El rifle de francotirador pesaba siete kilos y medía un metro, casi lo mismo que una haltera. Por esa razón se disparaba casi siempre en la postura de decúbito prono. Lo llevaba en la mano derecha. El bípode plegable que había ajustado a la boquilla se encontraba en posición cerrada. Se movía con rapidez, pero de forma metódica. Una muerte por noche. No deseaba más. Aquella noche, no.
Lanzó una mirada hacia su espalda. No vio nada salvo la oscuridad que lo miró a su vez. Estaba a seis metros de la línea de los árboles. A partir de allí, le quedaba una caminata de cinco minutos por la espesura del bosque, un automóvil aguardando y una huida rápida. Antes de que la policía tuviera tiempo de bloquear las carreteras. Le gustaba aquella zona, había mucho terreno que abarcar y un número insuficiente de policías para ello.
De pronto hizo un alto y se volvió.
Sirenas, sí, pero también algo más. Algo inesperado.
Su mano izquierda subió hacia la cintura.
—Si subes la mano un centímetro más, verás un primer plano de tus intestinos.
La mano quedó inmóvil donde estaba.
Puller no salió de entre los árboles. Desconocía si el otro hombre estaba solo. Mantuvo el subfusil fijo en el blanco.
—En primer lugar, coge el rifle por la boquilla y lánzalo bien lejos. En segundo lugar, túmbate en el suelo con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza, los ojos cerrados y las piernas separadas.
El otro depositó el rifle en el suelo apoyándolo por la culata, después lo agarró de la boquilla y lo arrojó por los aires. Fue a aterrizar con un golpe sordo a un par de metros de allí levantando un poco de hierba y tierra.
—Primera parte cumplida. Ahora toca la segunda —dijo Puller.
—¿Cómo ha conseguido adelantarse a mí? —preguntó el tirador.
A Puller no le gustó aquella pregunta, pero le gustó menos todavía el tono en que se la formuló aquel tipo: sin ninguna prisa, con auténtica curiosidad, pero, por lo visto, sin la menor preocupación por las consecuencias de que lo hubieran capturado. Recorrió con la mirada el terreno que se extendía ante él. ¿Habría un ojeador por allí? ¿Un equipo de apoyo que le facilitara la huida al tirador?
—He tenido suerte con la triangulación —respondió—. Saqué la conclusión lógica y vine hasta aquí a paso ligero.
—No le he oído en ningún momento.
—Exacto. ¿Por qué has matado a Dickie?
—No sé de qué me habla.
—No creo que por aquí abunden las balas Lapua.
—Puller, puede desentenderse de esto ahora mismo. Quizá le convenga.
A Puller le gustó todavía menos aquel cambio de táctica. Era como si fuera el otro el que lo estuviera apuntando con un arma y le ofreciera marcharse sin más.
—Te escucho —dijo.
—Estoy seguro de que ya ha contemplado esa posibilidad. De mí no va a obtener más información, no me corresponde hacerle a usted el trabajo.
—Ya han muerto ocho personas. Debe de haber una buena razón para ello. —Puller deslizó el dedo hacia la guarda del gatillo del MP5. Cuando metía el dedo dentro de la guarda, era porque estaba dispuesto a disparar.
—Supongo que sí.
—Si hablas, tal vez podamos llegar a un acuerdo.
—Me parece que no.
—¿Tan leal eres?
—Si quiere llamarlo así. Dejaré que me mate. Ha sido culpa mía, era mi responsabilidad.
—Tiéndete boca abajo. Es la última vez que te lo digo.
Puller apuntó para efectuar el disparo. A aquella distancia, el otro era hombre muerto. Apoyó el MP5 contra el pectoral derecho mientras con la mano izquierda desplazaba la M11 describiendo un arco de treinta grados.
El otro se arrodilló en el suelo, después se tendió de bruces y empezó a entrelazar los dedos. Pero de improviso se llevó una mano a la cintura.
Puller, disparando con la M11, le metió una bala en cada brazo y seguidamente dio un paso hacia la izquierda y se escondió detrás de un árbol. El fogonazo de la boquilla había delatado su posición. No había tirado a matar porque no le era necesario; el otro no tenía forma de hacer un disparo claro, y ahora que tenía ambos brazos inmovilizados ni siquiera podría apuntarle a él con el arma. Si había intentado cogerla, tenía que ser por dos motivos.
Primero, porque quería que él lo matara. Él había decidido no ser tan complaciente, quería un testigo al que pudiera interrogar.
Segundo, porque quería que él disparase y así revelase su posición. De ahí que se hubiera él apresurado a esconderse detrás del árbol.
Esperó a que llegaran disparos procedentes de otro sector. Pero no hubo ninguno.
Enseguida volvió la vista hacia el herido, que continuaba tumbado en el suelo y sangrando por los brazos. La hemorragia no era de sangre arterial, porque ya se había preocupado él de apuntar debidamente.
Tardó un segundo de más en percatarse de que el herido tenía una mano debajo del cuerpo, y al momento oyó el silbido del disparo.
—Mierda —murmuró al tiempo que su adversario elevaba de repente el torso en una brusca sacudida y luego volvía a dejarse caer en tierra.
