Puller fue en coche hasta la casa de Cole y se puso a esperar. Dos horas después llegó una llamada. Después de esa, llegó la que estaba esperando él. Cuando la maquinaria militar quería que se hiciera algo, era capaz de moverse con una velocidad asombrosa. Y de algo sirvió también que el secretario de Defensa hubiera ejercido su influencia.
Cole estaba sentada frente a él, en el mismo cuarto de estar, con un gesto de nerviosismo en el semblante.
Puller atendió la llamada.
Al otro extremo se hallaba un coronel jubilado y octogenario, llamado David Larrimore, que vivía en Sarasota, Florida. Representaba la última esperanza de Puller, porque casualmente había sido ingeniero y supervisor de producción, por el lado militar, de la instalación construida en Drake en los años sesenta. De hecho, según el Departamento de Defensa, era la única persona que quedaba viva de las que habían trabajado allí.
Larrimore tenía un tono de voz débil pero firme. Al empezar a conversar con él, Puller tuvo la impresión de que aún conservaba todas sus facultades. Esperó que no le fallase la memoria, porque iba a necesitar hasta el último gramo de información que pudiera proporcionarle.
—Imagino —dijo Larrimore— que cuando uno se pone el uniforme ya no se jubila nunca.
—Estoy de acuerdo.
—¿Por casualidad no será usted pariente de John el Peleón?
—Es mi padre.
—No llegué a tener el placer de prestar servicio a sus órdenes, pero puedo asegurarle que logró que tanto el Ejército como su país se sintieran orgullosos, agente Puller.
—Gracias, se lo diré.
—He recibido la llamada de un oficial de dos estrellas. Llevo casi treinta años sin ponerme el uniforme, y aun así me ha dado un susto de muerte. Me ha ordenado que le cuente todo a usted. Pero no me ha dicho el motivo.
—Es complicado. Pero lo cierto es que necesitamos su ayuda.
—¿Drake? ¿Es esa la información que necesita?
—Toda la que pueda usted facilitarme.
—Es una herida que aún no se ha cerrado, hijo, por lo menos en mis recuerdos.
—Cuénteme por qué.
Puller volvió la vista hacia Cole, que lo miraba con tal intensidad que temió que fuera a darle un ataque. Apretó el botón de manos libres del teléfono y colocó este entre ambos, encima de la mesa.
La habitación se llenó con la voz de Larrimore:
—Me asignaron a Drake porque era la planta más nueva que poseía el gobierno en su programa de desarrollo de armas nucleares. Yo estaba licenciado en ingeniería nuclear y me encontraba destinado en Los Álamos, y también había trabajado un poco en las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Pero ya habían llegado los años sesenta, y estábamos muy avanzados respecto de las bombas atómicas que arrojamos en Japón en el 45, sin embargo aún había muchas cosas que desconocíamos de las armas termonucleares. En la bomba de Hiroshima se empleó el método de pistola. En comparación con lo que se hace hoy, aquello era propio de un jardín de infancia. Estábamos tratando con bombas atómicas que alcanzaban una energía liberada de 0,7 megatones como máximo. Los soviéticos lanzaron en la Antártida una bomba de hidrógeno denominada Zar. Fue una explosión de cincuenta megatones, la mayor que se había logrado nunca. Con aquello se podía borrar del mapa un país entero.
Puller observó que Cole se había derrumbado en su asiento y se había llevado una mano al pecho.
—He tenido ocasión de ver un documento clasificado que decía que la planta de Drake se utilizaba para fabricar componentes de bombas. Podría haber quedado algo de radiactividad residual, pero nada más.
—Eso no es correcto —puntualizó Larrimore—. Pero no me sorprende que exista un documento oficial que diga tal cosa. Al Ejército le gusta cubrir sus huellas. Y en aquella época las reglas del juego eran mucho más liberales.
—De modo que estuvieron ustedes fabricando combustible destinado a ojivas nucleares —dijo Puller—. ¿Para utilizarlo en el método de implosión?
