¿Qué se dice de todo esto en las aulas? Una parte del profesorado honrado y culto, formado en el capitalismo de producción, aún embobado con los principios de la Ilustración de hace siglo y pico, sigue creyendo que los mundos ligeros, superficiales y consumistas son los que menos valen. Aman la solidez, la lentitud, sobrevaloran la duración, los tempus del mausoleo, y preferirían, en suma, haber nacido en otro tiempo. No asumen que el pasado se ha centrifugado a la misma velocidad que impera en el periodismo o el accidente, siendo el golpe de la noticia la única y exclusiva forma de empezar a enseñar. La historia es sólo asumible como «actualidad actualizada», las ciencias naturales sólo son estimadas con motivo de una gran noticia en Nature. La historia es, pues, intransmisible como historia. No hay alumno capaz de mantener la atención de una historia del arte desde el Partenón hasta nuestros días. Por el contrario, «las historias artísticas», a partir de una multimillonaria adjudicación en Christie’s o una muestra monográfica que provoca largas colas y sale en la televisión, puede permitir hablar de pintura.
La cultura de consumo conlleva la iluminación del presente y la oscuridad del pasado. Ningún maestro será capaz de empezar desde atrás sin que los alumnos duerman ininterrumpidamente. O se evadan. O no acudan. Si a los jóvenes, consumidores de nacimiento, no se les tiene en cuenta como tales, ellos no tendrán en cuenta a sus maestros asignados. Más bien descubrirán que sus profesores no saben.
En principio todo el mundo parece estar de acuerdo en que en la preparación de un alumno deben introducirse conocimientos de cine, televisión y de los medios de comunicación en general. Pero esto es así hablando fuera de los claustros, dentro de ellos domina la regla o la inercia de los viejos legados. No cabe duda, sin embargo, de que en la formación del alumno habrá de estimarse su condición de consumidor de bienes y servicios, de información y comunicación. No cabe duda de que las técnicas de comunicación y venta no le vendrían mal a nadie, y especialmente a los profesores y catedráticos, educados hasta ahora en redactar volúmenes indigestos. Los profesores, salvo alguna curiosa excepción, llegan a clase (fuera es otra cosa) como si emergieran de la profundidad de los tiempos e imparten los contenidos como médiums de alguna revelación casi atemporal.
Guste o no a los modernos, los conceptos de la Ilustración se han revenido y en su lugar crece no necesariamente alfalfa. Por otro lado, si, como es patente, el mundo ha cambiado mucho, ¿a qué empeñarse en seguir todo el curso con lo inexistente? Los planes de estudio pierden cada año, cada mes, cada día, tiempo y oportunidades para actualizarse. Los alumnos se aburren, fracasan o descreen de la universidad, y una cuarta parte de los universitarios entre los veinte y los veinticuatro años abandonan. Con sobrada razón: su educación está teniendo lugar fuera de las clases, ante las mil pantallas, en sus dormitorios o en los cibercafés.
Las clases tienen que ver poco o nada con sus intereses, y los profesores aparecen inexplicablemente alejados de la realidad (y de la virtualidad). Ajenos, salvo casos raros, a casi todo aquello que ha cambiado la cultura en los últimos treinta años y que parecen desdeñar como si el tiempo se hubiera detenido o muerto en sus años de oposiciones, y las novedades, en general, no pudieran traspasar el perímetro del campus.
Los mismos videojuegos, que los profesores siguen asociando a lo peor de lo peor, están ya empezando a emplearse en Estados Unidos como medios para la educación y la formación. ¿Cómo no detectar en esta estrategia sólo sentido común, puesto que la mitad de la población norteamericana practica esta distracción y la media de edad de los jugadores ha crecido hasta los treinta años? ¿Cómo ignorar, a su vez, que en España hay ya más de ocho millones y medio de personas que «videojuegan» al menos una vez por semana y que el fenómeno no deja de crecer aquí y en todo el mundo? ¿Es la ignorancia de lo que pasa el propósito de la cultura superior?
Para los componentes de la generación que tiene más de cincuenta años, los videojuegos equivalen a violencia, sexo desaforado, degradación. Para la generación que ha nacido en la era digital, el videojuego constituye una forma de entretenimiento, junto al cine, la música o la televisión. No ven el mal ni tampoco se malician, del mismo modo que tampoco produjo enfermedades incurables el éxito del twist.
