67

Cuando regresó al motel a eso de las dos, halló el Mercedes SL600 estacionado delante de su habitación. La persona sentada al volante era Jean Trent. El automóvil tenía el motor en marcha y el aire acondicionado funcionando. Puller aparcó a su lado y se apeó. Jean Trent hizo lo propio. Llevaba un vestido amarillo claro, sin mangas y con escote en V, una chaqueta blanca de punto, zapatos a juego y un collar de perlas. El maquillaje y el peinado eran impecables. Aquel motel viejo resultaba incongruente frente a tanto glamour.

—¿Está buscando habitación? —comentó Puller al tiempo que se acercaba a ella.

Jean sonrió.

—Cuando tenía quince años, limpiaba este lugar por cuatro dólares la hora y me creía rica. Sam hacía lo mismo que yo, pero solo cobraba tres dólares por hora.

—¿Y a qué se debía esa diferencia?

—A que ella era más pequeña y no podía trabajar con el mismo ahínco. Aquí la gente es muy dura negociando.

—La creo.

—¿Tiene tiempo para almorzar? ¿O ya ha comido?

—Todavía, no. ¿Vamos a La Cantina?

Jean hizo un gesto negativo.

—A otro sitio más bonito. Está cerca de la línea de demarcación del condado. Ya conduzco yo.

Puller caviló unos instantes. Disponía de un corto periodo de tiempo para evitar una posible catástrofe. ¿Disponía de tiempo para un almuerzo placentero? Pero luego se acordó de una cosa que había dicho Mason: que Trent gestionaba el gaseoducto.

—¿Qué celebramos?

—Que es la hora de comer y tengo hambre.

—¿Hace mucho que espera?

—Lo suficiente. Supongo que habrá estado ocupado.

—Supongo que sí.

—¿Qué tal va la investigación?

—Va.

—Es usted una persona notablemente reservada.

—Es típico del Ejército.

—No, es típico de los policías. Mi hermana también es así.

—He visto que su marido ya ha vuelto del viaje. ¿Va a comer con nosotros?

La sonrisa radiante de Jean perdió unos cuantos vatios de potencia.

—No, qué va. ¿Preparado?

Puller miró lo arreglada que iba ella y después observó la ropa de trabajo que llevaba él.

—¿Es un sitio elegante? No sé muy bien si voy vestido para la ocasión.

—Así está perfecto.

Jean maniobró por aquellas carreteras comarcales con mano experta, tomando con fuerza las curvas y acelerando en el momento justo para que el potente motor del Mercedes mantuviera las revoluciones óptimas en los tramos rectos.

—¿Alguna vez ha pensado en participar en la carrera NASCAR? —le dijo Puller.

Jean sonrió y pisó el acelerador en un tramo especialmente largo de la carretera hasta alcanzar los ciento treinta por hora.

—He pensado muchas cosas.

—Bueno, ¿y por qué quiere almorzar conmigo?

—Tengo una serie de preguntas, y espero que usted tenga las respuestas.

—Lo dudo. Acuérdese de que soy muy reservado.

—Pues entonces me dará su opinión. ¿Qué me dice a eso?

—Que ya veremos.

Cuando llevaban recorridos quince kilómetros cruzaron a otro condado, y tres kilómetros más adelante Jean se metió por un camino de acceso asfaltado y bordeado de árboles. Pasadas dos curvas, los árboles desaparecieron y ante ellos surgió un amplio edificio de dos pisos, construido con piedra y estuco. Daba la sensación de que lo hubieran traído desde la Toscana y lo hubieran depositado intacto en aquel emplazamiento. Delante había dos fuentes antiguas, y cerca de allí discurría un pequeño arroyo en el que giraba lentamente una noria. En un patio anexo, provisto de un suelo de baldosas, se veían varias mesas y sillas al aire libre, cubiertas por una pérgola de madera envejecida por la intemperie y repleta de enredaderas en flor.

Puller leyó el letrero que colgaba encima de la entrada principal.

Vera Felicità? ¿Felicidad verdadera?

—¿Habla italiano? —preguntó Jean.

—Un poco. ¿Y usted?

—Otro poco. He estado muchas veces en Italia, me encanta. Estoy pensando en irme a vivir allí algún día.

—La gente siempre dice eso cuando va a Italia, pero luego vuelve a casa y se da cuenta de que no es tan fácil como parece.

—Puede ser.

Puller recorrió con la mirada los carísimos automóviles que había en el aparcamiento. La mayoría de las mesas del patio se hallaban ocupadas por clientes tan bien vestidos como Jean. Bebían vino y degustaban platos que parecían de todo menos sencillos.

—Un sitio muy concurrido —comentó.

—Sí que lo es.

—¿De qué lo conoce?

—Soy la propietaria.