La bala le había salido por la espalda. Justo por el centro. Había sido un disparo a quemarropa, dirigido hacia atrás. Se lo había infligido él mismo.
Acababa de perder a su potencial testigo. Quienquiera que fuese aquella gente, desde luego eran devotos a algo. Escoger morir antes que vivir no era una decisión que se tomara con facilidad. Daba la impresión de que aquel tipo tenía la intención de actuar así desde el principio, en cuanto comprendió que había quedado en una situación muy comprometida y próximo a ser capturado.
Puller se había relajado solo un instante, pero fue casi un error fatal.
Interceptó el cuchillo con el cañón del arma, pero su agresor lo golpeó en el brazo con la otra mano y el impacto causó que el MP5 se le cayera al suelo. Alzó entonces la M11, pero el otro le lanzó una patada de costado que le hizo soltar también la pistola. El agresor arremetió contra él moviendo el cuchillo en diferentes direcciones con el objeto de confundirlo. Medía como uno noventa y tenía el cabello castaño oscuro, el rostro delgado y bronceado y la mirada serena de alguien que está acostumbrado a matar.
Claro que Puller también.
Sujetó mano y cuchillo contra el cuerpo de su agresor, después bajó la barbilla y le propinó un cabezazo en plena garganta. El cuchillo cayó al suelo. Puller giró en redondo, aferró al otro por el pelo de la coronilla con una mano y tiró de él hacia la derecha a la vez que le clavaba el codo en el lado izquierdo del cuello.
El agresor emitió un gorgoteo, y al momento comenzó a manarle sangre de la nariz y de la boca.
—Ríndete y conservarás la vida, gilipollas —le dijo Puller.
Sin embargo, el otro continuaba forcejeando. Lanzó una patada a la ingle de Puller y le metió los dedos en los ojos. Era una maniobra irritante, pero manejable. Puller lo quería vivo. Pero cuando el agresor alcanzó con una mano la M11 que llevaba él en la espalda e intentó sacarla de su funda, Puller decidió que era mejor seguir estando vivo pero sin tener un cautivo al que interrogar, antes que estar muerto.
Se situó detrás de su agresor, con un largo brazo le sujetó el maltrecho cuello, con el otro le aferró el torso con fuerza, y a continuación tiró en direcciones contrarias. Cuando oyó que el otro empezaba a chillar, lo levantó en vilo, tomó impulso hacia atrás y lo estampó contra el árbol que tenía más cerca. Oyó el chasquido que hacía la columna vertebral al partirse y dejó caer aquel fardo al suelo. Con la respiración agitada, se quedó mirando el estropicio que había causado con aquel cuerpo humano. Luego examinó el cuchillo. Hoja en sierra, mango desgastado. Denotaba un uso intensivo. Supuso que tendría encima un montón de sangre suya, pero no experimentó ni un gramo de remordimiento.
—¡Puller!
Volvió la vista hacia su derecha. Había reconocido la voz de Cole.
—Estoy aquí. Pero no se acerque, hay un francotirador y su compañero de apoyo, los dos muertos, pero podría haber más. Yo estoy bien.
Transcurrieron diez minutos, y por fin Cole preguntó:
—¿Podemos acercarnos ya?
Puller escrutó una vez más la línea de los árboles.
—Está bien.
Unos minutos más tarde entraron en su campo visual Cole y dos de sus hombres.
—¿Puller?
—A su derecha —dijo al tiempo que daba un paso para mostrar dónde se encontraba.
Cole y sus hombres corrieron hacia él agachados. Puller se arrodilló y volvió al francotirador boca arriba.
—Alúmbrele a la cara.
Cole obedeció.
El policía que se llamaba Lou dejó escapar una exclamación ahogada.
—Este es el tipo que fingió que vivía en la casa de Treadwell —aseguró.
Puller se puso de pie.
—Eso mismo he pensado yo.
—¿Por qué?
—Encajaba en la descripción que facilitó usted. Ahora sabemos que se le da igual de bien asesinar desde lejos que matar de cerca.
Lou contempló el otro cuerpo destrozado.
—¿Qué diablos le ha hecho a ese?
—Lo he matado —respondió Puller simplemente—. Antes de que él me matase a mí.
—El de ahí atrás era Dickie Strauss —dijo Cole.
—Ya lo sé.
—¿Qué estaba haciendo aquí?
—Había quedado conmigo.
Cole se fijó en las heridas que tenía el francotirador en los brazos.
—¿Son disparos efectuados por usted?
Puller asintió.
—Hizo ademán de coger su arma, y pensé que intentaba provocar que yo lo matase. Pero no lo maté, de modo que se disparó a sí mismo. Debería haberlo visto venir. Claro que cuando un hombre quiere pegarse un tiro y tiene una pistola a mano, no se puede hacer gran cosa para impedírselo.
—Supongo que no —repuso Cole sucintamente.
Puller miró en derredor y dijo:
—Vamos a precintar las escenas del crimen. Haga venir a Lan Monroe y a quien considere necesario. Después, podremos hablar usted y yo.
—¿De qué?
—De muchas cosas.