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Dickie iba en el asiento trasero del coche patrulla de la sargento Cole, al lado de Puller. Miraba por la ventanilla con el gesto de quien se dirige a su ejecución. Puller lo observó atentamente e intentó deducir lo que estaba pensando. Podría haberle hecho preguntas, pero se abstuvo; de momento quería que Dickie reflexionara un poco. Una persona culpable estaría en aquel momento construyendo toda una red de mentiras para encubrir sus delitos. Un inocente se sentiría angustiado, temeroso de que lo que dijera pudiera ser tergiversado, y estaría buscando la mejor manera posible de demostrar su inocencia. Y una persona que fuera culpable en unos aspectos e inocente en otros tendría un proceso mental más complejo. Decidió que Dickie Strauss pertenecía de lleno a esta última categoría.

—Si te llevamos a la comisaría —le dijo Cole desde el asiento delantero—, dentro de cinco segundos se habrá enterado todo el pueblo.

—¿No podemos entonces ir a otra parte?

—¿Qué tal mi habitación del motel? —sugirió Puller—. Ya sabes dónde está, ¿no? Porque has estado siguiéndome, ¿a que sí?

—Lo que sea —respondió Dickie con gesto hosco.

Llegaron al motel. Fijándose en la expresión del joven, Puller confirmó que no había saltado ninguna de las trampas que había puesto para posibles intrusos, aunque el gesto que vio en la cara de Cole le indicó que esta sabía lo que se proponía hacer.

Dickie se sentó en la cama y Cole se situó enfrente de él, en una silla. Le había quitado las esposas. Puller se quedó de pie, con la espalda apoyada en la pared.

—Me he enterado de que socorrió a la señora Louisa —empezó Dickie—. Fue una buena acción por su parte.

—Ya, pero de todas formas se murió. Ya ves para qué sirven los buenos samaritanos. Pero tenemos que centrarnos en ti, Dickie.

—¿Cuánto de esto va a salir a la luz? —quiso saber el joven.

—Depende de lo que sea —replicó Cole—. Si a Larry lo mataste tú, saldrá todo.

—Como ya he dicho, yo no he matado a nadie. —Dickie tenía las manos cerradas en dos puños. Parecía un niño pequeño, pero con un tatuaje en todo el brazo. Puller casi esperaba que se tirase al suelo y estallase en una rabieta.

—Comprenderás que no podemos aceptar simplemente tu palabra —le dijo Cole—. Tienes que demostrárnoslo.

Dickie miró a Puller.

—¿Ha averiguado el motivo por el que me despidieron del Ejército?

Puller negó con la cabeza.

—Como ya dije, el Ejército y yo no nos llevábamos bien. Pero eso no tenía nada que ver con mi capacidad para cumplir con mis obligaciones. Yo era un buen soldado, no tenía una sola mancha negra en mi expediente. Si hubiera podido, me habría quedado hasta terminar la beca. Me gustaba, y también me gustaban mis compañeros. Deseaba servir a mi país, pero fue algo que no escogí yo, no les gustaba mi forma de ser.

Puller reflexionó sobre aquel punto. Y la respuesta le vino mientras contemplaba el rostro del joven.

—Prohibido preguntar —dijo.

Dickie bajó la mirada hacia el suelo e hizo un gesto de asentimiento.

—¿La política del Ejército respecto de la homosexualidad? —dijo Cole, mirando a Puller.

—En virtud de dicha política, no pasa nada mientras uno lo mantenga en secreto. Si uno no lo dice, ellos no preguntan. Pero si sale a la luz, lo expulsan. —Se volvió hacia Dickie—. ¿Qué fue lo que ocurrió?

—Que me delataron. Y circularon varias fotos mías y de mis amigos. Hoy en día, en YouTube no llamarían la atención ni a cinco personas, pero en aquel momento al Ejército le dio igual.

—¿Te expulsaron?

—En un segundo. Me dijeron que si no aceptaba el despido por causas generales, las cosas se me iban a poner muy feas.

—De eso sí estoy convencido.

—¿Tu padre sabe que eres homosexual? —preguntó Cole.

Dickie esbozó una sonrisa amarga.

—¿Por qué cree que me alisté en el Ejército nada más acabar el instituto? Mi viejo pensaba que así me «curaría».

—Vale, así que eres gay —dijo Puller—. Pero es asunto tuyo, y desde luego no es ningún delito.

—Para algunas personas, sí lo es. Sobre todo en este pueblo.

