterior fueron instrumentos para desempeñar tareas prefijadas por el patrón y su propiedad no correspondía al obrero. Los objetos que históricamente ha usado la mujer en la vida doméstica pertenecían a su dotación doméstica y se alineaban en la casa al lado de otros que conferían identidad y sentido. Las herramientas del asalariado sufren uno u otro grado de ajenidad, mientras que los utensilios domésticos —como los útiles del artesano— se integran en el muestrario de la existencia propia.
A los hombres, desde los más insignes, les ha interesado, en términos generales, el ser humano; pero a las mujeres les han interesado, especialmente, las personas. El filantropismo tiende a la abstracción, mientras que el personismo es sentimental y físico. El ascenso del personismo o, correlativamente, del modelo femenino sobre el masculino no provoca además el efecto de dependencia que se registraba con la supremacía masculina. La mujer ha sido el amor, el cuerpo, el colorido, mientras que el hombre detentaba la autoridad, la racionalidad, el no color. El hombre se ensalzaba con el poder de la fuerza, pero la gloria femenina es claramente otra cosa. El mundo puede ser más sutil siendo femenino y más complejo al estilo de las partituras todavía por interpretar.
La mujer ha mimetizado comportamientos, formas de vestir, costumbres y lenguajes masculinos desde hace cincuenta años, pero no ha variado tanto su valoración de lo bueno, lo malo y lo mejor. No ha sometido incondicionalmente la vida familiar a la vida laboral, no ha olvidado su maternidad y, en consecuencia, no ha situado el amor (el romántico, el familiar, el de las amigas) en posiciones de segunda fila. De la misma manera, la experiencia emocional sigue constituyendo una experiencia típicamente femenina y si ahora flota a gran escala en los medios sensacionalistas, en la política o en la economía cusmotizada, es gracias a que ellas han alcanzado una influencia mayor. Como consecuencia, la sociedad acentúa su consumo de efectos especiales, programas rosa, love marks.
El desarrollo del factor emocional (e-factor) en todos sus aspectos ha llevado a la transformación de parques y jardines, telediarios, comercios, novelas y diseño de webs, así como a la corrección de las teorías económicas y los índices que miden la riqueza social de los pueblos. Incluso en la tipología arquitectónica, a despecho de algunos falos soberbios (Foster, Nouvel o Pelli), la arquitecta iraquí Zaha Hadid, que no había conseguido materializar ninguno de sus proyectos en varios decenios, construye ahora sin tregua y ha sido galardonada con el Pritzker. Sus proyectos, antes carísimos y tecnológicamente casi irrealizables, despliegan velos, transparencias, escorzos de cristal a modo de una victoria de las finuras del género. Pero si se trata de los arquitectos, las obras de Koolhaas, Gehry, Alsop, Herzog & Meuron o Tuñón y Mansilla recalcan el olvido de lo que sería el quehacer viril.
La arquitectura emocional destaca sobre la racional de la misma manera que en los medios de comunicación de masas aumenta el efectismo. Una arquitectura fotogénica, dirigida a lanzar impactos mediáticos, se corresponde con una comunicación general que se apoya en los avatares del corazón.
Igualmente, el propio cuerpo, que fue menos objeto de atención para los hombres que para las mujeres, ha ganado protagonismo y muchísimos cuidados. Un índice de este fenómeno es el aumento en la demanda de cosméticos preparados para hombres, desde los bronceadores instantáneos o los défatigants hasta los antiarrugas y los reafirmantes. Clarins, L’Oréal, Biotherm, Shiseido, Estée Lauder, Avons, Nivea han lanzado líneas completas para el cuidado de la piel masculina, puesto que «el mercado de la mujer parece estar saturado», según Jean-Marc Mansvelt, director en Biotherm y pionero de este target. Pero incluso marcas muy femeninas lo han comprendido también: «A las mujeres se las debe hacer soñar con un discurso glamuroso. Para los hombres es necesario hablar de manera más concreta», dice Marie-Caroline Darbon, directora de marketing en Lancóme.
La belleza física parecía un asunto especialmente femenino y las perfumerías recibían siempre la inspiración de un gineceo rosa. Ahora, sin embargo, hay corners en los grandes almacenes dedicados a los hombres y las revistas del tipo FHM y Men’s Health no cesan de recomendar dietas, ejercicios y cosméticos. Hasta ciento sesenta mil millones de dólares anuales factura hoy la industria del maquillaje, de los acondicionadores del pelo, las cremas hidratantes, las cirugías y las píldoras adelgazantes, sin que todas las cifras dejen de crecer. Y no sólo en el mundo más desarrollado; en Brasil trabajan más mujeres para Avon (novecientas mil) que hombres y mujeres para el ejército.
