87

La primera parte de la misión transcurrió sin un solo tropiezo.

Penetraron en el cuartel de bomberos por una puerta trasera. Puller atacó la cerradura sin hacer ruido, y poco después la hoja de madera se abrió hacia dentro.

—¿En el Ejército enseñan el allanamiento de morada? —dijo Cole en voz baja.

—Es lo que se denomina el arte de la guerra urbana —replicó Puller.

Tras confirmar que en la planta baja no había nada que respirase, se encaminaron hacia la escalera que llevaba al segundo piso. Puller consumió diez minutos en conectar el cable telefónico al cajetín de la pared. Luego, extrajo de su mochila un objeto que se parecía a un anticuado teléfono por satélite y que tenía el tamaño de un ladrillo.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Cole.

—Del Ejército. Nunca tiran nada a la basura.

Enchufó el cable a las entradas del aparato, seguidamente apretó un botón y se lo acercó al oído.

—Ya tenemos tono de marcar —anunció.

—¿Vas a poner una conferencia de larga distancia? —dijo Cole, esbozando una débil sonrisa.

—De larguísima —repuso Puller.

Volvieron a bajar la escalera y llegaron a la hilera de taquillas que les había indicado Larrimore. Estaban todas fijas y daba la impresión de que no las había tocado nadie desde que se cerró el edificio.

Puller se quitó la mochila y dijo:

—Ha llegado el momento de vestirse para el espectáculo.

Sacó dos trajes protectores y el equipo de filtrado que los acompañaba.

—El coronel dijo que el plutonio tiene un periodo de semidesintegración de veinticuatro mil años —apuntó Cole.

—Exacto.

Le entregó un traje a la sargento. Esta se lo quedó mirando.

—Y también dijo que lo más probable era que estos trajes no nos protegieran demasiado en caso de exposición directa a esa porquería.

—Estos trajes son mucho mejores que todo lo que tenían en los años sesenta. Pero si quieres, puedes quedarte aquí y cubrirme la retaguardia. De hecho, puede que sea un plan mejor que entrar ahí conmigo.

—Eso es una chorrada, lo sabes perfectamente —replicó Cole al tiempo que empezaba a ponerse el traje.

Cuando ambos estuvieron vestidos, Cole comentó:

—Parecemos astronautas a punto de dar un paseo por la luna.

—Puede que eso no se diferencie tanto de la verdad.

Puller abrió la última taquilla, encontró la placa de presión del panel, la empujó, y al instante se abrió la portilla. Buscó a tientas la palanca y esperó que después de tantos años todavía funcionase el mecanismo.

Exhaló un suspiro de alivio cuando oyó un chasquido y después sintió una ligera corriente de aire. Al momento toda la fila de taquillas se apartó de la pared con un chirrido. Seguro que nadie la había movido desde la década de los sesenta. Aquel pensamiento le hizo sonreír; los enemigos contra los que luchaban no habían utilizado aquella entrada para penetrar en el Búnker: habían ido a través del pozo minero.

Cole iluminó la abertura con la linterna, y apareció un tramo de escaleras.

—Pareces decepcionada —comentó Puller hablando a través de la máscara. La sargento se detuvo y lo miró—. ¿Tenías la esperanza de que no pudiéramos entrar?

—Quizás —admitió ella.

—Enfrentarse al miedo es mejor que huir de él —sentenció Puller.

—¿Y si lo que no se puede vencer es el miedo?

—En ese caso, puede que sea mejor estar muerto.

Puller sacó dos pares de gafas de visión nocturna.

—Es de suponer que ahí dentro estará oscuro como boca de lobo, así que la única manera de poder ver algo es usando estos trastos. Cuando hayamos confirmado que somos las únicas personas que están ahí, podremos continuar con las linternas. Voy a enseñarte cómo se usan estas gafas. Hay que acostumbrarse un poco a ellas. Y si me ocurre algo a mí, las necesitarás para salir lo más rápidamente posible.