—Bueno, nosotros no somos algunas personas —repuso Cole.

—Volvamos al tema del agente Wellman —dijo Puller—. ¿Por qué estabas dentro de la casa?

—Porque Larry y yo éramos amigos.

Cole se reclinó en la silla y abrió unos ojos como platos.

—No habrías ido allí a… Larry está casado y tiene familia. Y era la maldita escena de un crimen.

—No fue así —contestó Dickie a toda prisa—. Cuando éramos adolescentes estuvimos tonteando un poco, pero Larry era hetero. No fuimos a esa casa para acostarnos.

—¿Pues para qué fuisteis? —quiso saber Cole.

Dickie se frotó las palmas con ademán nervioso. Puller advirtió que estaba sudando, y ello no se debía únicamente a que el aparato de aire acondicionado de la habitación solo consiguiera desplazar el aire caliente de un lado al otro.

—Queríamos saber lo que había ocurrido.

—¿Por qué?

—Porque habían asesinado a varias personas, y nos apetecía verlo.

—¿Y Wellman te dejó entrar en la casa? —dijo Cole—. Eso me cuesta creerlo.

—No fue él.

Cole puso cara de perplejidad.

—Pues entonces no acabo de entenderlo. Respira hondo y prueba otra vez.

—Lo llamé por teléfono y le dije que solo quería echar una ojeada, pero me di cuenta de que a él no le pareció bien.

—Naturalmente que no le pareció bien —saltó Cole—. Si yo llego a enterarme, le habría costado el empleo. Tu presencia en esa casa habría contaminado la escena del crimen.

—¿Pero se mostró dispuesto a dejarte entrar? —preguntó Puller.

—Me dijo que fuera. Que a lo mejor me dejaba ver unas cuantas cosas que habían descubierto. Unas fotos.

—Esto es increíble —dijo Cole.

Puller levantó una mano sin desviar la mirada del joven.

—Continúa, Dickie.

—Así que fui a la casa.

—¿Y lo mataste? —preguntó Cole.

—Ya le he dicho que yo no lo maté.

—Entonces, ¿qué pasó? —inquirió Puller.

—Larry no estaba. Su coche, tampoco. Pensé que a lo mejor se había puesto enfermo, o que le había entrado miedo. Pero luego pensé que no se podía dejar la escena de un crimen sin vigilancia. Lo sé porque veo Ley y Orden y NCIS.

—Ya. Tienes razón, no se puede —concordó Puller—. ¿Y entonces qué hiciste?

—Probé a llamarlo al móvil, pero no lo cogió.

—¿A qué hora sucedió esto, exactamente? —preguntó Puller.

—No lo sé con seguridad. Puede que alrededor de las cuatro.

—Sigue.

—Fui a la parte de atrás de la casa. La puerta estaba entreabierta. La abrí un poco más y llamé a Larry en voz alta por si estaba allí dentro, por alguna razón. Pero no me contestó nadie, y me entró miedo.

—Sin embargo, entraste de todos modos. ¿Por qué? —quiso saber Puller.

—Porque pensé que Larry podía estar herido. Me había dicho que fuera allí, y resultó que no estaba. Me preocupé por él.

—Mentira. Querías ver los cadáveres.

Dickie levantó la vista hacia Puller con el ceño fruncido, pero luego relajó el gesto.

—Tiene razón, así era. Imaginé que a lo mejor habían llamado a Larry para otra cosa, y que por eso no estaba su coche. Sea como sea, entré en la casa. —De pronto se interrumpió y su semblante perdió todo el color que le quedaba.

—Los viste —le dijo Puller.

Dickie asintió muy despacio.

—Los veré en mis sueños, en mis pesadillas, hasta el día de mi muerte.

—Muy poético —comentó Cole con sarcasmo.

—¿Qué hiciste a continuación? —preguntó Puller.

—Iba a marcharme, pero de repente oí algo, un ruido que venía del sótano.

—¿Cómo era? —Puller se puso en tensión. Era mucho lo que dependía de aquella respuesta.

—Como un chirrido, como si estuvieran estirando algo.

Puller se relajó.

—De acuerdo. ¿Y después?

—Llevaba encima mi navaja. Llamé a Larry al tiempo que bajaba la escalera. Pensé que quizás aquel ruido lo estuviera haciendo él, y no quería que me pegara un tiro. Pero no contestó nadie.

