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Los caminos que escogía Puller para salir a correr eran solitarios y aislados. Le gustaba correr para sudar y pensar, y lo primero lo ayudaba a hacer lo segundo. Y mientras hacía esto último, no le gustaba que hubiera nadie alrededor.

Se colocó los auriculares en los oídos, encendió el iPod y empezó a correr. Al cabo de ocho kilómetros emprendió el regreso hacia su coche. Y de pronto se detuvo.

Eran seis hombres, que él lograse distinguir. Uno estaba apoyado contra el capó del Malibu, y había otros cuatro formando el perímetro de seguridad. El sexto se hallaba de pie junto al coche, al lado de la portezuela trasera. Delante y detrás había dos monovolúmenes de color negro estacionados que le cerraban el paso.

Puller empezó a andar. Se quitó los auriculares y cogió el iPod en la mano derecha.

—¿Qué hay, Joe, cómo va eso? —saludó.

Joe Mason se apartó del Malibu y contestó:

—Puller, hace mucho que no sé nada de usted. Creía que mis órdenes habían quedado claras. Debía haberme informado.

—Bueno, hay veces en que las órdenes quedan tan superadas por lo que sucede sobre el terreno, que se hace necesario cambiarlas.

—No me diga.

—Sí le digo.

—Pues nadie me ha contado nada. Y siempre es bueno enterarse de las cosas de primera mano. Por eso he venido aquí.

Puller se aproximó a él, y al momento se dio cuenta de que los cuatro individuos que formaban el perímetro cerraban filas. Todos iban armados. Y eran los mismos tipos que lo habían acorralado en aquel aparcamiento de Arlington tras su entrevista con la general Carson.

—¿De manera que ha venido aquí porque quiere un informe?

—Exacto.

—De acuerdo. Muy fácil. Hay tres puntos esenciales. Después de que asesinaran a Dickie, había algo que no me encajaba, así que empecé a indagar un poco. Y lo que descubrí fue que usted y Bill Strauss se conocían. Desde que eran dos críos en Nueva Jersey. Lo consulté. Prestaron servicio los dos juntos en los marines. Strauss intentó colarme la trola de que nunca había hecho tal cosa, sin embargo sabía lo que significaba BCD y DD. Y obligó a su hijo a alistarse porque creyó que el Ejército podría «curar» sus preferencias sexuales. Y eso uno no lo hace a no ser que él mismo haya sido soldado.

—Está bien, lo conocía. Presté servicio con él. Allí había muchos marines.

—Pero no duró mucho tiempo, igual que su hijo. A Dickie lo expulsaron porque era homosexual, y a su padre porque era un ladrón de poca monta y un traficante de drogas, y el Cuerpo de Marines terminó hartándose de él. Lo interesante es que usted también se marchó más o menos por la misma época. Usted no tenía manchas en su hoja de servicios como Strauss, de lo contrario jamás habría podido pasar a formar parte del FBI y más tarde del Departamento de Seguridad Nacional. Pero me da en la nariz que no perdió el contacto con Strauss. Y cuando Dickie le contó a su padre que Randy Cole le había dicho que existía un modo de entrar en el Búnker, y le reveló lo que había visto cuando estuvo dentro, Bill lo llamó a usted. Supuso que, con los contactos que poseía usted, algo bueno obtendría de aquello. Por bueno me refiero a grandes cantidades de dinero, sin que importara el dolor y el caos que pudiera causar.

—¿Eso es verdad?

—Sí, Joe, es verdad. Usted fue a Drake en secreto, penetró en el Búnker y vio a qué se refería Randy Cole. Solo que, a diferencia de él, usted sí que supo lo que había dentro de aquellos bidones. Todas aquellas tortas nucleares allí abandonadas. Olvidadas. ¿Cuánto valdrían? ¿Miles de millones?

—¿Cómo iba a saber yo eso?

