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La cultura sin culto

Susan Sontag contaba —como ya he comentado alguna vez— que al encontrarse en una calle de Los Ángeles con Wim Wenders le preguntó qué hacía un hombre tan culto como él en un país donde prácticamente no existía la cultura. Y Wenders respondió: «¡Imagina usted mayor felicidad que vivir en un mundo sin cultura!». Se refería, en efecto, a una liberación orgánica, física y mental del peso de la cultura, de la cultura de peso. Liberación del sujeto de la cultura profunda, autorizada para requerir esfuerzo y suma atención, para sentenciar entre lo excelente y lo popular con una guillotina ilustrada.

Sin esa cultura Terminator o Termidor viven hoy los consumidores. La única cultura, la cultura respirable y funcional se confunde con la escena, el espectáculo, el entretenimiento de todos los días. El día del espectador es el miércoles, rescatado de la mediocridad para que no quede jornada sin su acontecimiento propio, día de la semana sin su ración de placer.

La sociedad de consumo tiene como misión proveer de placeres sin tregua y como destino esencial la diversión hasta morir. La cultura de consumo no ha prosperado con la penitencia (tripalium) del trabajo, sino con la fiesta sin fin. Con una cultura sin sacramentos, donde los autores del cine, de la radio, de la escritura, del telefilme proporcionan distracciones laicas, superficiales, dirigidas al entretenimiento y al sentir superficial. No hay santos, semidioses, magos, creadores o demiurgos tras las obras, sino única mente profesionales que trabajan en eso, ya sea la pintura, la empresa, el diseño o el guión.

Que la cultura pierda profundidad no supone que pierda conocimiento, capacidad de instrucción y sentido crítico. El autor del capitalismo de producción era intrínsecamente avaro y elitista; el autor del capitalismo de consumo es, sobre todo, comunicador. El ejercicio de su condición consumidora le ha adiestrado en la importancia de la relación calidad/precio y es difícil que venga a timarnos como sigue ocurriendo con algunos charlatanes honoris causa. Por su parte, el receptor se encarga de realizar el escrutinio, como era de esperar. No triunfa nadie que no procure satisfacción ni tampoco quien prometa satisfacción a plazo largo o indeterminado. El jurado consumidor es insobornable porque el rigor de su fallo coincide con su propio bien. Hay productos basura, telebasuras que producen ominosa satisfacción, pero ¿quién los califica? ¿Los ilustrados de media jornada laboral o los profesionales libres que habitan viviendas espaciosas y disponen de un ocio y unas rentas que alcanzan holgadamente el final de mes? La sociedad de masas junto a los medios de comunicación de masas y las estrecheces de las masas han enseñado más sobre la cultura real que el juicio de las élites: delgadas a fuerza de un deleite aislado.

La sociedad de consumo produce una cultura opuesta al cenáculo o el oratorio. Es la cultura que llevó a los norteamericanos a hacer un gran cine sin pensar que estuvieran haciendo cultura, contrariamente a los franceses, que hasta hace quince años no han dejado de comer, cenar o hacer el amor dentro de la cultura. De la misma manera, los diarios norteamericanos no advierten al lector mediante un destacado cintillo que van a adentrarse en las páginas de «Cultura». En Estados Unidos, la cultura se encuentra en todas partes y en ninguna, como ocurre hoy con el virus, el sexo o el terrorismo, de la misma manera que las iglesias protestantes no enfatizan el culto y los pastores, lejos de ser personajes sagrados, reciben un sueldo de empleados como los otros operarios que son retribuidos o despedidos por el condominio residencial. La cultura no es sagrada sino popular, no mira desde lo alto sino que se encuentra al lado y al servicio del bienestar cercano.

