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Se lavaron en la casa de Cole y empezaron a buscar. Pero encontrar a Randy resultó ser una tarea más difícil de lo que cabría esperar en una localidad tan pequeña. Cole agotó todos los lugares posibles en el plazo de una hora. Telefoneó a Jean, pero esta no tenía ni idea de dónde estaba su hermano. Fueron a La Cantina y a continuación exploraron la reducida zona del centro urbano yendo calle por calle.

Nada.

—Aguarda un minuto —dijo por fin Puller.

Echó a andar a paso vivo, seguido por Cole, hacia el motel Annie’s. Cuando llegó, empezó a abrir puertas a patadas. Al llegar a la quinta, Cole vio el interior de la habitación y llamó:

—¿Randy?

Su hermano se hallaba tendido en la cama, completamente vestido.

Los dos entraron del todo. Puller cerró la puerta y accionó el interruptor de la luz.

—Randy, despierta.

El joven no se movió.

Cole se acercó.

—¿Se encuentra bien? ¿Randy?

—No le pasa nada, el pecho le sube y le baja —respondió Puller. Luego miró en derredor y agregó—: Espera un momento.

Agarró un cuenco viejo que había encima de un agrietado mueble de madera y se fue al cuarto de baño. Cole oyó correr el agua. Al momento regresó Puller con el cuenco lleno de agua y se la echó a Randy por la cara.

El joven se incorporó bruscamente y se cayó de la cama.

—¡Joder! —exclamó al chocar contra el suelo.

Puller lo asió por la espalda de la camiseta, lo levantó del suelo y lo arrojó de nuevo contra el colchón.

Randy, cuando logró enfocar la vista, se quedó mirando a Puller, y después reparó en su hermana, que lo taladraba con la mirada.

—¿Sam? ¿Se puede saber qué diablos ocurre?

Puller se sentó a su lado.

—¿Ahora prefieres la cama en lugar de un matorral? —le preguntó.

Randy se concentró en él.

—¿Eso era agua?

—¿Estás muy borracho?

—No mucho. Ahora ya no.

—Necesitamos que nos ayudes.

—¿Con qué?

—Con el Búnker —contestó Puller.

Randy se frotó los ojos.

—¿Qué pasa con el Búnker?

—Tú has estado dentro, ¿verdad?

—¿Cómo dice?

Puller lo aferró por el brazo.

—Randy, no tenemos mucho tiempo, y el poco que tenemos no puedo desperdiciarlo intentando dar explicaciones. Hemos encontrado los planos del Búnker, y en ellos dice que no se puede efectuar voladuras a menos de tres kilómetros. La única razón para que incluyeran esa advertencia sería que ya hubiera allí un pozo minero o que pudiera haberlo en el futuro. Y quisieron estar seguros de que nadie iba a detonar explosivos en las inmediaciones. Tu padre era el mejor buscador de carbón que había en esta zona, y tú trabajabas con él. Seguro que conoces este condado mejor que nadie. Así que dime, ¿hay un pozo minero que conduce al Búnker?

Randy se rascó la cabeza y bostezó.

—Sí, lo hay. Mi padre y yo nos tropezamos un día con él por casualidad. Ya estaba de antes, claro. Nosotros estábamos buscando otra cosa totalmente distinta. En realidad eran dos pozos. Seguimos el primero y encontramos un segundo que discurría en esa dirección. Lo seguimos durante un trecho, hasta que mi padre calculó que ya estaríamos debajo del Búnker. Y tenía razón. Según él, aquel pozo probablemente existía desde los años cuarenta.

—¿Pero entrasteis adentro? —le preguntó Puller.

Randy volvía a tener sueño.

—¿Qué? No, no entramos. Por lo menos en aquel momento. Me parece que mi padre sentía curiosidad, siempre nos había contado anécdotas relativas al Búnker. Estuvimos hablando de la posibilidad de entrar, pero entonces fue cuando murió.

Exhaló un profundo suspiro y puso cara de querer vomitar.

—Aguanta un poco, Randy —le dijo Puller—. Esto es importante de verdad.

—Después de su muerte, yo volví en otra ocasión y estuve indagando otro poco más. Encontré un pozo. Luego dejé en paz el asunto durante mucho tiempo y me dediqué a coger borracheras. Empecé a mandar amenazas de muerte al gilipollas de Roger. Luego, hará unos dieciocho meses, volví a entrar. No sé por qué. A lo mejor intentaba terminar algo que había iniciado mi padre. Entonces fue cuando encontré la manera de entrar. Me hizo falta trampear un poco y algo de esfuerzo físico, pero al cabo de un par de meses logré entrar. Habían cubierto el edificio con una cúpula y habían puesto un suelo de hormigón, pero este estaba agrietado en varios puntos, probablemente donde hubo movimiento de tierras. Quizá se debiera a que habían estado dinamitando por allí, para buscar carbón.

—De modo que entraste. ¿Y qué encontraste? —inquirió Puller.

—Un espacio enorme. Y más oscuro que una cueva, claro. Estuve curioseando un poco y vi unas cuantas cosas: bancos de trabajo, basura en el suelo, bidones.

—¿Bidones de qué?

—No lo sé. No me acerqué tanto.

—Randy, eso fue tremendamente peligroso —le dijo Cole—. Esas cosas podían ser tóxicas, incluso radiactivas. A lo mejor es ese el motivo de que últimamente te encuentres tan mal, con tantos dolores de cabeza.

—Podría ser.

—¿Qué más viste allí dentro? —insistió Puller.

—Nada. Salí cagando leches. Aquel sitio me puso los pelos de punta.

—De acuerdo, ahora viene una pregunta importante. ¿Le contaste a alguien lo que viste? —preguntó Puller.

—Qué va. ¿Para qué?

—¿A nadie? —presionó Puller—. ¿Estás seguro?

Randy reflexionó unos instantes.

—Ahora que lo pienso, puede que sí se lo contara a una persona.

—¿A Dickie Strauss?

Randy se lo quedó mirando.

—¿Cómo demonios lo ha adivinado? Antes jugábamos juntos al fútbol americano y nos veíamos mucho. Durante una temporada formé parte del club Xanadú, hasta que me embargaron la moto por falta de pago. Sí, se lo conté a él. ¿Y qué? ¿Qué más da?

—Dickie ha muerto, Randy —le dijo su hermana—. Lo han asesinado, y pensamos que ello tiene que ver con el Búnker.

Randy se irguió de repente, en total estado de alerta.

—¿Que han matado a Dickie? ¿Por qué?

—Porque le habló del Búnker a alguna otra persona —respondió Puller—. Y ha entrado alguien más, y lo que han encontrado, sea lo que sea, es la razón de que hayan asesinado a todas estas personas.

—¿Pero qué diablos hay allí dentro? —dijo Randy.

—Eso es lo que voy a averiguar —contestó Puller.

—Bueno, ¿pero tienes ya alguna idea? —le preguntó Cole—. Quiero decir, acerca de lo que puede haber allí dentro.

—Sí que la tengo —repuso Puller.

—¿Cuál? —presionó la sargento—. Dímela.

Pero Puller no dijo nada. Se limitó a mirarla con el corazón más acelerado de lo normal.