—¿Es usted un cabeza nuclear?
—¿Qué?
—Con ese apodo nos llamábamos unos a otros en aquella época. Cabezas nucleares.
—No, pero tengo amigos que sí.
—Trabajábamos con una subcontrata de Defensa. El nombre no le serviría de nada a usted. Ya hace mucho tiempo que fue comprada, y la compañía que la adquirió ha sido revendida una y otra vez.
Puller percibió que Larrimore estaba desviándose hacia el interior de sus recuerdos, y no tenía tiempo para aquello.
—Ha dicho que este asunto era una herida sin cerrar. ¿Por qué?
—Por la forma en que entramos en aquella zona y construimos aquella monstruosidad sin decir a nadie de qué se trataba. Trajimos a todos los trabajadores de fuera y los desalentamos de que trabaran amistad con los habitantes del pueblo. Y en las pocas ocasiones en que iban al pueblo, los seguíamos. Así se hacían las cosas en aquel entonces. Todo el mundo estaba paranoico.
—En mi opinión, las cosas no han cambiado tanto —comentó Puller—. ¿Es ese el único motivo de que para usted sea un tema doloroso?
—No, también me molestó mucho la manera en que lo dejamos todo.
—¿Se refiere a la cúpula de hormigón? ¿La de un metro de grosor?
—¡Pero qué dice!
—¿No lo sabía?
—No. Se suponía que la planta iba a ser desmantelada y trasladada a otra parte, hasta la última molécula. Era necesario actuar así, a causa de lo que había dentro.
—Pues sigue estando dentro. Al menos eso creo. Debajo de una enorme cúpula de hormigón. No sé cuántas hectáreas abarcará, pero deben de ser muchas.
—¿En qué diablos estaban pensando?
—¿Cómo es que no estaba usted informado? —preguntó Puller.
—Yo participé en la tarea de ir retirando gradualmente la planta. Después me enviaron a otra situada mucho más al sur. Sí, yo era el supervisor por la parte que correspondía al Ejército, pero quienes la dirigían en realidad eran los del sector privado, y los generales les otorgaban el visto bueno para todo lo que querían.
—En fin, al parecer, lo que querían, más que desmantelarla, era taparla con hormigón. ¿Por qué motivo?
Larrimore no respondió nada.
—Señor Larrimore.
—Estoy aquí.
—Necesito que me conteste a esa pregunta.
—Agente Puller, llevo mucho tiempo fuera del servicio. Hoy, al recibir esa llamada, me he llevado un susto de muerte. Tengo una buena pensión que he ganado con esfuerzo y me quedan unos pocos años para disfrutar del sol en este estado. No quiero perder esas cosas.
—No va a perder nada. Pero si no me ayuda, es posible que muchos americanos pierdan la vida.
Cuando Larrimore volvió a hablar, su tono de voz sonó más fuerte:
—Es posible que tuviera algo que ver con la razón de que cerrásemos la planta. A eso me refería al decir que no me gustó la manera en que lo dejamos todo.
—¿Qué razón fue esa?
—Que la jodimos.
—¿Cómo? ¿Falló algo en el proceso de difusión?
—No empleábamos la difusión gaseosa.
—Pensaba que estábamos hablando de eso. Es a lo que se dedica la planta de Paducah.
—¿Ha estado en la planta de Paducah, hijo?
—No.
—Pues es gigantesca. Tiene que utilizarse para la difusión gaseosa. Es mucho más grande que la que teníamos en Drake.
Puller miró a Cole sin entender.
—Y entonces, ¿qué era lo que hacían en la de Drake?
—Experimentos.
—¿Con qué?
—En esencia, intentábamos fabricar un supercombustible con el que pudiéramos cargar las ojivas nucleares. Nuestro objetivo, naturalmente, era destruir a la Unión Soviética antes de que ella nos destruyera a nosotros.