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Cuando llegó eran casi las diez. El barrio estaba en silencio. No se veía a ningún vecino por la calle. Puller difícilmente podía reprochárselo: mucho calor, mucha humedad y multitud de mosquitos. Era una noche para quedarse en casa, no para pasearse al aire libre.

Maniobró con su Malibu por la red de calles siguiendo la ruta que había tomado anteriormente con Cole. Dobló otra esquina más y se encontró de frente con el cuartel de bomberos. No halló luces encendidas, pero tampoco esperaba hallarlas, porque allí no había electricidad. Seguramente por eso se iba todo el mundo a casa en cuanto anochecía. Los portones estaban cerrados, y Puller se preguntó si además les habrían echado la llave. Detuvo el coche, se apeó, miró a su alrededor y olfateó el aire. Un mosquito le zumbó en plena cara y lo apartó con la mano, aunque comprendió que aquel gesto solo serviría para atraer más bichos. Lo sabía gracias a lo mucho que se había entrenado en zonas pantanosas.

Cerró con llave el Malibu empleando el mando a distancia. Lo había aparcado junto al edificio. Había decidido que, en adelante, dejaría siempre el coche lo más cerca posible.

Fue hasta el portón de entrada, alargó la mano y tiró. La hoja se deslizó suavemente hacia arriba por unos carriles engrasados. Miró una vez más a su alrededor y no vio a nadie. Aun así, posó la mano derecha sobre la M11 que llevaba en la parte delantera del cuerpo. A continuación sacó la Maglite del maletero y la encendió. El haz de luz perforó la oscuridad cuando penetró en el interior del edificio.

Quería probar una teoría mientras esperaba a Dickie.

A su derecha había dos Harleys aparcadas la una junto a la otra, con las dos ruedas delanteras encadenadas entre sí. A su izquierda había una caja de herramientas con ruedas, cerrada con un candado de gran tamaño. Al parecer, los miembros del club de las Harleys no se fiaban totalmente de sus vecinos. Ambas motos tenían dos maletas enormes, también protegidas con candados. No era un detalle insólito, y de hecho Puller ya esperaba encontrárselo.

Forzó los candados y examinó el interior de las maletas con la linterna. En la tercera encontró lo que esperaba: un trozo de plástico, un tramo de cinta aislante y unos cuantos copos brillantes, casi invisibles. En otra maleta halló unos pocos granos de color marrón. Los copos brillantes eran cristales de metanfetamina pura. Los granos marrones eran una versión menos pura denominada polvo de mantequilla de cacahuete. Las drogas ilegales constituían un problema para el Ejército, más de lo que les gustaba reconocer a los altos mandos. Con el paso de los años, él había visto prácticamente todas las drogas ilícitas que existían.

De manera que había descubierto el canal de distribución del modesto negocio de metanfetamina de Eric Treadwell. El club de moteros Xanadú metía la droga en las maletas de las Harleys y la repartía a los clientes. Y en zonas empobrecidas en las que la gente estaba deseosa de olvidarse de su realidad porque esta era horrible, los traficantes de droga encontraban presas fáciles.

Así que Treadwell y Bitner eran narcotraficantes de poca monta. Pero Puller estaba seguro de que no los habían asesinado por eso. Informaría del tema a Cole, pero a él no le aportaba nada nuevo que lo ayudase a atrapar a los terroristas.

Seguidamente registró las taquillas del lado izquierdo de la pared. No encontró nada. Contenían sobre todo material de los moteros de las Harleys. Cuando intentó acceder a las taquillas de la derecha, se las encontró cerradas con llave. Forzó la cerradura de una de ellas y no halló nada. Repitió la operación con las otras dos y halló lo mismo: nada. Así que no perdió el tiempo con las demás.

Consultó el reloj. Había acudido allí antes de la hora acordada por si acaso Dickie no estaba jugando limpio con él y alguien le había tendido una emboscada. Aún le quedaba un rato, y decidió emplearlo en registrarlo todo. No era descabellado pensar que a los que distribuían metanfetamina se les pudiera persuadir para que hicieran algo más monstruoso, aunque con ello perjudicasen a su país. A lo mejor los habitantes de aquella comarca tenían la impresión de que su país ya los había abandonado, y que por lo tanto daba lo mismo.

A su izquierda había otra estancia. Entró en ella, y al instante la penumbra se transformó en una negrura propia de una cueva, porque allí no había ventanas. Se hallaba vacía. Al volver a salir aguzó bien el oído por si captaba el ruido de alguien que se le acercase.

A continuación se aventuró a subir las escaleras. Había una cocina que a todas luces estaba siendo utilizada por los miembros del club. Abrió varios armarios y encontró latas de sopa y cajas de cereales.

Junto a la cocina había otra estancia. Abrió la puerta y miró dentro perforando la oscuridad con el haz de la linterna. Aquello debía de ser el despacho del jefe de bomberos. Una mesa vieja, armarios archivadores viejos, varias baldas y un par de sillas herrumbrosas. Miró a ver qué contenían los archivadores, pero estaban vacíos, igual que las baldas. Acto seguido se sentó detrás de la mesa y empezó a abrir cajones. No encontró nada hasta que, tras localizar algo con la luz de la linterna, metió la mano más hasta el fondo de uno de ellos.

Se quedó mirando el fragmento de periódico, ya amarillento. Llevaba una fecha: 1964. El titular decía: «FIA». No sabía qué podía significar.