Ahora es frecuente que se hable de la decadencia del cine de Hollywood, pero posiblemente Hollywood, que ha sabido siempre mucho de cine y de público, ha mutado al compás de la nueva sociedad. Nosotros, los «ilustrados», seguimos viendo cine con códigos literarios y hasta filosóficos, esperamos de la cinta lo que demandaríamos paralelamente a un libro de Faulkner o Marguerite Duras, pero esta historia ha concluido. La celebración de horrendas películas llenas de efectos especiales por parte de la juventud no es consecuencia directa de que «no saben nada», sino de que saben algo que los adultos no llegaremos a saber jamás: ver cine con el canon de la imagen y el sonido, sin la expectativa de recibir estímulos morales o intelectuales, sino con la sola idea de pasar un buen rato. Después de la cinta no hay nada sino el discurrir por el centro comercial, y antes de la cinta no hay sino el paso de presentes continuos ante los escaparates, el yo incluido en el reflejo del consumo. De esta manera, sin inversiones, sin planes de redención social, el arte ingresa en la constelación de las experiencias comunes donde, como soñaba Rousseau para los promeneurs, Pascal para los voyageurs o Baudelaire para los flâneurs, puede convertir cada día en un «domingo de la vida».

Los valores del capitalismo de producción marcaban con énfasis la diferencia entre el bien y el mal, lo feo y lo hermoso, el hombre y la mujer, el yo y el tú, mientras que en la sociedad de la información, en el capitalismo de ficción, las categorías se deshacen sobre un espacio que considera la monumentalidad un bulto insoportable. Ni siquiera nuestro planeta posee hoy la solemne imagen de lo esférico: el planeta se ha aplanado a la vez que se ha hecho transitable para los turistas de la tercera edad, para las embestidas del libre comercio, para las especulaciones financieras patinando sobre una cinta de luz. El espacio global, en consecuencia, va perdiendo su imago de balón divino y ha venido a convertirse en una extensa placenta.

También, en contraste con el grandilocuente orden que inculcó la Ilustración y siguió en el capitalismo de producción, los objetos actuales no pesan ni ceban los espacios. Hoy las cosas ocupan diez veces menos que sus eventuales semejantes de hace treinta años y cada vez son más livianas, se ven menos y su precio tiende a cero. El pendant que formaba la fuerza física del obrero y la lurda presencia del objeto (planchas, locomotoras, teléfonos) ha sido reemplazado por el paralelismo entre el blink personal y el chip de los aparatos. Ahora nada puede agobiar demasiado, ni el iPod o el móvil ser mostrencos. Los colores suaves han reemplazado al terno burgués, y el tacto resbaladizo, a la severidad del fieltro.

En la organización de sistemas, la retícula sustituye a la pirámide, la construcción virtual al monumento y la intangibilidad de internet al lomo del libro. La biblioteca, la estatua o la pintura son accesibles al sentido del tacto, pero el hipertexto, el videojuego, la imagen (la musical, la olfativa, la gestual) escapan de las manos. Nosotros, los adultos, no entendemos esta cultura y creemos que no emite; no logramos entrar y sentenciamos que no hay nadie, no llegamos a traducir y deducimos que balbucean, no vemos e ignoramos la virtud de la transparencia, la sabiduría y el placer de las superficies.

Visión súbita, emoción certera, impacto. Hoy no se aprende mediante largos discursos sino por instantáneas que el cerebro se encargará de asociar. El saber —debe saberse— ha dejado de basarse en un ejercicio esforzado o premioso para nutrirse de partículas cazadas a gran velocidad, sea en el viaje lejano o en los panoramas de las ciudades, las pantallas de los grandes edificios, los Xbox 360. Ser sabio equivale hoy a contar con un amplio punto de vista a partir del cual se dirime y se elige el bien sobre un plano, fotografiándolo.

Y el mal también: lo característico de nuestro tiempo es que nos hallamos sometidos a juicios sumarísimos. Sumarísimos en su doble acepción: saltándose la lógica de una premiosa instrucción y reuniendo en una sentencia no una sucesión de datos sino un impacto. La mirada se ha hecho objetivo. Más objetivo que subjetivo o ambas cosas a la vez. Por este efecto de sobjetos matamos o salvamos, elegimos o rechazamos, compramos o no, trazamos binariamente a la velocidad de la luz el itinerario de nuestra biografía digital: bio y bi. Bio-lógica como el instinto de un animal y bi-naria, cosiendo la experiencia mediante elecciones punteadas y raudas.