Hace casi medio siglo, el cine, la novela negra, el cómic y hasta los pósters se integraron en el paquete intelectual, ¿por qué no habrá de hacerlo ahora la publicidad, el vídeo, el videoclip, el videojuego, el hip-hop, el diseño, el net-art o el chindogu? En el siglo XIX el vals fue un ritmo maldito y, en general, todo cuanto inducía al molinete se consideraba pecado contra el buen gusto o la virtud. El rock sufrió persecución en los años cincuenta acusado de favorecer la violencia, la promiscuidad y el satanismo, e incluso la novela fue despreciada como indigna por la universidad del siglo XIX. Baudelaire, por su parte, no tragaba la fotografía, y a Bergson se le indigestaba el cine. ¿Nos hallaremos, pues, ante un nuevo problema de tránsito intestinal?
Sí, aunque, como en todo, de una duración más corta. En 2001, por ejemplo, George Bush calificó al cantante de rap Eminem como «la mayor amenaza para los niños norteamericanos desde la época de la polio». Apenas dos años más tarde Eminem fue galardonado con un Oscar. Pronto, el abismo entre una y otra valoración de la cultura actual conducirá a una implosión de las disidencias.
La aceleración, la publicidad y el marketing, las drogas, el porno, el patinaje de los píxels, el mundo de la Xbox, la tecnología del Prius, Malcolm Morley, Marilyn Manson, iRiver, Dragones y mazmorras, Bill Gates, Jeff Bezos, Brin y Page, Tom Ford son cuestiones e individuos tenidos por extracurriculares y, mientras tanto, en la red, aquello que se vende como una filfa son los títulos universitarios. Diplomas de Harvard, de Yale, de la Polytechnique o la Sorbona a cincuenta dólares la pieza, pero también titulaciones de instituciones inventadas o «falsificadas», llamando Standford a Stanford del mismo modo que en los recipientes copiados del Anís del Mono se vende paródicamente el «Anís del Orangután». Lo falso, cuando se propone ser muy falso, es mucho mejor que lo verdadero y, sin duda, más consternador.
Precisamente un profesor universitario, Néstor García Canclini, cuenta en su libro Diferentes, desiguales, desconectados (Gedisa, Barcelona, 2004) que un doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Barcelona, Guillermo Bon Bonzá, «envió a varios congresos tres ponencias con nombres falsos, párrafos plagiados e insultos racistas … que los comités de especialistas aceptaron sin rechistar … revelando en qué se han convertido las ferias de vanidades académicas».
Pero también en Francia, donde el bachillerato fue siempre una institución patriótica y sagrada, lecho gestante de la «excepción cultural», se ha conocido que «los jóvenes bachilleres acaban encontrándose ante el mercado laboral en las mismas condiciones que los sesenta mil estudiantes que cada año abandonan la escuela sin diploma alguno» (Le Nouvel Observateur, 9-15 de junio de 2005). «El bac —decía Marie Duru-Bellat, investigadora en el Institut de Recherche sur l’Économie de l’Éducation— ha perdido su valor de mercado. Es necesario pero no es suficiente.»
Para ser exactos, de las diferentes clases de bachillerato impartidos en Francia, el único con algún valor de uso es el S (de Scientifique), apreciado no justamente por la mayor formación de sus graduados, sino porque, siendo el más difícil, es el emblema de los aplicados y de que los costes de repetición han podido sufragarlos las familias acomodadas. Es decir, acomodadas en la sociedad, aprovisionadas de contactos y lenguas extranjeras, capacitadas para pagar viajes y dotadas a menudo de una cultura transmisible en el mundo de la distinción.
Ciertamente, si la política ha logrado en los últimos tiempos reclutar a los más vanos y peor vestidos de los licenciados universitarios, la universidad ha conseguido transformarse en un mundo demasiado funcionarial y ofuscado. Y siempre a su pesar, porque uno a uno todos los profesores mantienen la lucidez para despotricar contra la institución a la que sirven y les malpaga.
¿Cómo no entender, por tanto, que la institución educativa se encuentre en decadencia? En general, tal como ocurría con la mili, el estudiante está deseando librarse de esa penitencia y, a continuación, con el título arrinconado, empezar algo de provecho. «Uno de los grandes retos de la industria española se leía en El País, 30 de julio de 2005— es conseguir adaptar el gran número de universitarios que cada año salen de las facultades españolas a las necesidades empresariales.» Pero esto mismo, sin ninguna variación, lo oíamos hace cincuenta años. ¿No consigue la universidad convivir con la actualidad? ¿No puede o no quiere?