A continuación leyó el cuerpo del artículo. Hablaba del procedimiento que había que seguir en caso de que se declarase un incendio en la cúpula, pero Puller no encontró ninguna alusión que le desvelara lo que se hacía dentro de dicha instalación. Quizás aquello tuviera que ver con lo que le había contado Mason, lo de que allí se fabricaban componentes para bombas.

De pronto reparó en algo que estaba escrito en el margen. La tinta estaba difuminada, pero todavía se distinguía lo que ponía.

Eran los números 92 y 94.

Se guardó el papel en el bolsillo y se levantó de la silla.

Oyó el ruido nada más salir del pequeño despacho. Una motocicleta que se acercaba rápidamente, con el motor revolucionado. Al momento corrió hasta una hilera de ventanas situadas en la segunda planta que daban a la fachada frontal del cuartel. Tenía que tratarse de Dickie. Enfocó el reloj con la linterna. Era la hora.

Vio el faro solitario de la moto surcando la oscuridad hasta que se detuvo en el hormigón agrietado que se extendía frente al edificio. Entonces pudo distinguir con más claridad al motorista. Hombros grandotes, figura corpulenta. Era Dickie.

El estallido del disparo le produjo un sobresalto y le provocó el reflejo de agacharse. Ante sus propios ojos, la bala alcanzó al motorista directamente en la cabeza, destrozó el casco, atravesó el cráneo y el cerebro y salió por el otro lado. La Harley derivó hacia la derecha al tiempo que el conductor soltaba el manillar. El conductor se desequilibró hacia la izquierda y cayó al suelo, se sacudió una sola vez y luego quedó inmóvil. La motocicleta continuó rodando un poco más, hasta que chocó contra la pared del cuartel y cayó de lado con el motor todavía en marcha. Pero Puller no vio esta última parte; de un salto se había aferrado a la barra de los bomberos y había comenzado a bajar por ella.

El disparo había venido de la izquierda, y de un rifle de largo alcance. Imaginó que el francotirador estaría apostado en el suelo, porque allí no había ningún terreno elevado, sino únicamente casas. El tirador podía estar dentro de una de ellas. Y eran muchas, todas vacías. Bueno, quizá no.

Puller salió por la entrada principal, junto a la motocicleta caída. Se agachó y apagó el motor sin dejar de trazar arcos con su M11 para defenderse. Acto seguido marcó un número en el teléfono móvil.

Cole respondió al segundo timbrazo.

Él le explicó lo sucedido en tres eficientes frases.

Cole enviaría la caballería en su ayuda. Era la segunda vez en un mismo día.

Contó hasta tres y echó a correr en zigzag hacia su Malibu. Con el bulto del automóvil haciendo de barrera entre él y el punto del que había venido el disparo, abrió el maletero y rápidamente sacó lo que necesitaba: unas gafas de visión nocturna.

Y su chaleco antibalas. El chaleco externo táctico constaba de un blindaje modular blando, capaz de detener una bala de nueve milímetros. Pero esta noche aquello no iba a ser suficiente. Tardó unos cuantos segundos en introducir en los espacios del chaleco las placas de cerámica que aumentarían notablemente el grado de protección. Después encendió las gafas nocturnas y el mundo se le reveló de un color verde de alta definición. Echó una ojeada al cadáver del motorista. El casco no se había salido del sitio, de manera que no pudo verle la cara. El último elemento que sacó del maletero era, probablemente, el más importante.

Un subfusil ametralladora H&K MP5. Era, claramente, el arma preferida por las Fuerzas Especiales para el combate en distancias cortas. Poseía un alcance máximo de cien metros, lo cual quería decir que iba a tener que acercarse mucho más a su objetivo.

Cuando el rifle de un francotirador se enfrentaba a armas de corto alcance, estas últimas se encontraban en total desventaja. A ello había que sumar el hecho de que Puller tenía la seguridad de que el tirador contaba con una mira de visión nocturna para efectuar el disparo que acababa de presenciar. Habría preferido tener consigo su rifle de cerrojo, pero iba a tener que conformarse con el H&K.

Puso el selector del subfusil en la posición de dos balas por disparo y cerró el maletero del coche.

Antes necesitaba llevar a cabo un reconocimiento previo. Se subió al Malibu, lo arrancó y dio marcha atrás hasta donde estaba el cadáver. Sirviéndose del coche a modo de escudo, se apeó. Examinó el casco y vio los orificios de entrada y salida de la bala. A continuación levantó la visera y se encontró con la mirada fija de Dickie Strauss. Se volvió a su izquierda y vio el proyectil, tirado en el suelo. Lo observó atentamente sin tocarlo. Era un Lapua Magnum 338, y el chaleco que llevaba él no estaba diseñado para interceptarlo. Además, el Lapua tenía un alcance de hasta mil quinientos metros. Y dándose las circunstancias ideales y un poco de suerte, un tirador diestro sería capaz de acertar al blanco incluso desde una distancia aún mayor.

Se saltó todos los protocolos de escenas del crimen y registró rápidamente al muerto para quitarle el teléfono móvil y la billetera y guardárselos en el bolsillo. A continuación volvió a subirse al coche y, manteniendo la cabeza agachada, avanzó en dirección al cuartel de bomberos. Entonces se trasladó al asiento del copiloto y se pasó por la cabeza la correa del MP5.

Había llegado el momento de iniciar la caza.