La guerra contra la fealdad o el sobrepeso viene a ser como la otra batalla contra la discriminación, puesto que en todas partes los obesos suelen cobrar menos, y en Holanda, Alemania, Francia o Estados Unidos, varias empresas han constatado una estrecha relación entre belleza notable y notables cargos y privilegios. Como consecuencia, en Norteamérica la población gasta más en cosméticos que en educación, menos en instrucción que en seducción.
Hasta el cariño filial se encuentra afectado y, según la psicóloga Nancy Etcoff, los bebés quieren más a los padres de buena apariencia. ¿Derecho universal a la sanidad? A esta vieja demanda, propia de la Tercera Internacional, sucede la reclamación de la belleza para todos en los actuales tiempos personistas. Al derecho a la sanidad pública universal se agrega el derecho a la belleza para cada uno, de acuerdo con sus deseos.
De hecho, deseamos estar sanos no sólo para sentirnos bien con nosotros mismos, sino para lograr una positiva sentencia judicial, para ganar más dinero, para aprobar las oposiciones o para llegar al poder. Necesitamos sentirnos bien, vernos jóvenes y agraciados para ser agraciados, apreciados por los otros y extraer ventajas de una mayor cotización.
El capitalismo de producción procuraba a los obreros un salario de subsistencia como requisito para poder seguir extrayéndoles plusvalías. Ahora, dotarlos de un salario para que accedan al consumo se hace tan indispensable como no dejarles morir. Hasta las rígidas instituciones bancarias de antes vienen a ofrecernos préstamos on line o asistirnos personalmente con créditos fáciles para que no cesemos de gastar; para que no dejemos de ser productivos a través de la inédita energía del placer.
El placer sexual, el placer por antonomasia, ha parecido siempre menos importante para las mujeres que para los hombres, pero ahora, una vez que la mujer ha levantado las compuertas, la sexualidad se ha dispersado en todos los sentidos, géneros y subgéneros, desde los gays a las lesbianas y desde los transexuales a los queers. Esta vaporización de lo sexual da lugar a combinaciones múltiples dentro del mundo del consumo aunque con una cualidad fundamental. El conjunto se feminiza sin que esta cultura femenina, más ambigua y disipativa, aparezca como imposición sino como evolución. El mundo, en fin, se ha feminizado tanto que el erotismo femenino se ha convertido en el paradigma general de la cultura.
El patriarcado, que tomó a la mujer como objeto, troceó pormenorizadamente su cuerpo a efectos de aumentar la explotación del goce: los labios, los pechos, el pelo, las piernas, el culo. Siendo entonces la mujer un objeto se podía desmontar, saborear en porciones, fragmentar el recuerdo carnal porque lo interesante de las chicas era su repertorio en cuanto bocados y según los gustos de cada cual. Frente a ello, el hombre aparecía, supuestamente, como un ser entero; un personaje tan encajado en el papel de sujeto que era difícil de desear como un objeto.
El hombre estaba para mirar y la mujer para ser mirada. Éste era el mundo amoroso y, en su interior, la cosmética constituyó un quehacer eminentemente femenino, porque la palabra «cosmética» proviene de «cosmos» y su significado remite a la idea de poner en orden el mundo, reordenarlo de acuerdo con un patrón. La mujer recurría a la cosmética para gustar o, lo que es lo mismo, para adquirir la apariencia que respondiera a los gustos del hombre, «el patrón». De esa manera ella seducía, gustaba y con ello engatusaba; despertaba el deseo de ser poseída para, a través de esa atracción, lograr otras parcelas de la previa realidad subordinada.
El funcionamiento de este sistema asimétrico se deshace con la tendencia a la igualación, pero mientras el cuerpo de la mujer, tratado como objeto, ha demostrado de sobra su productividad, el tratamiento del cuerpo masculino como cosa ha dado, por el momento, muy poco de sí. ¿Hombres en cueros? Mientras el striptease de las mujeres dejaba absortos, el del hombre mueve demasiadas veces a la hilaridad.
Más aún: quienes de verdad están interesados en los cuerpos masculinos desnudos en la publicidad actual son menos las mujeres que el grupo gay, porque tanto para las mujeres como para los hombres lo más chic son todavía las chicas y lo sexy se encuentra en lo femenino, se trate de hombre o mujer.
Significativamente, en la primavera de 2005 apareció en varias ciudades francesas la publicidad de unos slips para hombres con encajes de color rojo, transparentes y ceñidos como si fueran bragas. La publicidad de Hom decía: «Te faire rougir de plaisir. Juste pour toi et moi» («Para hacerte enrojecer de placer. Justo para ti y para mí»). La erotización se recibía pues parasitariamente de la tradición femenina. Y el modelo general, también.
En todos los casos, el hombre asume estos cambios no como una pérdida de lo anterior sino como liberación más o menos secreta. Una liberación del sujeto machista, fálico y dominador, de tareas tan adustas como fatigosas. Una liberación del hombre a través del movimiento de liberación de la mujer y adoptando un modelo que, aunque dotado de feminidad adicional, no podrá llamarse ni feminizado ni masculinizado, sino actualizado. Compuesto de sujeto y de objeto sexual, convertido en sobjeto, sexo producido.