—¿De modo que bajaste al sótano de una casa llena de muertos, en mitad de la noche, porque oíste un ruido? —dijo la sargento Cole en tono de incredulidad—. Mira, además de las películas de crímenes deberías ver alguna que otra de terror, como Halloween y Viernes 13. Nunca hay que bajar al maldito sótano, Dickie.

—Y sin embargo bajaste —dijo Puller—. ¿Qué ocurrió después?

—Entonces fue cuando vi a Larry, allí colgado.

—¿Te cercioraste de que estaba muerto? —le preguntó Cole—. ¿O sencillamente diste media vuelta y echaste a correr, y lo dejaste allí?

—Estaba muerto —contestó Dickie—. Ya vi muertos en el Ejército. Le tomé el pulso y le miré los ojos. —Calló unos instantes y, haciendo un esfuerzo, añadió—: Estaba muerto.

—¿Qué pasó después? —lo apremió Puller.

—Que me fui de allí cagando leches y salí por la puerta de atrás.

—¿Y te fuiste corriendo? —Puller se tensó de nuevo.

Dickie exhaló un profundo suspiro.

—No. Yo… dejé de correr. Me entraron ganas de vomitar, así que me escondí en el bosque y me agaché. Estuve unos diez minutos o así, hasta que me recuperé. Luego oí que llegaba un coche. Pensé que a lo mejor era la policía o…

—¿O el que había matado a Larry, que regresaba? —terminó Puller.

Dickie afirmó con la cabeza.

—Quise verle la cara al muy hijo de puta, por si era él. Para delatarlo a la policía.

—O delatarla —replicó Cole—. Podría haber sido una mujer.

Dickie apuntó a Puller con el dedo.

—Pero fue usted, lo vi entrar. No sabía quién diablos era, hasta que vi que llevaba una chaqueta de la CID. Sabía lo que era la CID. Larry me había dicho que el muerto pertenecía al Ejército, esa era la razón de que hubiera venido usted.

—¿Y luego? —insistió Puller.

—Poco después oí llegar otro coche. —Esta vez señaló con el dedo a la sargento Cole—. Era usted. En ese momento fue cuando eché a correr.

—Y en ese momento fue cuando te vi yo desde la ventana —dijo Puller. Se volvió hacia Cole y agregó—: La historia coincide con lo que ya sabemos.

Cole afirmó con la cabeza y luego miró a Dickie con el entrecejo fruncido.

—No habría estado de más que me hubieras contado todo esto antes. Debería arrestarte por retener pruebas materiales.

—Y por ser idiota —añadió Puller—. ¿De modo que eras amigo de Eric?

—Lo conocía. Estaba en Xanadú. —Levantó el brazo—. Ya le dije a usted que me hice un tatuaje igual que el suyo.

—Cuando entraste aquella noche en el domicilio de los Halverson, ¿sabías que Eric y Molly estaban muertos en la casa de enfrente?

—Pues claro que no.

Puller dejó que la respuesta flotara en el aire.

—Pero estaba preocupado por él.

—¿Por qué? —inquirió Puller.

—Por cosas.

—¿Esas cosas tienen nombre?

Dickie se encogió de hombros.

—Que yo sepa, no.

—¿Sabes por qué motivo pudieron encargar Eric y Molly un análisis del suelo? —le preguntó Cole.

—¿Un análisis del suelo? No, no conozco ningún motivo.

—¿Y qué me dices de un laboratorio de metanfetamina? —le dijo Puller—. ¿Sabes alguna «cosa» a ese respecto?

—Eric no tomaba metanfetamina.

—Vale, ¿pero la fabricaba para venderla? Esa es la pregunta clave.

Dickie tardó unos segundos en responder.

—Creo que necesito hablar con un abogado.

—¿Lo crees o lo sabes? —le presionó Puller mientras Cole lo miraba con cautela. Se apartó de la pared y se plantó al lado de Dickie—. Vamos a estudiar este asunto de manera inteligente, Dickie. Vamos a ver de qué forma te afecta a ti. ¿Quieres dedicar un par de minutos a ello?

—Puller —intervino Cole—, acaba de decir que quiere hablar con un abogado…

Puller le lanzó una mirada y ella cerró la boca. A continuación se volvió hacia Dickie y le puso una mano en el hombro.

—Escúchame, Dickie, no tienes nada que perder. El Ejército te dio una patada en el culo, no te permitió prestar servicio, y yo sé que tú querías prestar servicio. Ahora tienes una segunda oportunidad de hacer algo por tu país.

—Le escucho —murmuró Dickie.