—Y el informe que me proporcionó del Búnker era legítimo. Por lo menos como tapadera del Ejército. Para usted era perfecto. Lo que menos le convenía era que alguien se pusiera a meter las narices en aquel asunto. De manera que cuando yo empecé a preguntar, usted se limitó a sacar el informe y dejamos de considerar al Búnker un objetivo viable.

—Continúe.

—En segundo lugar, tenían que construir la bomba. Strauss consiguió que Treadwell se encargase de una parte de la fabricación de las piezas sin decirle para qué eran en realidad. Únicamente le proporcionó las especificaciones que le había dado usted a él. Pero a Treadwell y a Bitner les entró demasiada curiosidad, y cometieron el gravísimo error de involucrar a su vecino, Matt Reynolds. Reynolds trabajaba en la DIA, una agencia demasiado próxima a usted. Encargó un análisis del suelo. Apuesto a que tomó la muestra en los alrededores del Búnker. No creo que Reynolds supiera que allí dentro había plutonio, pero sí que debió de pensar que había alguna sustancia tóxica codiciada por ciertas personas. Y si empezara a investigar de verdad, a ustedes dos se les desbarataría todo el plan. Así que tuvieron que morir seis personas, incluidos dos adolescentes. ¿Cuál de sus hombres se encargó de matarlos, Joe? —Puller miró a su alrededor y señaló a uno—. ¿Ese? —Después señaló a otro—. ¿Ese capullo? Dudo que se rebajase usted a hacer los honores. Al jefe no le gusta ensuciarse las manos. Usted se limitó a verlo todo en vídeo, cómo disparaban con una escopeta a los padres y mataban a los hijos de un golpe en la nuca. ¿Qué pasa, es que no tuvo valor para pegar un tiro a los críos?

Mason no dijo nada.

—Y luego, sus hombres descubrieron a Larry Wellman de guardia el lunes por la noche. Se acercaron a él, probablemente cuando hacía la ronda, cerca de la parte de atrás de la casa, donde nadie pudiera verlos. Le mostraron sus credenciales. Los dioses federales. Wellman estaba deseoso de ayudar, así que no opuso resistencia, no hizo preguntas; condujo a sus hombres al interior de la vivienda y ellos lo colgaron del techo como si fuera un trozo de carne. Dejaron colocado el fragmento del envío por correo certificado y se largaron en el coche de Wellman.

—¿Y cómo se supone que nos hicimos con el envío?

—No era el auténtico. Sabían que había habido uno porque Wellman se lo dijo a Dickie, o porque Matt Reynolds le contó lo que había hecho cuando usted lo interrogó. El paquete no estaba en la casa, y no llegamos a dar con él. Usted se enteró de que no se había encontrado, sin embargo quiso llevarnos por esa pista porque sabía que no conduciría a ninguna parte y nos supondría una enorme pérdida de tiempo. Así que mató a un hombre solo para dejar una pista falsa en la escena del crimen.

—Interesante —dijo Mason.

—Después inventó lo de la conversación en dialecto dari para echar la culpa a unos tíos de turbante que no existían. No era su intención atraer la atención hacia Drake, pero solicitaron su ayuda con motivo de los asesinatos. Usted sabía que iba a intervenir la CID, de manera que inventó inmediatamente lo de la conversación en dari y después me soltó la historia, plausible pero falsa, del gaseoducto y la central nuclear. Me dijo que teníamos tres días, cuando en realidad sabía que el Búnker iba a explotar dentro de dos. Strauss envió aquellas amenazas de muerte a Roger Trent con el fin de abonar el terreno para que a este le ocurriera algo, porque iba a aprovechar aquella oportunidad para librarse de él y de los libros de cuentas que demostraban que había cometido desfalco. Así que tanto Trent como las cajas acabaron dentro del Búnker. Allí no iba a quedar de ellos nada más que polvo radiactivo. La gente supondría que Trent había huido para escapar de los problemas económicos que le había causado Strauss, o que la persona que le había estado enviando las amenazas de muerte por fin había cumplido su palabra. Idearon ustedes un plan de lo más limpio.