Pero ¿cómo se efectuará esa acción? A golpe de vista, por intuición femenina o afeminada, a primera vista, por formación conseguida en la cultura inmanente del consumo. El viaducto francés de Millau diseñado por Norman Foster e inaugurado en 2004 se encuentra a 245 metros del suelo, resiste vientos de 210 km y costó más de cuatrocientos millones de euros. Su punto de arranque no fue propiamente la ingeniería sino la visión paisajística. La emoción de ver la naturaleza desde su punto de vista, sin teorías, directamente, por empatía.

La nueva estrategia comercial dicta a la vez que el almacena miento ha caducado. Los almacenes de Zara o de Dell ya no existen: el almacén son sus mismos distribuidores y clientes. Ahora el fin no es almacenar objetos o conocimientos, basta con mantener la red. En coherencia con ello, lo determinante en cuanto a la posesión de cultura es hallarse conectado. El antiguo mundo poseía un puñado de cerebros grandes y muníficos, «maestros pensadores», «padres espirituales», donde se concentraba el saber. Ahora, como en los muchos contagios de la época, la información se expande en todas las direcciones, ocupando extensas superficies a la manera de una sinapsis. La cultura pierde profundidad en beneficio de la trama vasta y compleja. Pero, también, lo más profundo del cerebro es la corteza o «lo más profundo del hombre es la piel».

«Extraña postura la que valora ciegamente la profundidad a expensas de la superficie y que quiere que superficial signifique no una dilatada dimensión, sino sólo falta de calado», decía Deleuze en Lógica del sentido. Por ello el sentido del humor es tan importante en nuestros días y no se concibe un buen comunicador que no use esta forma de complicidad superficial y ampliable a todos los sentidos. La tragedia o el drama requieren alguna profundidad, pero nuestro tiempo, enemigo de lo trágico, incompatible con lo histórico, es eminentemente presencial y superficial. Ni profundamente religioso ni agresivamente ateo, la partida se decide en un campo deslizante como las pantallas de todos los juegos.

En la tradición, lo superficial fue lo malo, y lo profundo, lo bueno. Esta oposición se corresponde con el mal de las apariencias y el bien de las esencias. O también: la vanidad del lujo, de la ostentación, del consumo de objetos, expuestos a la vista, mostrados y obscenos, en contraste con el pudor, la honra, el ahorro velado en el interior de la alcancía.

La cultura/culta tenía en la cabeza una sociedad atestada del saber elitista, pero la sociedad actual sólo puede moverse sin cargas ni nudos trascendentes. Esta cultura sin culto, sin bibliografía, apenas pesa, y la liviandad de su memoria (histórica, erudita, inventarial) es consecuente con su gran velocidad y complejidad desplegada en superficie.

Nuestros antepasados debían memorizar la Ilíada o la Eneida si querían meditar sobre ellas, pero hoy la memoria está ligada a internet y a las enciclopedias instantáneas. ¿Un mundo, pues, sin equipaje? Los «ilustrados» odian ciertamente esta ligereza, pero ellos, a su vez, son odiados por sus descendientes inmediatos. Porque así como en el complejo de Edipo el hijo es siempre quien mata al padre, las generaciones actuales entre los veinticinco y los treinta y cinco años (la generación X) son víctimas de los nacidos tras la Segunda Guerra Mundial, quienes han venido a asesinar la voz del hijo, a agostar sus iniciativas vacilantes, a dirigir sediciosamente sus conocimientos y a ejercer, sin tregua, una autoridad campanuda o basal.