—Si te ocurre algo a ti, lo más seguro es que me ocurra a mí también.

Puller hizo un gesto negativo.

—No necesariamente. Tenemos que apoyarnos en la posibilidad de que por lo menos sobreviva uno de los dos.

Le explicó cómo funcionaba el dispositivo y después se lo pasó por la cabeza y se lo ajustó sobre los ojos, por encima de la máscara transparente. Seguidamente lo activó y le fue diciendo lo que aparecía en el visor.

—Muy bien, pues ya tienes el certificado oficial de experta en gafas de visión nocturna.

A continuación activó también sus gafas y se las colocó sobre los ojos. Le entregó a Cole el rollo de cable.

—Ve desenrollándolo a medida que avancemos.

—He traído tanto cable como he podido. ¿Tú crees que será suficiente?

—Tenemos que apañarnos con el equipo de que disponemos. Si el cable no es lo bastante largo, ya pensaremos en otra cosa.

Cole asintió.

Puller inició el descenso por la escalera. Su campo visual había quedado un tanto reducido, porque el color verde le daba la sensación de encontrarse dentro de un acuario sucio. Pero en cambio otros detalles se veían resaltados, muy por encima de lo que él sería capaz de percibir a simple vista.

A Puller le gustaban los detalles. A menudo eran lo que determinaba que uno saliera de un problema por su propio pie o tumbado en una camilla.

Llegaron al fondo de la escalera. Ahora se encontraban en un largo corredor construido con hormigón y pintado de amarillo. Ya llevaban recorrida la mitad cuando de pronto Puller empezó a distinguir el equipo de filtrado. Tocó a Cole en el hombro y señaló al frente.

—La estación de filtrado.

La maquinaria que encontraron era grande, compleja y seguramente modernísima en su época. Acto seguido Puller se topó con lo que había esperado toparse, aunque la estación de filtrado no figuraba en los planos de la instalación: un ventilador vertical de gran tamaño. Era el doble de alto que él. Aquella parte iba a resultar difícil. Al menos no tenían que preocuparse de que aquel artilugio fuera a ponerse en marcha. Retorció el cuerpo para colarse a través de las palas y después ayudó a Cole a hacer lo mismo. Tuvieron cuidado para que el cable telefónico no rozara con las aspas; lo que menos les convenía era que se cortase la línea y se quedaran sin comunicación, porque ningún teléfono móvil tendría cobertura debajo de un metro de hormigón. Puller pasó el cable por el suelo, para que lo único que tocase fuera la base del ventilador, que era metálica, redondeada y lisa.

Continuaron avanzando otros treinta metros. Puller iba calculando mentalmente las distancias y llegó a la conclusión de que ya se encontraban muy cerca. Se colocó la mochila en una posición más cómoda y desenfundó la primera M11. El MP5 descansaba contra su pecho, y podía utilizarlo contra un blanco en cuestión de segundos. Miró atrás y vio que Cole también había sacado su Cobra. El interior de la instalación era lo bastante amplio para no encajar en la categoría de espacio de combate cuerpo a cuerpo, pero un MP5 constituía un arma devastadora en casi todos los casos que no implicaban tener que disparar desde muy lejos. Sin embargo, si allí dentro hubiera un tirador provisto de las mismas gafas verdes que Cole y él, lo más probable era que ambos acabaran muertos.

Superaron dos obstáculos más, uno de los cuales tuvo que desmantelar Puller, y por fin llegaron a un espacio que era enorme desde todo punto de vista. Y también estaba totalmente oscuro. Si no fuera por las gafas, estarían moviéndose a ciegas. Les quedaban unos cien metros de cable telefónico, y Puller esperó que fuera suficiente. De inmediato se puso a la derecha y se refugió detrás de un largo banco de trabajo. Cole se apresuró a imitarlo y se situó a su lado.