Se da el caso de que, en España, la generación entre los veintiséis y los treinta y cinco años es la más titulada universitariamente de Europa, según las estimaciones oficiales, lo que da una idea, por un lado, de cómo debe de hallarse Europa. Pero, por otro, plantea la pregunta de ¿titulada para qué? Si no consiguen cumplir con sus empleos en las empresas, ¿en qué lugar de trabajo se está pensando? ¿En la política? ¿En la Academia de Platón? ¿En los conventos? ¿En la propia universidad, para reproducir el proceso ad infinitum. De vez en cuando los profesores confiesan esta aberración. En el mismo diario, Emilio Fontella, decano de la facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Nebrija, decía: «A los titulados españoles les falta conocimiento de idiomas, talante emprendedor, capacidad para solucionar problemas y la inquietud por mantener una investigación permanente». Según este profesor y cualquier otro que pasara por allí: «En la mayoría de las universidades se estudia una ciencia pura en lugar de una aplicada». Pero ¿depurada de qué?
En un número extraordinario de Le Monde de esa misma semana (n.° 338, julio-agosto de 2005) dedicado a pensar la «école de demain» («escuela del mañana»), el admirado filósofo alemán Peter Sloterdijk dice: «Entrar en la universidad es salir del mundo». Esta es la gran excelencia, al parecer, de «su» universidad. Cuantas menos contaminaciones, más pureza de raza, cuanto más lenguaje indescifrable y volúmenes estomagantes, más pronto se gana un tramo y su correspondiente colación.
Pero ¿y los estudiantes? Los estudiantes ya se las arreglarán, como se las han arreglado también ellos. Mediante la farsa o la reconversión. Porque si cultura y empresa se han tenido por entidades antagónicas dentro de la universidad, no se querrá que la educación universitaria cometa la vulgaridad de formar profesionales para encontrar empleo en esos espacios. La universidad es un mundo fuera del mundo, según se da a entender y a experimentar a quien quiera verificarlo. En consecuencia, lo justo de la universidad, respetuosa con su matriz ilustrada, será dispendiar licenciaturas inaplicables. Porque siendo pragmáticas o productivas ¿como pensar que se ha sucumbido a la ley del capital? ¿Cómo no haber estropeado el programa con la atención a lo real? ¿Cómo deshacer la autocomplacencia de élites vitalicias o sagradas? Porque aun pretendiendo procurar algo eficiente a los alumnos, ¿como sería imaginable que gran parte de los actuales profesores fueran capaces de transmitir algo relacionado con la actualidad?
Harto de que las cosas fueran así en Europa, Edgar Morin fundó una universidad en México donde se enseña «mundología». Con esto Morin defiende la obviedad de que la división de las disciplinas es actualmente un grave defecto del sistema educativo. Son necesarias las conexiones entre universidad y empresa, cultura científica y humanidades; es necesario incorporar al conocimiento los mass media, la tecnología de las comunicaciones, el consumo, la ecología, la ética, el sentido de la vida y de la muerte.
¿Incultos los jóvenes? ¿Inculta la sociedad de nuestro tiempo? Una institución docente que sólo estima verdaderamente a quien lee, y desprecia a quien ve la tele o se entretiene con los videojuegos no puede pervivir en esta época. Igualmente, esa enseñanza pública que pone los ojos en blanco ante los libros (sin contar con que el 40 por ciento de los maestros españoles no visitan jamás la biblioteca) y no sabe explicar la publicidad, que repite los nombres de personalidades de hace una eternidad y no acierta a referirse a quienes lideran nuestras vidas, una institución, en fin, que se vanagloria de textos donde aparecen los nombres egregios de centurias atrás y es ciega a la mitología de nuestra época, no sirve. Sencillamente, debería cerrar. Habría cerrado ya si fuera una empresa y, de hecho, su único poder deriva, como en los tiempos del mandarinato, del monopolio en la dispensación de títulos casi gratuitos. ¿Cómo no iban a prosperar, aun siendo caros, los centros privados y los centros piratas, los clandestinos, las falsificaciones, la corrupción? Si los educadores ignoran los intereses actuales de los educandos, los educandos ignorarán las palabras de los educadores. ¿Quién desdeña, pues, a quién? ¿Los estudiantes a los profesores o los profesores a los estudiantes?
Hace tiempo que la universidad sigue un proceso de autodevoración, y para salir de él deberá atender, por paradójico que parezca, a la cultura del consumo. A la cultura interactiva del consumo, porque la cultura, a diferencia de los tiempos piramidales, se encuentra más despierta e interrelacionada de lo que pueda parecer.