Durante todo el siglo XX, la nueva generación siempre fue más rica que la anterior, pero la racha terminó a la altura de los jóvenes adultos de ahora. Jóvenes resentidos contra la precariedad de los empleos, desengañados políticamente y necesitados, como nunca antes, de las consolas, la Champions, el porno, la droga y el home-cinema. ¿Deplorable calidad? La pregunta es del todo impertinente. A una baja calidad de trabajo correspondería naturalmente una baja calidad de ocio, pero, por otra parte, hablar de «calidad» en la cultura carece de sentido, puesto que la cultura es la cultura. La cultura es lo que hay. Y siempre en detrimento de la etapa anterior.

Con algunos de los hijos de la generación del 68 concluye la era de la cultura/culta, basada esencialmente en el código escrito, en los modos literarios, en el pensamiento hondo y la excavación interior. En adelante, cuando luzca esta forma de cultura, será exclusivamente un vintage. La cultura en sentido amplio, el signo cultural del tiempo, se confunde ya con el «estilo». No habrá, pues, nuevos Ateneos, ni Cenáculos, ni Grandes Bibliotecas, ni graneros mesopotámicos, a no ser que se quiera distraer a los turistas.

La Ilustración sustituyó a Dios por la diosa Razón y el culto siguió encontrando feligreses. El culto al ciudadano, el culto al artista, el culto a la obra maestra. Pero la cultura actual no posee una Religión Verdadera sino muchas religiones o religiones de consumo, tal como denunció, indignadamente y puesto al día, Benedicto XVI.

Las ideas de la cultura y de los cultos se van transformando en sensibilidad, imaginación y creaciones para el entertainment. Poco a poco, una obra será más o menos interesante, más o menos innovadora, sólo dentro del amplio ámbito del entretenimiento, de manera que no habrá que disponerse de ningún modo reverencial para entrar en una sala de espectáculos o visitar un museo. Más bien el predominio de la superficialidad sobre la profundidad conduce a una clase de establecimiento en horizontal, metafóricamente femenino.

Para un sujeto educado en la modernidad, la descodificación del mensaje sigue una línea vertical, pero para el sujeto posmoderno la descodificación se realiza en un plano, dilucidando sin confusión, integradamente, en el abigarramiento sonoro o gráfico que tanto desconcierta al adulto en las discotecas, los conciertos de rock, los nuevos centros comerciales o los videojuegos.

Hace relativamente poco los educadores más finos, ajenos al fenómeno audiovisual, continuaban diciendo que con «cultura» se podía ir a todas partes, pero ciertamente su cultura procedía casi en exclusiva de los libros. Según su parecer, había tantos libros por leer y tanta ciencia escrita que dentro de las bibliotecas se encerraba todo, y las librerías, como sucursales del templo, eran sagradas; los libreros, pequeños sacerdotes, y los escritores, profetas. Esa fue nuestra fe. La cultura culta reproducía los caracteres de la devoción, el sacrificio, la tenacidad, la meditación, el éxtasis tal como se demostró en el fervoroso centenario del Quijote, reproducción fidedigna de un Año Santo donde mediante el texto se alcanzaba el jubileo.

Nuestros antepasados más egregios lo fueron gracias a los libros y nosotros crecimos desde la página impresa y con la página impresa. ¿La radio? ¿La televisión? ¿La fotografía? ¿El cine, incluso? Estos medios (hoy llamados «de comunicación» más que de cultura) constituían elementos del entretenimiento, no fuentes del saber, en sentido estricto. El saber —una vez más— se hallaba guardado en los libros y aspirar a más significaba servirse más de ellos, fuera en un convento o en una prisión, en una buhardilla o bajo un almendro.

En el contexto del anterior capitalismo de producción (con ahorro, aplazamientos, acumulación de capital, represión sexual) la lectura era esencial: servía para creerse rico sin gastar, viajero sin tomar el tren, adúltero sin escándalo social, hombre de letras como sinónimo de sabio. Pero ahora ese expediente ha terminado y no, obviamente, para perdición de la humanidad.