—Todavía no ha dicho nada que me implique a mí —dijo Mason.

Puller levantó un tercer dedo.

—Y ahora viene la razón por la que dejé de informarlo a usted y me puse a investigar. Usted era la única persona a la que dije que Dickie Strauss estaba trabajando para mí. Más significativo todavía es que usted era la única persona a la que dije que iba a encontrarme con él aquella noche en el cuartel de bomberos. Su muerte no fue algo espontáneo. Su francotirador llevaba mucho tiempo allí apostado, preparado para actuar. Usted era el único que pudo orquestar todo aquello, nadie más.

—Pues no es eso lo que recuerdo yo —replicó Mason—. Cada uno podría contar una versión distinta.

—Y lo mató porque temió que pudiera cambiar de opinión. Dickie había entrado en la casa y había descubierto a Larry Wellman colgado del techo. Vio los cadáveres de la familia Reynolds, sabía que Treadwell y Bitner también estaban muertos, y se asustó mucho. Dudo que usted le revelara cuál era el verdadero plan, pero cuando empezó a morir gente, Dickie se dio cuenta de que estaba metido en algo que le superaba con mucho. Debió de pensar que la mejor salida que tenía era la de colaborar con las autoridades. Pero usted no podía consentir tal cosa, así que ordenó a su francotirador que le volase la cabeza.

—Eso lo dice usted. No tiene pruebas.

Puller recorrió con la mirada a los otros hombres.

—Se salió con la suya, Joe. Voló el Búnker, se hizo con el combustible nuclear, Roger Trent está muerto y los datos financieros se han convertido en cenizas. Así pues, ¿qué está haciendo aquí? Le ha salido bien el plan.

Mason no respondió. Continuó mirando fijamente a Puller.

Puller dio otro paso más hacia él.

—A lo mejor aquella «conversación» islámica en realidad no fue del todo inventada, aunque la fabricara usted. A lo mejor fue usted contratado por los enemigos de este país para que detonase una carga de material fisible en Virginia Occidental. Yo diría que los bidones que dejó allí dentro formaban parte de la bomba. Y seguramente la gente con la que trata usted no está nada contenta de que las cosas no hayan salido según el plan. De modo que por eso ha venido usted aquí, para vengarse un poco conmigo, y tal vez para salvar el culo frente a esos tíos de turbante. ¿Cuánto le pagaron para que atacase a su propio país, Joe? Deme solo una cifra aproximada.

Mason carraspeó.

—No lo ha entendido bien, Puller. Yo soy un patriota, no haría eso a mi país. Sabía lo que había allí dentro, pero no me pagaron para que lo hiciera explotar.

—¡Y una mierda! —exclamó Puller—. Usted no es diferente de los cerdos del 11-S.

—No sabe de qué coño está hablando, Puller —estalló Mason.

—Pues explíquemelo usted. Cuénteme cómo hace un ex marine para convertirse en un traidor.

Mason comenzó a hablar, y habló deprisa:

—Después de pasar tantos años en Seguridad Nacional, conozco un poco las bombas nucleares. Y sabía cómo llegar hasta las personas que necesitaba para construir una. Una vez que se tiene el combustible, el resto no es tan difícil. El gobierno no reconocería por nada de mundo que había dejado olvidada cierta cantidad de combustible nuclear, de manera que yo podría venderlo sin que se enterase nadie. El gran error que cometí fue permitir que Strauss encargase a ese idiota de Treadwell que construyera el reflector y varios componentes más, porque eso terminó costándome muy caro.

—Nada de eso cambia las cosas. Sigue siendo un traidor. Dejó varios bidones de uranio y de plutonio abandonados dentro del Búnker. Podría haber contaminado de radiactividad cinco o seis estados enteros.

—Aquellos bidones estaban vacíos. No pensaba dejar allí aquel material. Porque tiene usted razón, valía miles de millones.

