Han desaparecido los horarios, pero persiste el tiempo que acaso nos mata. Se dice que la globalización ha abatido el tiempo y el espacio. El espacio quizá sí. Pero el tiempo es central y personal. «El tiempo es un tigre que me devora; pero yo soy el tigre», decía Borges. Yo soy el tiempo que acosa y desengaña, ¿cómo podríamos prescindir de él? La muerte nos mira y nos calibra para establecerse. La fe religiosa se cita con ella, pero la cultura de consumo trata, por todos los medios, de expulsarla o deshacer su identidad.
Según la mitología religiosa, la muerte propicia el paso a una entidad superior, más poderosa y rica que la identidad humana. Sin muerte habríamos de conformarnos con la condición de seres humanos, pero la muerte nos coloca, según la fe, ante la oportunidad de llegar a ser ángeles, santos, condenados, criaturas inmortales. ¿Qué hace, sin embargo, la cultura de consumo, hedonista y neopagana, para sustituir esta gran oferta religiosa para los duros momentos de expirar? ¿Qué clase de superoferta ha preparado el capitalismo de ficción para hacernos eternamente felices?
El proyecto que el capitalismo de ficción ha emprendido contra la muerte constituye la operación de mayor envergadura que haya conocido la humanidad en conjunto y desde sus balbuceos en el Paraíso. La religión buscó la conversión de la muerte en «tránsito excelso» y todas las civilizaciones han repetido su pilar consolatorio en la grandilocuencia del más allá. Con esta idea, el imperio trasponía a sus súbitos el impulso de perpetuidad y se consolidaba como poder divino en permanente diálogo con las alturas. El aquí y el allá se vivían y se padecían o gozaban conjuntamente, y el tránsito, la transacción, la transparencia entre uno y otro paraje conferían a la muerte una característica pasajera, ni trágica ni capital.
El más allá se encontraba abierto de par en par y, en consecuencia, la muerte física era una especie de ficción indolora, un rito para lograr el ascenso a lo verdadero y supervital. Los muertos resucitaban, los cadáveres se incorporaban con agilidad, los desaparecidos se reunían con amigos y familiares en los recintos celestiales antes y después del Juicio Final. La mortalidad absoluta era una cuestión reservada a los brutos y a las plantas, así como a los muchos objetos no sagrados. Los seres humanos no morían nunca. Más bien nacían y se reproducían para dar ocasión a que se realizara el garantizado milagro de la eternidad.
Los hombres, y más tarde las mujeres provistas de alma, aparecían con un principio discreto, un nacimiento corriente, pero llegaban a un desenlace extraordinario. En el tramo intermedio, la divinidad o las divinidades se hacían presentes, y con su intervención, devorando o mimando sin tasa, convertían a las criaturas carnales más comunes en un picadillo inmortal.
La muerte individualizada no existió, por otra parte, hasta entrada la Edad Media. Hasta entonces se moría principalmente en masa, epidemiológicamente, catastróficamente, como una fatalidad nauseabunda e inherente a un mundo que se comportaba arbitrariamente y a granel. Con todo, se trataba siempre de muertes materiales que más tarde se reciclaban en espíritus exornados de virtud.
Sólo los animales y los objetos carentes de espacio adecuado para hospedar un alma morían miserablemente, se desintegraban y desaparecían en el polvo, mientras el sujeto, criatura teológica, se hallaba eximido de esa sevicia cruel. Con este discurso, halagador y persuasivo, emotivo y gratificador, el marketing religioso se hacía más prometedor que ninguna droga, más embaucador que cualquier hechizo. Y así ha venido triunfando hasta nuestros días. La religión provee de jaculatorias o soportes inspirados en el miedo a morir o ver morir a quienes amamos, y con la finalidad de mitigar el terror de un vacío absoluto donde se desintegraría nuestra identidad y la de todos aquellos que la amparan.
La cultura de consumo no niega la mortalidad de las personas, no propaga la historia de una vida posterior. Para la cultura de consumo todo se desarrolla aquí y ahora, pero paradójicamente es la cultura de consumo quien procura, en su extremo consumista, la alternativa gemela de la inmortalidad. Una alternativa simétrica pero servida a través de un estilo procedimental radicalmente inverso. Porque si la religión trata de superar la muerte concediéndole el valor de tránsito excelso, el consumo trata de borrar la muerte allanándola como un dato más; como un paso tan insignificante que no se ve ni debe llamar a la reflexión.