Antes la lectura lo enseñaba y lo curaba todo, nos engrandecía moralmente, nos humanizaba, nos abrillantaba y terminaba conduciéndonos, incluso, a la Revolución. La lectura fue para nosotros, los lectores de toda la vida, como el bálsamo de Fierabrás. La humanidad mejora, según la antigua ortodoxia educadora todavía en nómina, si lee. En ocasiones se mostró tolerancia hacia los que veían una televisión (documentales, telediarios, series históricas, debates), pero ¿cómo comparar cualquiera de esos pasatiempos con la incandescencia primordial de las líneas de un libro?

El libro en la leyenda ilustrada es el viaje interior, la reflexión, la conciencia de sí, lo insigne, la libertad, la rebelión. Todo ello sin distinguir, frecuentemente, si se trata de un buen libro o no y por lo general refiriéndose a la novela sobre la que no han podido recaer mayores regalías.

A la población de un país se la tiene por ignorante si su mitad no lee ni un libro al año. Pero ¿cómo sostener esta simpleza en el complejísimo estadio audiovisual? Sólo los ciegos y los sordos culturales podrían hacerlo. En este supuesto, la falta de visión se junta con las pocas ganas de escuchar. De esta manera, el videojuego, por ejemplo, importa cómo sea, siempre empobrece, pero el libro, no importa cómo sea, enriquece. Este simplismo que detesta lo que no conoce se cree, obviamente, representante de la cultura superior. Pero efectivamente no sabe. Quienes no hemos practicado con los videojuegos hemos supuesto que su dificultad residía en la rapidez de manipulación y la coordinación entre la vista y el movimiento de las manos. La verdad, sin embargo, para la mayor parte de los videojuegos, es que su interés y complejidad se encuentran en el desciframiento de las reglas, que van aprendiéndose a lo largo del proceso.

Leer un libro es siempre seguir una historia prefigurada mientras que el videojuego imita fielmente el avatar de la vida, con secuencias que se crean y conforman a partir de la acción del jugador. Por comparación al videojuego, que requiere acción constante, el libro se presenta ante los nuevos consumidores jóvenes como un ocio demasiado pasivo y sumiso.

Con el videojuego son protagonistas de la intriga, del enredo, mientras que con el libro se sienten sólo contempladores de lo que vaya pasando. Indudablemente el libro posee ventajas superiores en cuanto a potenciación de la imaginación y creación de universos interiores, contribuye a desarrollar la concentración y es, sin duda, el mejor medio para la transmisión de determinadas informaciones. Pero todas estas cualidades son, probablemente, las que inducen a rehuirlo en la cultura más veloz del consumo y las que, al cabo, sustituidas por las características del videojuego, están creando otra mentalidad y otras destrezas. Diferentes habilidades, en suma, para percibir y elaborar decisiones sobre una realidad diferente.

Los jóvenes descifran mejor la heterogeneidad de las grandes ciudades modernas, son menos capaces de leer un libro intrincado pero más raudos y perspicaces en la interpretación de superficies promiscuas, físicas y virtuales, o ambas cosas a la vez. Los chicos, en fin, tal y como ha evolucionado el mundo, no pierden el tiempo en los videojuegos: ganan y pierden a la vez para acomodarse a la cultura que les corresponde.

¿Viajar? ¿Fotografiar? ¿Conocer lugares remotos? Lo que viajaba un español de clase alta en toda su vida lo recorre un estudiante de clase media en menos de un mes. La gente viajada se tenía antes, sin duda alguna, por más culta, pero también por no del todo regular. A Alemania, por ejemplo, sólo consiguió llegar deliberadamente Ortega y Gasset, y los que habían estado en Italia o en Egipto no se olvidaban de hacerlo constar en sus currículos como señal de una vida prestigiosa y sofisticada. Ahora, en cambio, el viaje apenas puntúa y la escuela pública no se ocupa de tenerlo en cuenta ni siquiera enseñando debidamente una lengua extranjera.

