Era la una de la madrugada cuando Puller volvió a verse en Afganistán, en medio del tiroteo en el que siempre ganaba él, aunque no consiguiera regresar a casa con los hombres que había perdido. Despertó de la pesadilla despacio, en calma. Pero el despertar vino acompañado de otra cosa.
Una idea.
Había una laguna. Una pista que no había investigado. Mientras estaba matando afganos en el desierto, su cerebro rellenó por fin aquella laguna. Y no disponía de mucho tiempo para ello. Se levantó, se vistió y salió de la casa con el mismo sigilo con el que en Oriente Medio se había movido por entre las patrullas de infantería. Tan solo hizo un alto para ver cómo estaba Cole. La encontró dormida en su cama, tapada únicamente por una sábana, por deferencia al calor que reinaba fuera. Le dejó una nota pegada en el frigorífico, se cercioró de dejar bien cerrada la puerta de la casa, sacó su coche del camino de entrada y rodó unos metros por la calle antes de arrancar el motor. Y a continuación se fue.
Treinta minutos después estaba contemplando la sombría construcción de bloques de hormigón. No había ningún sistema de seguridad, ya se había percatado de ello en la última visita.
Oteó una vez más la zona y después pasó a la acción. La cerradura de la puerta principal le llevó treinta segundos enteros.
Comenzó a moverse por dentro del edificio. Todavía no había encendido la linterna, porque había memorizado el interior desde la última vez. Recorrer un pasillo, quince pasos, puerta a la izquierda. Para forzar la cerradura se había servido de una pequeña linterna de bolsillo, a fin de alumbrarse mientras la manipulaba con sus herramientas.
Veinte segundos después se encontró al otro lado de la puerta, la cual había vuelto a cerrar. Se concentró en la otra puerta. Probó el picaporte. Cosa sorprendente, no estaba cerrada con llave. La abrió con una mano protegida por un guante y se encontró frente a frente con una caja fuerte de gran tamaño. Ahora venía la parte más difícil, pero había traído consigo varios elementos que podía utilizar para salir victorioso.
Alumbró con el haz de luz la puerta metálica de la caja fuerte y advirtió que era vieja pero robusta. Introdujo las herramientas en la cerradura y trabajó con mano experta durante cinco minutos. De pronto se oyó un leve chasquido, y a continuación tiró del brazo del mecanismo de cierre y abrió la puerta. Tardó diez minutos en registrar el contenido antes de dar con lo que, con bastante probabilidad, había venido a buscar.
Desplegó los planos y los extendió sobre la mesa escritorio. Después los fue iluminando con la linterna, página por página, e hizo fotografías de todo. Luego los plegó de nuevo, volvió a guardarlos dentro de la caja fuerte, cerró la puerta y se cercioró de que esta quedase bien anclada. Cinco minutos después se marchaba al volante de su Malibu.
Llegó a casa de Cole, cogió la cámara, entró y se sentó en la cama a visualizar cada una de las fotografías. Cuando terminó, se recostó y dedicó unos momentos a reflexionar y a intentar ordenarlo todo. Strauss tenía aquello guardado en su caja fuerte, Eric Treadwell y Molly Bitner habían tramado un plan para sacarlo de la caja y hacer copias. Si necesitaba la confirmación de que aquello era lo que habían hecho, ahora la tenía.
Había traído consigo las tarjetas con las huellas dactilares de Treadwell y Bitner. Los dos debían de estar sudando cuando llevaron a cabo su pequeña incursión en el despacho de Strauss, porque, además de las huellas, el papel había absorbido perfectamente la humedad. Y era un papel capaz de conservar durante mucho tiempo las huellas latentes. Coincidían con total exactitud con las de uno y otro.
Aquello era por lo que habían corrido tantos riesgos. Aquello era por lo que habían terminado perdiendo la vida. La única pieza del rompecabezas que él no había investigado.
Hasta ahora, claro.
Ahora, la cuestión era: ¿debería informar a Cole?
La respuesta le llegó más clara y más inmediata de lo que esperaba.
Miró el reloj. Eran las 0400.
Qué ironía. Una vez más, iba a despertarla temprano.