Trent, aturdido y empujado a aquella loca carrera, preguntó:
—¿Qué está pasando? ¿Quiénes sois?
—Tú calla y aprovecha el resuello para correr, Roger —le contestó Cole.
Lograron cruzar el sistema de filtrado más deprisa que cuando entraron, incluso aunque ahora iban tirando de Trent. Subieron la escalera a toda velocidad, atravesaron el cuartel de bomberos y salieron a la rampa de hormigón que había delante del edificio. No tenían tiempo para hacer un alto y quitarse los trajes protectores, así que ambos llevaban el pelo empapado de sudor y pegado a la cara. Habían dejado de sudar simplemente porque su cuerpo se estaba quedando sin líquidos.
Trent tenía el rostro congestionado y respiraba jadeando.
—Me parece que me está dando un infarto.
—¡No se detenga! —vociferó Puller. Se quitó un guante para consultar el reloj. Habían transcurrido casi cuatro minutos, les quedaba menos de uno. Quizá quinientas toneladas de TNT. Medio millón de kilos. El radio potencial de la explosión era mucho más amplio, incluso contando con el efecto de contención de la cúpula, que la distancia que ellos eran capaces de cubrir en el próximo minuto, aun cuando fueran atletas olímpicos. Y si la explosión era nuclear, dentro de unos cincuenta y cinco segundos no quedaría de ellos otra cosa que un poco de vapor.
Cole vio que miraba el reloj y advirtió la expresión de su cara. Puller percibió que la sargento lo estaba mirando y se volvió hacia ella. Ambos cruzaron la mirada, aun sin dejar de correr.
—Ha sido un placer trabajar con usted, agente Puller —dijo Cole con una tímida sonrisa.
—El privilegio ha sido mío, sargento Cole.
Les quedaban treinta segundos de vida.
En aquel margen de tiempo se las arreglaron para cubrir otros ochenta metros. A su espalda se veía la cúpula con toda claridad. Puller no volvió a consultar el reloj, sino que continuó corriendo. Apretó el paso, y Cole también. Y lo mismo hizo Trent. El aire fresco había ayudado a revivirlo, y de alguna manera había comprendido que corrían para salvar la vida.
Puller se preguntó brevemente cómo sería el impacto. Pero estaba a punto de saberlo.
En el interior del Búnker, explotó el cartucho de dinamita.
Sin embargo, el método de Robert funcionó. Las explosiones escalonadas, separadas por escasos milisegundos, permitieron que se abriera una grieta en la esfera y que al instante escapase el pozo por ella.
No iba a haber una explosión termonuclear.
Se había transformado en una simple bomba.
Pero fue una bomba grande. Y el condado de Drake, pese a los muchos años de explotación minera, jamás había presenciado una detonación semejante.
La tierra tembló bajo sus pies, pero fue una sensación que duró un segundo, que fue el tiempo que estuvieron sus pies en contacto con el suelo. Un instante después, los tres fueron lanzados por el aire hasta una altura de seis metros. Cuando volvieron a caer a tierra, fueron alcanzados por la onda expansiva procedente del Búnker, que los arrolló y los hizo rodar dando vueltas de campana sin control alguno. Terminaron separados unos de otros y a casi treinta metros de la posición en que se encontraban antes. Puller se salvó por los pelos de chocar contra el tronco de un pino.
Comenzaron a llover escombros del cielo. Puller, desorientado y cubierto de sangre, se incorporó lentamente. No sabía cómo, pero todavía conservaba su MP5. El cañón del arma lo había golpeado en la cara en el momento de caer al suelo y le había causado un corte y una hinchazón en la mejilla. Le dolían todas las partes del cuerpo, tanto por la fuerza explosiva que lo había embestido como por el hecho de haber sido lanzado a aquella distancia y haberse estrellado contra el suelo con semejante ímpetu. Tras esquivar un fragmento de hormigón que le pasó volando y que casi le arrancó la cabeza, se volvió para ver el Búnker.
Ya no estaba allí. O como mínimo la parte superior había desaparecido. Todavía volaban trozos de hormigón por el aire, y del nuevo boquete que se había abierto salía una mezcla de humo y vapor. También había explotado una parte del costado de la cúpula; de allí debió de partir la onda expansiva que los había hecho rodar por el suelo. Puller tuvo la sensación de estar contemplando un volcán construido por la mano del hombre, en plena erupción.
No oyó gritar a nadie en el vecindario anexo mientras los escombros caían sobre las viviendas. En aquellas casas viejas, que antaño habían sido el hogar de los operarios de la planta, vivían cincuenta y siete personas apiñadas, pero aquella misma tarde Cole había dado orden a sus hombres de que evacuasen a todas de golpe, fingiendo ampararse en que habían infringido la ley. La explicación que dieron fue que los ciudadanos que sí cumplían la ley ya se habían hartado. Ahora aquellos vecinos estaban durmiendo en refugios, mientras sus casas se hundían aplastadas por un torbellino de hormigón y hierros retorcidos. En aquel momento, la verdad era que había resultado ser una orden muy acertada.
Desconocía si el material que estaba escupiendo el Búnker era radiactivo o no, y en aquel momento le daba igual. Tenía que encontrar a Cole.
Primero encontró a Trent. Por desgracia, había chocado de cabeza con un árbol mucho más duro que él y le había desaparecido la mitad del cráneo. A aquel magnate de la minería se le habían acabado los problemas económicos, y la vida también.
De pronto tuvo lugar una segunda explosión que sacudió la zona y lanzó una nueva lluvia de escombros. Miró frenético a su alrededor, y entonces la vio.
Cole estaba casi a cincuenta metros de donde se encontraba él, esforzándose por ponerse en pie.
—¡No te levantes! —gritó—. ¡Ya voy!
Echó a correr entre los escombros que volaban por el aire sorteando pedazos de hormigón tan letales como balas del calibre cincuenta. Estaba a quince metros de Cole cuando sucedió. Un fragmento de hormigón del tamaño de un proyectil de mortero la golpeó de lleno en la cabeza y la hizo caer de nuevo en tierra.
—¡No! —chilló Puller.
Empezó a correr más deprisa bajo una granizada de trozos de hormigón, hierro y objetos que no supo identificar. Era como si estuviera de nuevo en Bagdad o en Kabul, esquivando la muerte una vez más.
Por fin llegó hasta Cole y se arrodilló.
La sargento tenía la nuca llena de sangre, y había fragmentos de hueso.
La volvió con delicadeza.
Cole lo miró, pero sus ojos no enfocaban. El cerebro estaba apagándose.
Puller, impotente, le tendió una mano.
Los ojos de Cole dejaron de moverse y durante un segundo se quedaron fijos en él. Los labios se entreabrieron. Puller creyó que iba a decirle algo.
Cole tuvo un último estremecimiento, un último aliento.
Sus ojos quedaron inmóviles.
Y Samantha Cole murió.
Puller se dejó caer sobre los talones.
John Puller no había llorado ni una sola vez por un camarada muerto en el campo de batalla. Ni una sola. Y eso que había tenido muchas oportunidades. Pero los hombres como él no lloraban. Esa era la Regla Número Uno.
Sin embargo, cuando Sam Cole lo dejó, las lágrimas le resbalaron por la cara.