En Francia, donde la Ilustración ha sido como Dios y la Escuela su profeta, una comisión parlamentaria presentó, en abril de 2005, un informe sobre la reforma de la educación secundaria que pretendía tomarse en serio nuestra época. Efectivamente, como ha venido ocurriendo en otros países muy institucionalizados, terminaron por no hacerle caso.

La comisión consideraba que contribuir al conocimiento mediante disciplinas cerradas (lengua, matemáticas, historia, naturales, etc.) era «esclerotizante» y conducía a un nefasto «apilamiento de los saberes». En lugar de este bagaje enciclopedista, la comisión proponía (en lenguaje republicano) un surtido de materias indispensables para formar «al hombre honesto del siglo XXI». Materias que comprenderían, en primer lugar, «el dominio de la lengua propia y … la capacidad para utilizarla como instrumento de socialización». Otra competencia más radicaría en «saber trabajar en equipo y cooperar con el otro». Y, para acabar, habría que «forjar un espíritu crítico para analizar, valorar y escoger referencias que sitúen [al alumno] en la sociedad». Ahora bien, ¿en qué sociedad? ¿Qué referencias?

En Princeton se ofrecen un total de 350 asignaturas para formar una cultura general y en Stanford una colección todavía más numerosa. ¿Demasiadas opciones dispersas? ¿Demasiado muestrario? En los estantes de un drugstore de San Francisco, de Chicago o de Filadelfia puede elegirse entre 40 tipos de pastas de dientes, 90 medicamentos para el catarro y la congestión nasal, 116 cremas para la piel. ¿Parecerá extraño que se tienda al máximo surtido en la universidad actual? ¿Asombrará que haya nacido un nuevo tipo humano que, aprendiendo de aquí y de allá, antes y después, reciclándose, conectándose, viajando, navegando en la red, escuchando melodías y hablando o chapurreando otros idiomas, difiera notablemente del que se curtió sólo en los libros? Puede ser. Pero, por otra parte, ¿cómo oponerse, siendo «progre», a esta cultura de las masas recién llegadas sin negar la democracia masiva?

En el universo de la muchedumbre se formó el intelectual que heredó de Sartre a Chomsky el espíritu de la contestación junto a varios quintales de libros robados, prestados, subrayados, requisados. Pero ese intelectual que bregó codo a codo con los obreros hace medio siglo siente hoy rechazo ante las colas de la clase media frente a los museos mediáticos. La mítica del obrero se estropea con la vulgaridad del consumo cultural medio y el canto a la Revolución se detiene ante la canalla verbena de los centros comerciales del extrarradio. De hecho, en cuanto los obreros han pasado de trabajadores explotados a consumidores ilusionados se ha clausurado la complicidad. Pero además estos obreros convertidos en clase media, en ejemplares de cultura «mediocre», crecieron tanto en capacidad adquisitiva que inclinaron la oferta hacia sus gustos, y sus gustos, a estas alturas, conforman no sólo su ropa interior sino las películas o los libros de más éxito.

¿Libros de éxito? Mientras que en los tiempos de la novela el libro constituía una manera de estar con uno mismo y también con los demás despaciosamente; o de estar allá lejos entre paisajes a los que no se podía llegar, ahora el libro, en general, representa un medio demasiado moroso e importuno. Porque ¿qué clase de parlamento común puede iniciarse con una experiencia lectora que no se refiera a un indiscutible best seller? Los libros son hoy best seller o no son más que episodios de vida interior, demasiado silenciosa y solitaria; algo difícil de llevar cuando la comunicación reinante incluye el ruido y la acción. Únicamente el libro más vendido, transformado en acontecimiento, nos reúne, del mismo modo que los conciertos de Bruce Springsteen, el terrorismo, la guerra o la gripe aviar.

El libro como medio de cultura ha perdido así su carácter tradicional y opera como un dispositivo que se juzga en términos de su habilidad para generar o no acontecimiento. A través del best seller, el libro inunda las librerías y conquista el derecho a inscribirse en la sección de sucesos. De este modo se hace socialmente presente, se erige como un centro eucarístico para la comunión general. Si esto no ocurre, si el libro no genera una noticia bomba llegando al tipping point, desaparece como una maniobra fallida.