Los textos homéricos, las joyas etruscas, los cuadros de Boticelli, las novelas de Balzac, el teatro de Ibsen, son cultura. Pero ¿qué decir de la porcelana de Saxe, la arquitectura de Alberto Moletto, la silla de Franceso Rota, el aeropuerto de Osaka, el Bentley Continental Flyng Spur de Raul Pires, las prendas de Johji Yamamoto, el diseño de Jonas Nordgren, el escape del reloj Breguet, el bolígrafo Bic? A medida que el objeto se hace más cercano (y consumible) parece menos culto (de menor culto). Cuanto más se aproxima mayor es la dificultad de visión. Pero igualmente se padece aberración visual cuando el amor se tiende intensamente hacia el pretérito y el presente es sólo trivial. O bien, cuando se piensa que cuanto se acumula vale y aquello que circula no. En marzo de 2003, el director de la Casa de la Literatura austríaca, Heinz Lunzer, de clásica formación universitaria, sentenciaba que el funcionamiento como empresa de instituciones tales como el Museo de Historia del Arte, la Biblioteca Nacional o el Teatro de Ópera de Viena «representa una catástrofe cultural». Sin embargo, el odioso museo capitalista de gestión privada, con su factor emocional y su efectismo, ha necesitado implantar la reserva de entradas para controlar el fervor de la multitud, un éxito desconocido sin la idea de empresa. ¿Un éxito para gentes vulgares? ¿La cultura es culta porque es minoritaria o es minoritaria para ser culta? Preguntas sin fuste en la actualidad.
Los empresarios que han venido al mundo para hacer dinero pero también otros bienes (si no para hacer el Bien, según la nueva «responsabilidad social de las empresas») nunca han sido queridos por los intelectuales y por la universidad. Nunca desde esos centros era imaginable que la empresa se elevara a paradigma del quehacer general. Pero ahora, desde las mismas parroquias a los mismos museos se guían por criterios de empresa.
Ni a los museos acudía tanta gente cuando eran gestionados funcionarialmente (se trate del Prado o del Metropolitan) ni se hablaba tanto de arte, sea esto lo que Dios quiera que sea. Claro que se habla superficialmente y las gentes, en las colas del Prado o del Bundeskunsthalle, no saben bien adonde van a parar ni, después, se paran tampoco demasiado a considerarlo. Claro que en el Louvre, tras la nueva ubicación de la Gioconda, se ofrece a diario una escena conmovedora: la masa de turistas se apila con cámaras y móviles ante la Mona Lisa mientras deja vacío el espacio a su espalda, donde dos grandes retratos de Tiziano cortan la respiración. Pero el turista, en efecto, no viaja para morir de asfixia.
La cultura de consumo ha terminado decidiendo que grandes museos internacionales como la Tate Modern muestren ahora sus fondos ordenados por géneros (la vida cotidiana, el paisaje, el cuerpo, la sociedad) y no por épocas o por estilos. Allí su director ha juntado, marco con marco, una obra de Nicholas Hillard (1547-1619) con otra de Maggi Hambling, nacida en 1945, una pintura de Johan Zoffany (muerto en 1810) con un cuadro de Hockney, fechado en 1967. La vecindad busca el «efecto especial», puesto que el impacto, el accidente, la publicity es aquello que más gusta al consumidor. Si fuera otro el receptor acaso se vería defraudado, pero el consumidor se nutre de la novedad y el suceso.
Los escaparates, las pantallas urbanas, las rebajas, las marcas, las copias pirata, los píxels, los best sellers. Ninguna civilización puede pensarse a sí misma, escribió Lévy Strauss, si no dispone de otras que le sirvan de comparación. El Renacimiento halló en la literatura antigua el modo de situar su cultura desde una perspectiva diferente. ¿Cómo resistirse a aceptar un cambio en lo que fuera la nuestra?
¿La nuestra? Nunca la actividad intelectual, nos guste o no, fue tan creativa, libre y vivaz como en este momento, ni el ordenador que nos obliga a volcarnos puede compararse al libro que incita a tumbarnos. Han desaparecido los marmóreos maestros pensadores y las referencias han adquirido una consistencia tan dúctil que en nada se parece a la ferramenta anterior. Se ha vuelto incuestionable que la mejor escritura, el pensamiento más agudo requieren una lectura esforzada y atenta. Pero ¿quién puede pedirle esfuerzo lector al consumidor medio en un ambiente audiovisual veloz y, a menudo, empleando ocho horas en trabajos relacionados con las pantallas? Más que un pasaje el consumismo es una manera de ser y de tener, una forma de vida. Pero también, para consideración de los más sabios, una colosal operación contra el miedo a morir.