Las luces estroboscópicas del coche patrulla de Cole rasgaban la oscuridad y el aullido de las sirenas se abría paso por el silencio que habitualmente reinaba en aquella parte del mundo. Se conocía aquellas carreteras mejor que nadie, pero hubo un par de ocasiones en que se exigió tanto a sí misma y a su automóvil, que temió salirse del asfalto y despeñarse por un precipicio para hallar una muerte temprana.
Tomó la última curva y, al llegar al tramo recto, pisó a fondo el acelerador. Unos segundos más tarde vio el cuartel de bomberos. Detuvo el coche y orientó los faros hacia el cadáver que yacía en el suelo de hormigón. Después sacó la pistola y abrió la portezuela. Llamó a Puller por el móvil, pero no obtuvo respuesta.
Se apeó muy despacio, manteniendo la portezuela entre ella misma y dondequiera que se encontrase el francotirador. Entonces vio la motocicleta caída junto al cuartel y acto seguido posó la vista en el Malibu. Oyó sirenas a lo lejos. Un minuto después llegaron dos coches patrulla y se detuvieron junto a ella.
—Hay un tirador —les advirtió.
Vio que los policías abrían las portezuelas de los coches y se protegían detrás de ellas.
—Cubridme —les ordenó.
Llevaba puesto el chaleco antibalas estándar, y esperaba que con eso fuera suficiente. Fue rápidamente hasta el cadáver tendido en el suelo, levantó la visera del casco y contempló el rostro del muerto. Dickie Strauss no tenía el semblante de una persona que está dormida, sino el de una persona a la que le han descerrajado el cráneo de un tiro.
—Un fallecido —voceó en dirección a los policías. Observó los orificios del casco y añadió—: GS a la cabeza. Artillería pesada.
—Es mejor que se ponga a cubierto, sargento —dijo uno de sus hombres.
Cole regresó agachada hasta su coche y tomó posición detrás de la portezuela.
—Llamad y pedid refuerzos —ordenó—. Quiero que bloqueen todas las carreteras que llevan hasta aquí. Quienquiera que haya hecho esto, no va a escapar.
—¿Y qué pasa con el tipo del Ejército? —preguntó uno de los policías.
Cole contempló la oscuridad.
«Vamos, Puller. Por favor, que no esté muerto. Que no esté muerto».
Puller había montado un puesto de vigilancia al lado de una casa abandonada, a unos quinientos metros del cuartel de bomberos. Había llegado hasta allí siguiendo mentalmente la trayectoria del disparo. Un francotirador de moderado talento era capaz de acertar al blanco sin problemas a una distancia de entre seiscientos metros y mil, siempre que contase con el equipo adecuado. Que el proyectil utilizado fuera un Lapua indicaba que, efectivamente, el tirador contaba con el equipo adecuado.
Los francotiradores de la policía de zonas urbanas solían disparar a distancias inferiores a treinta metros. Los militares operaban a distancias considerablemente más largas, puesto que el combate era una cosa completamente distinta. Puller había percibido el ruido de la explosión, por eso sabía que el disparo no se había efectuado a más de mil quinientos metros. Los rifles de francotirador del Ejército, por lo general, eran más largos que los de la policía, con la finalidad de que el propelente del cartucho quemara totalmente su carga de combustible, lo cual reducía el fogonazo que se producía en la boquilla y aumentaba la velocidad de salida de la bala. De ese modo resultaba más difícil localizar la ubicación del francotirador, y por consiguiente disminuían las probabilidades de que este recibiera un disparo letal.
Puller sopesó la posibilidad de que el tirador contara también con la ayuda de un ojeador, en cuyo caso serían dos contra uno. Oyó sirenas a lo lejos, Cole y su equipo estaban a punto de llegar. Lo cual era bueno y malo. Bueno, en el sentido de que siempre se agradecía recibir refuerzos. Malo, porque ahora el tirador tenía más incentivos que nunca para largarse pitando de allí.
Hizo un barrido de la zona que tenía ante sí buscando el rastro delator de una mira láser. Dicho dispositivo era estupendo para fijar el blanco, pero en el campo de batalla resultaba desalentador por la sencilla razón de que daba a conocer la posición del soldado. Puller siempre se había fiado de su mira y de su ojeador, y comparaba la altura del objetivo con la imagen del mismo que aparecía en la cuadrícula del visor. Se podía calcular de forma aproximada el tamaño medio de una cabeza humana, la anchura de los hombros y la distancia que había entre la cabeza y la cadera. Teniendo esos parámetros, a continuación se podía utilizar la mira para buscar la distancia correcta. Los policías apuntaban al bulbo raquídeo, un órgano de unos siete centímetros de largo que controlaba los movimientos involuntarios. Si se hería el bulbo raquídeo, la muerte era instantánea. Dado que los francotiradores del Ejército nunca disparaban a un objetivo que estuviera a menos de trescientos metros, apuntaban al cuerpo porque el torso constituía un blanco de mayor tamaño.
El tirador al que se enfrentaba Puller había logrado que dicha dicotomía se volviera borrosa. Había disparado a la cabeza, pero desde una distancia superior a trescientos metros.
¿Sería un policía o un militar?
¿O las dos cosas?
Si el tirador disparase de nuevo, él podría localizar su posición mediante triangulación. Pero si el tirador disparase de nuevo y lo hiriese a él en el torso, la bala Lapua lo dejaría herido de gravedad o, más probablemente, lo mataría.
Estudió lo que tenía frente a sí, casas vacías, calles silenciosas. Sin embargo, no todas las casas estaban vacías. Algunas tenían automóviles aparcados delante, y en otras se distinguían luces encendidas en la planta baja. ¿Es que los vecinos no sabían que había un francotirador entre ellos? ¿Es que no habían oído el disparo?
Se volvió a mirar en dirección al cuartel de bomberos y se fijó en la ubicación exacta del cadáver de Dickie Strauss. Tras el impacto de la bala, la motocicleta continuó avanzando y él cayó al suelo unos tres segundos más tarde. Debía retroceder en el tiempo, desandar la trayectoria. Miró en dirección contraria y comprobó una vez más la línea de fuego probable, la única visual que había en línea recta. La casa situada al fondo de una calle sin salida. Oscura, sin automóviles delante. Detrás de ella había más casas, pero en la manzana siguiente todas estaban orientadas hacia el lado contrario.
Aguzó el oído y se obligó a sí mismo a no hacer caso de las sirenas. No captó nada, ni carreras ni pisadas.
Tomó una decisión.
Un momento después ya se había puesto en movimiento. Teniendo en cuenta su tamaño, era capaz de moverse casi sin hacer ruido, lo cual resultaba fácil y difícil al mismo tiempo. Cuando se tenían las piernas largas, se necesitaba menos movimiento para abarcar más terreno. Pero los hombres grandes no destacaban por tener los pies ligeros. La gente siempre daba por sentado que un individuo de su tamaño haría tanto ruido como un elefante; hubo quien pensó eso mismo justo antes de morir.
Puller abrigó la esperanza de que aquella noche sirviera también de ejemplo.