Los religiosos viven consolados mediante la creencia de que morir es el hecho consternador gracias al cual se ingresará en un ámbito prodigioso, bañado de felicidad. Contrariamente, los consumistas viven consolados respecto a la muerte negando su excepcionalidad o, más aún, reduciendo su relieve hasta alcanzar una consideración nula.
La cultura de consumo no incorpora el producto muerte en su repertorio de bienes y servicios, no censa el artículo muerte ni lo etiqueta, y no poseyendo reconocimiento ni precio desaparece del registro general. ¿Para qué serviría la muerte al consumidor? Ni aporta valor de uso ni tampoco valor de cambio. Al revés de lo que ocurre con el mismo elemento en el interior del sistema religioso, donde la muerte posee un valor de uso cabal y un valor de cambio portentoso.
La muerte se magnifica en los ceremoniales funerarios de las iglesias, se enaltece en las tumbas de los faraones, de los emperadores o de los Papas, se solemniza siempre entre los rezos más fervorosos del feligrés. Los panteones de hombres ilustres son monumentos históricos porque contienen el cuerpo y la extinción imprescindibles para transformar a los seres humanos en personajes eternos. Pero ¿dónde se encuentran esos panteones productivos en el sistema de consumo? ¿Cuándo se ha fundado un edificio comercial destinado a glorificar la defunción? Los tanatorios son, en todo caso, como estaciones de cercanías, lugares de tránsito hacia la inhumación sin restos de materia prima consumible. Igualmente, los ritos funerarios se han reducido en tiempo y significación con la finalidad acaso de que los cadáveres sean abandonados pronto en su encierro y hacer sentir que no ha pasado nada.
El cadáver incomoda como un objeto desbaratado e inservible. La muerte no es de este mundo eficiente, donde la vitalidad, la estimulación, el cambio incesante, el presente continuo, conforman sus factores de progreso. Frente a ellos, la mortalidad, la inanición, la inmovilidad, la trascendencia son elementos mostrencos y retardadores.
El sistema de consumo progresa gracias a la expulsión de la muerte porque se haría mal favor a sí mismo si se rozara con la consumación y sus síntomas. La filosofía central de la cultura consumidora establece que seguiremos asistiendo a novedades y ofertas sin fin, a cambios de vida y oportunidades inagotables, a temporadas sucesivas que reciclan el pretérito y garantizan su regreso en la nueva colección. Vivimos sin meta, envejecemos sin perder la juventud, enfermamos sin que, en ningún caso, signifique que podamos morir. En la etapa religiosa nos sacrificábamos con la esperanza de que los efectos especiales llegaran después. Ahora debemos atender sólo a las escenas del presente real o virtual. Aquí está todo lo que hay y lo que no hay, y el fatalismo de esta constatación redunda, necesariamente, en seres implicados en una experiencia intensa y surtida, propensa a la curiosidad, la aventura y el flirt. Y no sólo por la codicia de recibir más sino por el vicio mismo de probar y experimentar en los bordes, el fulgor de la muerte denegada y transformada en adrenalina pura. Vida al cien por cien.
La vida es aquí, extremadamente, todo a lo que se puede aspirar. Se trata del supremo objeto de consumo, el superartefacto especial, gracias a cuya acertada utilización obtenemos las máximas respuestas, aunque no todas benévolas. Nunca el vitalismo se halló, pues, tan requerido ni las condiciones (mercantiles, existenciales, imaginarias) fueron tan reclamadas para crear, siempre en vivo, la ficción de su reproducción sin defunción.
De hecho, la muerte que llega suele ser considerada como una disfunción, un defecto de la organización personal, un golpe que debe asumirse como consecuencia de algunos problemas todavía sin resolver. Y la vida seguirá, indemne y encuadrada en la corriente que, por su exigencia de celeridad y movimiento, prohíbe cargar con los muertos.