Hoy no se editan libros con el afán de que se lean y difundan cultura, sino con el propósito mayor de hacer dinero para el grupo multimedia. No se escribe, además, con la aspiración de avanzar en el conocimiento del mundo, sino con el afán de darse a conocer. El libro triunfa, y triunfa el escritor no en cuanto escritor propiamente dicho, sino en cuanto estrella intercambiable por una actriz o un futbolista. Sería lo mismo que escribiera, que cantara o que fuera un famoso atracador. Su identidad no pertenece a una disciplina profesional, sino al orden de las celebrities. Quien consigue producir espectáculo es tenido en consideración, puesto que el público no desea exactamente leer sino, en general, presenciar accidentes. Y cuanto más graves mejor. No importa que las entregas de Harry Potter sean de seiscientas páginas o más, todo lo contrario: incluso este despropósito estimula la compra, porque el motivo que la espolea no es ya leer, sino formar parte del evento. La idea del marketing, a su vez, no consistirá más en proclamar las cualidades literarias de la obra, sino su potencia o su alta probabilidad de parecerse a un cataclismo: «Si abres esta novela, nadie podrá detenerla», decía el anuncio de la novela Leila.exe (Alfaguara, Madrid, 2005). Hasta hace poco era el lector quien no podría soltar el libro interesante que había caído en sus manos, pero ahora es el libro quien nos arrolla como un fenómeno incontrolable.

Sin Harry Potter la literatura no pierde nada, pero sin el libro sus no lectores se pierden la participación en la actualidad. Con todo esto, el libro ha ido perdiendo su carácter diferencial. Lo importante no será tanto la escritura como la bomba mediática escondida en su continente, del mismo modo que lo decisivo no es la mochila, sino la bomba que estalla. ¿Que cómo se fabrica ese artefacto? Precisamente, lo característico de tal artefacto es el misterio de su fabricación, igual que del acto terrorista no se conoce nunca dónde ni cómo se va a producir. El desconocimiento de su proceder, el enigma de su explosiva eficacia, es aquello que magnetiza a las masas y no consiguen despegarse de él. Más aún: como el terrorismo o las drogas esta sustancia libresca posee la propiedad de «enganchar» y cada best seller, cada explosión crean la expectativa de otra nueva.

Los editores de todo el mundo viven gran parte de esta tensión en sus despachos. Cada año se publican más y más libros, aunque los lectores son cada vez menos. Todos los editores, sin embargo, se ven impelidos a seguir editando exageradamente en espera de que estalle la bomba. De ese modo su oficio se ha convertido en una suerte de ruleta rusa al revés: son despedidos si no percuten la bala decisiva; siguen vivos en sus puestos si consiguen que, afortunadamente, el arma se dispare y mate a la multitud, y cuantas más víctimas mejor. En pleno siglo XXI, Harry Potter es el ejemplo eximio, porque los afectados por la masacre se cuentan por cientos de millones y los idiomas a los que se traduce se van acercando al infinito. Esta mancha humana, esta superbomba editorial, no hace bien a la lectura de libros, como dicen algunos, sino todo el mal de que es capaz un sucedáneo cualquiera. ¿Una tragedia? Tampoco, puesto que leer sólo tiene importancia cuando la cultura culta le pertenece y no es éste ya el caso. Este libro perjudicará, además, al lector tanto si se pretende leer en el futuro como si no se lee nunca más. En ambos casos, la naturaleza del fenómeno no promoverá la afición a los libros sino a los macrosucesos, a las Guerras de los Mundos, a la muerte del Papa o al huracán. El bien que se obtiene por cada lector proviene del hecho interpersonal, suprapersonal, planetario, rave, la excitación que se deduce de verse reunidos en la superficie de la conexión global.