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—Imagino que estará buscándome a mí, puesto que aquí no se aloja nadie más —comentó Puller.

Trent llevaba un pantalón oscuro y una camisa blanca. En una mano sostenía un cigarrillo. Tenía la cara roja y los corpúsculos que rodeaban su gruesa nariz estaban hinchados. Al acercarse, Puller percibió el olor a alcohol que le despedía el aliento.

—¿Seguro que está en condiciones de conducir ese trasto, en el estado en que se encuentra?

—¿En qué estado me encuentro?

—En estado de embriaguez.

—Ni por lo más remoto. Siento un gran apetito por todo.

Puller se fijó en su barriga.

—Ya lo veo. ¿Alguna vez se le ha pasado por la cabeza ponerse a dieta?

—Desde que nos conocimos, no ha dejado usted de tirarme de la correa.

—Es usted una persona difícil de querer, Roger.

Para sorpresa de Puller, Trent rompió a reír.

—Bueno, por lo menos es sincero. Tengo entendido que hoy ha estado almorzando con mi encantadora esposa. En Vera Felicità.

—Invitó ella, no yo.

—No estoy diciendo lo contrario. En cambio usted aceptó.

—Así es.

—¿Se divirtió?

—Su mujer es buena compañía. ¿Le ha contado lo que sucedió después?

—Que alguien le puso a usted una bomba debajo del coche, sí, lo ha mencionado. Por eso he venido, para decirle que ella no ha tenido nada que ver.

—Gracias, supone un gran alivio.

—Estaba pensando que usted y yo tenemos mucho en común.

—No me diga. ¿El qué?

—Que alguien nos quiere ver muertos.

—A usted solo lo llaman por teléfono. Pero a mí me ponen bombas.

Trent se apoyó en su Bentley.

—¿En ningún momento se ha preguntado por qué razón no me he movido de este pueblo? Podría vivir en cualquier parte, ¿sabe?

—Su esposa prefiere Italia, eso sí que lo sé.

—Esa es mi esposa. Estamos hablando de mí.

—De acuerdo, sí me lo he preguntado. Y se nota que está deseando decírmelo. ¿Prefiere ser cabeza de ratón antes que cola de león?

—Ojalá fuera así de simple. Verá, Puller, yo no necesito sentirme querido. Ni mucho menos. Uno no se mete en el negocio de la minería del carbón para que la gente lo quiera. A mí me gusta que me odien. Me sirve de estímulo, de hecho me encanta. Todos contra mí. Aquí, en Drake, soy el que lleva las de perder. Un perdedor rico, el más rico, en realidad. Pero sigo siendo el perdedor.

—¿Alguna vez ha pensado en ir al psicólogo?

Trent rio de nuevo.

—Me cae bien usted. No sé muy bien por qué; bueno, a lo mejor sí que lo sé. Usted también me odia, pero en un nivel distinto. Usted me odia a la cara, no por detrás de la espalda como todos los demás.

—¿En todos los demás incluye a su familia?

Trent expulsó placenteramente un anillo de humo y contempló cómo se elevaba muy despacio y luego desaparecía.

En el cercano bosque comenzaron a cantar las cigarras.

—Probablemente. Sam no me soporta. Randy es un tarado. Y Jean está enamorada de mi dinero.

—Una gran familia feliz.

—Pero no se lo reprocho. ¿Recuerda que le dije que la gente me tenía envidia? Pues es verdad. Seguro que usted es un fenómeno como soldado. Probablemente habrá combatido en Oriente Medio y le habrán concedido un montón de medallas.

—¿Eso se le ha ocurrido a usted solo?

—Le he investigado un poco. Sí, seguro que estar allí fue muy duro. Pero deje que le diga cómo es combatir de verdad. Los negocios son una batalla, y para vencer hay que ser un cabrón. Nadie llega a lo más alto siendo un blandengue. Aquí se trata de matar o morir. Y si no se está en lo más alto, se está en lo más bajo. Que es donde la mayoría de la gente vive toda la vida. —Dio un golpecito al cigarrillo para desalojar la ceniza y después se lo llevó a los labios.

—Gracias por la clase práctica de negocios, Roger. Ahora, ¿por qué no me habla de los problemas económicos que está teniendo?

A Trent se le quedó el cigarrillo colgando de la boca, y su expresión satisfecha se esfumó por completo.

—¿Qué problemas económicos?

—Usted me ha investigado a mí y yo lo he investigado a usted.

—Pues la información que le han dado es falsa.

—Ahora lleva a un rudo marine de guardaespaldas. A propósito, ¿dónde está? Yo no iría por ahí solo habiendo recibido amenazas de muerte.

—Su preocupación por mi bienestar resulta enternecedora.

—Y deduzco que los banqueros de Nueva York no se han mostrado receptivos ante sus problemas de efectivo.

Trent arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie.

—¿Qué diablos le ha contado Jean? La muy imbécil.

Menos de tres días. Aquello era todo lo que le quedaba a Puller. De modo que decidió lanzarse de cabeza.

—Roger, no se puede estar en misa y repicando. Se dedica al carbón, pero también gestiona gaseoductos, ¿no es así?

—¿Qué tiene eso que ver?

—Dígamelo usted.

—No tengo nada que decirle.

—¿Está seguro?

—Muy seguro.

—Es horrible tener deudas. Pero peor todavía es la traición.

—¿Está tomando drogas, o algo?

—Solo le estoy dando un consejo.

—¿Y por qué voy a aceptar consejos de usted?

—Porque se lo doy con buena intención.

Trent soltó una carcajada.

—Es usted un tipo realmente gracioso.

—No, la verdad es que no. Y si las cosas salen como yo imagino, va a necesitar usted más de un marine que lo proteja.

—¿Me está amenazando? —bramó Trent.

—Roger, es usted lo bastante inteligente para saber que la amenaza no viene de mí.

Trent volvió subirse a su Bentley se marchó.

Por lo visto había vuelto a fracasar, pensó Puller. Solo le quedaba la esperanza de que Dickie tuviera algo más útil que contarle.