En la etapa del capitalismo de ficción sujeto y objeto se concillan, público y publicidad se interpenetran, y el sexo tiende al artificio. Porque el sexo que fue antes una realidad natural, materia prima en el capitalismo de producción, se revela ahora, de acuerdo con la feminista noción de «género», una realidad producida.
Cada cual, dentro del universo electivo que ha desarrollado el consumo, podría elegir ahora la dotación sexual y estilística según su conveniencia. Cada uno podría (teóricamente) coronar la ilusión (ilusionada, ilusionista, ¿ilusoria?) de un sexo generado: género masculino, género femenino, géneros mixtos desplegados a lo largo de un catálogo infinito. El sexo/género, que defienden actualmente las feministas, viene a ser igual a una performance, un papel que se desempeña a voluntad y de acuerdo con las diferentes secuencias de la biografía, un sexo, por tanto, de elección y coyuntura tal como hacen las drags y los travestís. Tal como se comportan en los anaqueles del supermercado las doscientas clases de champú y las 359 variedades de barras de labios.
¿Verdad? ¿Simulacro? «Sin reconocer esta verdad dramatúrgica (performática) del repertorio masculino-femenino toda política de emancipación estará condenada al fracaso», ha escrito la feminista Judith Butler (Trouble dans le genre. Pour un féminisme de la subversion, La Découverte, París, 2005). O más claro: sin la posibilidad de ejercitar todas las opciones con el asentimiento social se agudizarían —proclama Butler— las marginaciones de las minorías sexuales. No habrá, sin embargo, marginación sino fiesta si desaparece la censura de la imaginación.
Cabría decir, no obstante, que si lo masculino y lo femenino no fueran más que asignaciones circunstanciales, sin barreras entre sí, si no fueran sino mecanos flexibles y modelos para armar, ¿cómo se justificaría la continuidad del movimiento liberador de las mujeres? La liberación de Judith Butler y sus correligionarias quedaría asociada al amplio movimiento de liberación del consumidor (objetos y sujetos combinables) y la utopía se habría cumplido. Aceptada la homosexualidad y la heterosexualidad, la bisexualidad y la plurisexualidad, las lesbianas que hacen el amor con hombres, los gays que escogen el placer con heteros, más todas las formas inclasificadas de lo sicalíptico, la única transgresión posible es, como en el altermundismo, el NO. Así que existen ya grupos activos de «antisexualidad», en paralelo a los Adbusters o los contraconsumistas.
Esta corriente antisexualista nació entre los norteamericanos de los años noventa pero se ha extendido a partir de 2004 a varios países de Europa. Los «A» se reclaman como una minoría —1 por ciento de la población, según sus cálculos— que debe gozar de los máximos derechos, porque «ser asexual —declara David Jay, líder del site AVEN (Asexual Visibility and Education NetWork, www.asexuality.org— es sentirse como un ateo… Las gentes se sienten mal admitiendo que no experimentan ningún deseo sexual, pero yo no tengo pudor en decirlo. Puedo hablar de sexualidad con mis amigos, pero el acto sexual no me interesa, no me veo haciéndolo».
Miles de personas militan en AVEN y defienden la A-Pride attitude (el orgullo antisexual) con este eslogan: «¡La asexualidad no es exclusiva de las amebas!». ¿Puede pedirse más? ¿Puede pedirse menos? La cultura del consumo incluye el anticonsumo, de la misma manera que la verdadera Iglesia incluye a los descreídos y a los curas pedófilos. Nada permanece fuera de la fe ecuménica, nada escapa al universo del consumo conversacional, superficial, global.
El sexo, que ha perdido su alto valor de cambio para reciclarse en distracción, constituye una de las categorías renovadas de nuestro tiempo. Emancipada de lo religioso, de lo político, de lo moral, la sexualidad ha perdido gravedad simbólica y transgresora, pero ha ganado una insospechada difusión. La acción sexual de los años sesenta formaba parte del corazón revolucionario debido a la energía explosiva atribuida al orgasmo, pero la asexualidad de estos «A» del siglo XXI parece, cincuenta años después, un anticonsumo trivial dentro de la cultura del NO sin consecuencias.
Hace medio siglo, cuando estalló la sociedad de consumo, la mujer parecía ser el porvenir del hombre. Ahora el andrógino o el queer es el porvenir de ambos. O, mejor, el porvenir del «género», puesto que sujetos y objetos han ingresado en un sistema único donde la oposición masculino/femenino va borrándose y, en adelante, se tratará de un espacio sin aranceles. Como el mundo sin fronteras, como la masculinidad sin el falo, como el niño sin la infancia, como la feminidad sin la mujer, como el trabajo sin felicidad, como la infidelidad sin fe.