Los muertos apenas siguen representados en nuestras casas a la manera de la etapa del capitalismo de producción, apenas se les deja apoyarse en nuestro recuerdo, y las ayudas terapéuticas o farmacológicas tratan de aliviar tanto su peso como nuestro pesar. La superficialidad, la ligereza, la velocidad, aprendidas en la instrucción consumista, se oponen a la profundidad, la pesantez y el estatismo doloroso del difunto.
La persona fallecida no está pero parece que su recuerdo tampoco debe permanecer demasiado tiempo, tanto por su efecto doloroso como por su espesura. Los lutos de la muerte religiosa se prolongaban durante años puesto que la muerte constituía un gran suceso y los parientes permanecían como deudos, subordinados o dependientes, del desaparecido. Le debían todo el respeto a causa de haber ingresado en el más allá y le rendían culto como se hace con los santos, puesto que, efectivamente, su naturaleza había mejorado extraordinariamente. El muerto, desde el cielo, se convertía en objeto de invocación, susceptible de conceder favores imposibles, capaz de obrar milagros o de orientarnos mágicamente en los conflictos más impensados. El muerto era implorado por sus seres queridos como si el difunto, gracias a dejar la existencia, hubiera ganado poder y no, por el contrario, hubiera pasado a transmutarse en nada como parece ocurrir hoy.
La muerte, en fin, vale ya muy poca cosa. La posible inmortalidad se ha instalado culturalmente y el más allá del muerto no puntúa. Todo aquello que no se muestra a la vista o no reposa en los anaqueles, todo aquello que no puede adquirirse ni utilizarse es difícil de tener en cuenta. Más aún: es patológico, esquizofrénico, tenerlo en demasiada consideración.
En la antigua sociedad religiosa, la muerte habitaba en su interior, formaba parte de las vidas y las fiestas, se encarnaba en objetos y detalles del hogar, residía en las oraciones, las conversaciones y las costumbres. Hoy, por el contrario, en una sociedad laica y consumidora, la vivencia de la muerte genera una anomia que peijudica la integración con el conjunto de los demás.
Los muertos no existen. Ni para bien ni para mal. Han desaparecido casi por entero, y lo que de ellos queda, en creciente mengua, es la traumática huella de haberles contemplado como injustas víctimas de un virus o de un azar. Así, cada día más, la muerte, como el resto de los fenómenos en la cultura del cambio súbito, no acaece como efecto de un proceso y mucho menos de un proceso «vital». Lo vital es lo vital, no la finalidad de nada sino el motor de la vida. De este modo, sin ninguna articulación histórica o biográfica, la muerte nos explota como un acto terrorista, sin significación, sin convalidación, sin prestigio. Morirse es tan sólo una calamidad.
Así como el mundo entero ha sido culturizado y los espasmos de la naturaleza se viven como bárbaros retazos de una civilización que se niega desesperadamente a fenecer, la muerte individual se comporta como un vestigio anticultural dentro de un sistema que, aun hallándose controlado, presenta, de vez en cuando, averías importantes que la ciencia médica ya está tratando de corregir.
No llegamos a creernos absolutamente inmortales debido a estas deficiencias, pero creemos, ciegamente, en que lo seremos en cuestión de años. Los que ahora viven morirán pero la especie empieza a creer seriamente en un futuro sin término. Los que vayan naciendo vivirán cada vez más y se llegará a vivir tanto en un momento dado que, entonces, la muerte, bajo cualquier consideración económica, simbólica o biológica, será como un residuo insignificante. Un resto de tan ínfimo valor que ni siquiera importará a uno mismo, puesto que ya el sí mismo habrá podido dar todo de sí. En consecuencia, plenamente obsoleto, fuera de servicio, admitirá mediante el paradigma general aprendido de los sobjetos su correspondiente sustitución. Con lo cual, tampoco simbólicamente moriremos sino que seremos reemplazados y recordados como útiles de otra época e inútiles años después.
La muerte, en fin, que antes servía para aspirar a lo más alto y celestial, se habrá revelado, al cabo, dentro de nuestro sistema consumista, un episodio sin enjundia ni dinamismo. Es decir, algo molesto o residual, incompatible con la circulación, la levedad y la fiesta. Incompatible con nuestra vida al ras, horizontal (sin cielo ni infierno), superficial, parpadeando sobre una inmensa pantalla sin destino, para bien y para mal.