Jean Trent se apeó del coche y se encaminó hacia la entrada del restaurante, seguida por Puller. De pronto se detuvo y se volvió hacia él.
—También ofrecemos alojamiento y desayuno. Tenemos cuatro habitaciones. Y estoy pensando en añadir un pequeño balneario. Traje a un jefe de cocina de la CIA y a un equipo de profesionales para que se ocuparan de administrarlo todo. Esperamos obtener este año nuestra primera estrella Michelín. Después de año y medio, hemos empezado a tener beneficios, y ahora se nos conoce mucho más. Aquí viene gente de Tennessee, Ohio, Kentucky y Carolina del Norte.
—¿Y no hay minas de carbón en las inmediaciones?
—Este es uno de los pocos condados de este estado que no tienen carbón. —Miró en derredor—. Lo que tiene es terreno virgen. Montañas, ríos. Dediqué mucho tiempo a buscar la ubicación perfecta, y es esta. Elaboré planes de negocio y realicé estudios demográficos y de márquetin. Quise satisfacer una necesidad. Esa es la mejor manera de construir algo que perdure en el tiempo.
—No sabía que era usted una mujer de negocios.
—Probablemente hay muchas cosas que no sabe de mí. ¿Quiere saber más?
—¿Por qué no?
Penetraron en el interior y los condujeron a un salón privado forrado de libros en el que se había dispuesto una mesa para dos. Puller sabía poca cosa de decoración, pero advirtió que aquella sala había sido amueblada con ojo experto. Todo era de buena calidad, cómodo, sin excesos. Él había estado muchas veces en Italia, y aquello era lo que más se le parecía de todo Virginia Occidental.
El camarero vestía chaquetilla blanca y pajarita negra, y los atendió con discreción y profesionalidad. Estudiaron atentamente la carta, pero al final Puller dejó que Jean pidiera por él. Lo primero que llegó fue la botella de vino, y les llenaron las copas.
—Ya sé que técnicamente está usted de servicio —dijo Jean—, pero me siento especialmente orgullosa de este chardonnay italiano y me gustaría que lo probase.
Puller tomó un sorbo y dejó que le resbalara por la garganta.
—Tiene significativamente más cuerpo que el que uno atribuye a un blanco italiano.
Jean chocó su copa contra la de él.
—Se llama Jermann Dreams y es del 2007. Es usted un soldado que entiende de vino. ¿Cómo es eso?
—Mi padre nos llevó muchas veces al extranjero a mi hermano y a mí cuando éramos pequeños. La primera vez que probé el vino fue a los nueve años, en París.
—Así que estuvo en París a los nueve años —dijo Jean con envidia—. Yo lo conocí a los veintimuchos, y era la primera vez que salía de este país.
—Algunas personas no llegan a conocerlo nunca.
—Eso es cierto. Ahora voy todos los años, en ocasiones me quedo varios meses. Me encanta. A veces me cuesta trabajo volver.
—¿Y por qué vuelve, entonces?
Jean bebió un sorbo de vino y se limpió la boca.
—Supongo que porque mi hogar es este.
—Su hogar puede ser cualquier sitio.
—Eso es verdad. Pero aquí está mi familia.
Puller paseó la mirada por el salón.
—¿Roger es socio de esto?
—No. Esto es todo mío.
—Debió de salirle bastante caro casarse con usted.
—Roger no me financió, si se refiere a eso. Lo hice mediante créditos bancarios y mucho esfuerzo.
—Así y todo, seguro que no le vino mal casarse con él.
—No me vino mal —admitió Jean—. ¿De modo que Roger ya ha vuelto de su viaje?
—He tomado un café con él en La Cantina.
—¿Por qué?
—Para hablar de esas amenazas de muerte. Y que conste que, esta vez, no creo que esté Randy detrás de ellas.
Jean dejó la copa en la mesa.
—¿Eso se lo ha contado Sam?
—Sí, así es. —Puller calló unos instantes—. Imagino que a Roger le van muy bien los negocios.
—La verdad es que no intervengo mucho en ese tema.
—Se apoya mucho en Bill Strauss.
—Bill es el jefe de operaciones. Es su misión.
Puller dudó unos momentos, no muy seguro de si debía mencionar el gaseoducto. Por fin decidió que resultaba demasiado arriesgado. Al percibir la mirada suspicaz de Jean, dijo:
—Discúlpeme, estoy haciendo más preguntas que usted. Es por la costumbre.
—Ya veremos qué podemos hacer a ese respecto —repuso Jean.
En aquel momento llegó la comida y Puller dedicó unos minutos a engullirla. Tras tragar el último bocado de pescado, dijo:
—Me parece que sí va a conseguir esa estrella Michelín.
A Jean se le iluminó el rostro.
—Agradezco la confianza.
—No es fácil crear un lugar como este en plena naturaleza.
Jean se terminó el vino que le quedaba en la copa.
—¿Hay alguna razón en particular para que me dedique tantos cumplidos?
—Simplemente estoy siendo sincero. Pero me ha invitado a comer porque ha dicho que tenía una serie de preguntas. ¿Por qué no empieza?