—Miente —le espetó Puller—. Los vi yo mismo. Aquellas tapas llevaban varias décadas sin abrirse.

Mason esbozó una sonrisa triunfal.

—Los cortamos por el fondo, Puller, y después volvimos a sellarlos. Después de rellenarlos con tierra. Como puede ver, tengo en cuenta todas las contingencias posibles. Y lo mismo hice cuando usted accedió a la bomba; se puso en marcha un acelerador de la cuenta atrás.

—Pero seguía siendo un dispositivo nuclear. Es usted un capullo, aun así pensaba lanzar una bomba nuclear contra su propio país.

—Sabía lo que hacía, ¿vale? —replicó Mason—. Habíamos puesto una cantidad mínima de plutonio, la suficiente para provocar una pequeña explosión y algo de radiación. Además, aquello estaba en mitad de la nada. ¿Qué más daba que el pueblo de Drake, en el estado de Virginia Occidental, se convirtiese en un lugar radiactivo? Ya estaba muerto antes.

—Tiene más de seis mil habitantes.

—Son muchos más los que fallecen todos los años en accidentes de tráfico. Y cada año mueren cien mil personas en los hospitales por culpa de errores que se cometen. Teniendo eso en cuenta, los daños colaterales eran bastante reducidos.

—Pero usted tiene la intención de vender el combustible nuclear a nuestros enemigos. Y estos no piensan detonar la bomba en un área despoblada, Joe. Estos pretenden atacar Nueva York o Washington.

—Ya, bueno, en estos momentos estoy a punto de mudarme a otro país. Estoy un poco cansado de este. Pero lo cierto es que usted me ha estropeado el plan. Aún puedo vender el combustible, solo que va a resultarme más difícil. Por eso he venido aquí, para retribuírselo.

—¿Tan desesperado estaba por conseguir dinero? ¿Tanto como para venderse a unos terroristas? Es usted escoria.

—Durante más de treinta años me he dejado el pellejo por mi país. Y resulta que en la próxima tanda de recortes presupuestarios pensaban echarme a la calle. No les debo nada.

Puller levantó un cuarto dedo.

—¿No ha dicho que había solo tres puntos? —dijo Mason.

—Le he mentido. Hemos capturado a Bill Strauss en Sudamérica. Se había largado antes de que explotara el Búnker, naturalmente. No tenía ninguna intención de quedarse a ver la nube radiactiva, aunque no se molestó en llevarse consigo a su afligida esposa. Es un tío listo. Ah, se me olvidaba mencionar que lo ha delatado a usted y a todos sus compinches.

—Eso es imposible —exclamó Mason—. Yo he hablado con él y…

—Sí, habló ayer y ha hablado hoy. Yo estaba presente en la habitación. El FBI lo grabó todo.

—Eso es un farol.

—Si no, ¿cómo cree que me he enterado de todos estos detalles? Soy bastante bueno como investigador, pero Strauss nos ha desvelado un montón de información. Yo no habría podido obtenerla de otro modo.

Mason le sostuvo la mirada.

—De modo que ahora se encuentra usted en posesión de un material nuclear que jamás podrá vender —dijo Puller—. Claro que para ir a la cárcel no se necesita mucho dinero. Y si lo condenan por traición, le pondrán la inyección letal. A mí me parece bien tanto lo uno como lo otro.

Miró en derredor y observó que ahora todos los hombres de Mason mostraban signos de un nerviosismo extremo. Lo cual era bueno y malo a la vez. Era bueno porque un hombre nervioso no era tan eficaz peleando. Y era malo porque un hombre nervioso que iba armado actuaba de manera errática y por lo tanto resultaba más difícil de predecir.

Pero, aunque eran seis contra uno, Puller tuvo la sensación de que en aquel momento en concreto se sentían superados en número.

Se volvió de nuevo hacia Mason y le preguntó:

—¿Está preparado para rendirse, Mason?

—Voy a decirle para qué estoy preparado. Y se lo voy a decir ahora mismo.