Allí dentro olía a podrido y a moho. Lo que la capa de hormigón no era capaz de aislar era la humedad del suelo.

Puller paseó la mirada por los muros del Búnker. Eran altos, de ladrillo y desprovistos de ventanas. El techo se elevaba unos diez metros por encima de él y era macizo, con luces fluorescentes que colgaban de unos soportes. Había varios pisos más, y eso sí aparecía indicado en los planos. Seguramente serían oficinas de administración y de otros servicios, pero daban la impresión de encontrarse en la zona principal de trabajo de la instalación. Y por encima de todo ello se extendía la cúpula de hormigón. Puller se sintió igual que si estuviera dentro de un edificio que a su vez estaba dentro de un huevo.

—Tenemos que registrar esto siguiendo una cuadrícula —dijo Puller a través de la máscara.

—¿Y qué es exactamente lo que buscamos?

—Cosas que respiren, bidones de cincuenta galones forrados de plomo, y algo que dé la impresión de que no debería estar aquí.

—¿El qué, exactamente? —preguntó Cole con impaciencia.

—Algo que parezca nuevo —respondió Puller—. Tú ve por la izquierda y yo iré por la derecha. Iremos avanzando hasta llegar al centro. —Le pasó un radiotransmisor—. Estos aparatos sí que funcionarán aquí dentro, no tienen que rebotar en ningún satélite de ahí fuera. Pero tampoco son seguros, de manera que podría haber alguien escuchando.

Al cabo de treinta minutos, Puller dio con ellos.

Contó los bidones. Había cinco. No pudo distinguir si estaban forrados de plomo, pero supuso que sí. Al acercarse un poco más advirtió la mugre y el moho que se habían adherido a los costados del metal. Esperó que no tuvieran agujeros, porque en ese caso ya estaba muerto. Se acercó otro poco más y apartó un poco de la mugre con la mano protegida por un guante. Se encontró con una etiqueta de un azul descolorido que representaba las tibias y la calavera. El color azul indicaba que aquello contenía uranio.

El bidón contiguo era igual. Empujó los dos con la mano y dedujo que estaban llenos, o que por lo menos eso parecía. El peso podía deberse en parte al revestimiento de plomo. En cambio las tapas estaban selladas, y tenían tanta porquería incrustada que Puller calculó que llevaban varias décadas sin abrirse.

Vio otros dos bidones más, estos con etiquetas rojas y el dibujo de la calavera. Tortas de plutonio. Les dio un empujón. También estaban llenos.

El último bidón de la fila lucía la misma etiqueta roja. Plutonio. Sin embargo Puller se fijó en otro detalle: no tenía tapa. Tímidamente dio unos cuantos pasos para acercarse hasta que, decidido a lanzarse, se aproximó tanto que pudo echar un vistazo al interior.

En efecto, estaba forrado de plomo, lo cual era bueno.

Y no había signos de que los elementos externos hubieran traspasado la capa de plomo, lo cual era excelente.

Además, estaba vacío. El plutonio andaba por ahí suelto. Lo cual era catastrófico.

Después reparó en otra cosa más. En el suelo de hormigón había seis círculos idénticos, en fila, a continuación de los bidones. Puller supo con toda exactitud lo que significaba aquello: Que había habido seis bidones más. De uranio o de plutonio. Y ahora ya no estaban.

Se llevó el radiotransmisor a la boca.

—He encontrado el material. Y hay un bidón vacío, es uno de los que contenían plutonio. Y han desaparecido otros seis.

El aparato crepitó y se oyó la voz temblorosa de la sargento Cole:

—Yo también he encontrado una cosa.

—Cole, ¿estás bien?

—Yo… Ven aquí. Estoy en el lado este, a unos cien metros del punto por donde hemos entrado.

—¿De qué se trata? ¿Qué has encontrado?

—A Roger. He encontrado a Roger Trent.