—En cambio usted se ha ofrecido únicamente a darme opiniones, no respuestas.
—No puedo prometer lo que no puedo dar.
—¿Le apetece un café? Lo traemos desde Bolivia. Allí han empezado a producir un café estupendo, una mezcla especial.
—Rara vez rechazo un café.
—¿Ha estado en Bolivia?
—No.
—¿Y en Sudamérica en general?
—Sí.
—¿Por trabajo o por placer?
—No viajo por placer. Viajo con un arma.
Hicieron el pedido y no tardó en llegar el café. Venía servido en delicadas tacitas decoradas con una flor de largo tallo. Puller supo de manera instintiva que las había escogido personalmente Jean Trent. Era la típica persona que quería controlar todo, ya fuera grande o pequeño.
—Buen café —dijo.
Jean afirmó con la cabeza y contestó:
—Pasemos a mis preguntas. Bueno, la verdad es que solo tengo una. Basándose en lo que ha descubierto hasta este momento, ¿opina que Roger corre peligro verdaderamente?
—No tengo forma de saber si lo corre o no. He venido aquí a investigar los asesinatos de un coronel del Ejército y de su familia. Yo le dije que se tomara en serio las amenazas de muerte.
—¿Por qué?
—Es una corazonada.
—Ya sé que en su opinión yo demostraba una actitud muy despreocupada respecto de la seguridad personal de mi marido, pero puedo asegurarle que pienso mucho en ella.
—Pero también dijo que él toma precauciones. —Puller apuró la taza de café y la depositó en el plato—. ¿Tiene algún motivo para creer que su marido corre peligro? ¿O para pensar que de algún modo pudiera guardar relación con los asesinatos que se han cometido?
—Bueno, una de las víctimas trabajaba en su empresa, pero dudo que la conociera siquiera. Me cuesta creer que tenga algo que ver con el asesinato de esas personas. No sé, ¿qué motivos podía tener?
—No lo sé. ¿Actualmente está metido en algún pleito?
—Roger siempre anda metido en pleitos, por lo general con la Agencia de Protección del Medio Ambiente o con algún otro grupo parecido. De vez en cuando recibe una demanda de homicidio por imprudencia, derivada de algún accidente mortal que haya tenido lugar en el trabajo.
—¿Y cómo son las demandas relacionadas con el medio ambiente?
—No conozco los detalles. Hablando en términos generales, la minería a cielo abierto es bastante perjudicial para el entorno. No diga que lo he dicho yo, pero es así. La gente se enfada e interpone demandas. Si el gobierno opina que Roger no ha cumplido con sus obligaciones legales o que ha vulnerado alguna norma, va a por él. Roger tiene a sus abogados bien remunerados. ¿Por qué lo pregunta?
Puller estaba pensando en el análisis del suelo, pero no iba a decírselo a Jean.
—De acuerdo, he mentido —dijo Jean—. Tengo otra pregunta.
—Dispare.
—¿Qué es lo que está haciendo usted aquí, en realidad?
—Pensaba que eso ya había quedado claro.
—¿Por el coronel muerto? ¿Fuera de su puesto? Le he investigado un poco. Usted está inscrito en el Grupo 701. Podrían haber enviado a alguien de la CID de Fort Campbell. El 701 es especial. Así pues, ¿por qué lo han enviado a usted?
—Conoce bien el Ejército, ¿eh?
—Mi padre estuvo en la Marina, y en esta zona hay muchos hombres que han estado en las fuerzas armadas. Y, como acabo de decirle, he indagado un poco.
—¿Con quién ha hablado?
—Tengo mis contactos. Eso es todo cuanto necesita saber. Y por lo que he averiguado, parece ser que el hecho de que lo enviaran a usted deja bastante claro el mensaje de que en este caso no se trata de un asesinato rutinario.
—Para mí, ningún asesinato es rutinario.
—¿Así que no quiere decírmelo?
—Jean, me limito a hacer mi trabajo. Aparte de eso, la verdad es que no puedo decirle gran cosa.
Jean lo dejó de nuevo en el motel. Puller contempló cómo se marchaba hasta que se perdió de vista. Acto seguido se volvió y observó la puerta de su habitación. Después dirigió la mirada a su Malibu y echó a andar hacia él. Se detuvo a unos cinco metros de este. Lo estudió. Lo rodeó en el sentido contrario a las agujas del reloj. Vio algo: un trozo de cable en cuyo extremo se veía un trozo de alambre de cobre al descubierto. Era diminuto, de unos pocos centímetros, pero el sol había incidido en él y le había arrancado un destello dorado.
Se arrodilló en el suelo y agachó la cabeza. Un segundo después volvió a incorporarse y se alejó del vehículo para telefonear a Cole.
—Tengo una bomba debajo del coche. ¿Puede enviar a alguien para que me la quite?
Mientras Cole se daba prisa en llegar con el equipo de artificieros, Puller se sentó en los escalones de la entrada del motel a analizar la situación con toda calma.
Estaba claro que en aquella parte del mundo la gente adoraba los explosivos.
Ahora entendió el motivo de aquella invitación a almorzar.