La cúpula de hormigón. Puller la observó atentamente al pasar junto a ella.
—Drake debería convertir esa cúpula en una atracción turística —comentó.
—Sí, se ganaría mucho dinero. Contemple el cemento solo por un dólar —repuso Cole.
La sargento se metió con el coche por una calle y se introdujo en el barrio en el que antiguamente se alojaban los trabajadores de aquella instalación. Pasaron junto a casas abandonadas que estaban empezando a derrumbarse y junto a otras viviendas en las que se habían hecho reformas para volverlas habitables. Puller observó que había niños pequeños con la cara sucia y madres escuálidas que corrían detrás de ellos. No vio a muchos hombres, pero supuso que estarían ganando el sustento o por lo menos intentando encontrar trabajo.
Olfateó el aire.
—Qué bien huele.
—Procuramos convencer a la gente de que lleve la basura al vertedero, pero es una batalla perdida. Además, los cuartos de baño de estas casas hace mucho que dejaron de funcionar. La mayoría de los vecinos han construido otro exterior.
—Una vida muy agradable para los ciudadanos de la nación más rica del mundo.
—Pues esas riquezas deben de estar concentradas en las manos de unos pocos, porque nosotros no tenemos ninguna.
—Así es —concordó Puller—. Como su cuñado. —Miró alrededor—. Esos son postes de electricidad, en cambio esos transformadores no parece que estén calientes.
—Antes, los vecinos de esta zona intentaban conectarse a ellos y recibían descargas de corriente, así que pedimos a la compañía eléctrica que anulase este tramo y diera un rodeo. —Señaló un poste telefónico que tenía un cable colgando. Dicho cable caía hasta el suelo y después penetraba en una de las casas—. También intentan engancharse a las líneas telefónicas, como puede ver. Nosotros lo dejamos pasar. La gente de aquí no en todos los casos puede permitirse tener un teléfono móvil, pero de esta forma aún puede comunicarse. A la compañía telefónica le ha parecido bien. Hoy en día, hay cada vez más personas que ni siquiera tienen teléfono fijo, así que la compañía gana el dinero con los móviles, el uso de datos y cosas así.
Cole señaló al frente.
—Ese es nuestro destino.
La casa en cuestión se encontraba al final de la calle y era mucho más grande que las demás. Puller contempló los enormes portones levadizos de la entrada, pintados de rojo, aunque el color se había desvaído casi por completo. Al caer en la cuenta de lo que era, se quedó atónito.
—¿Es un cuartel de bomberos?
—Antes, sí. Pero lleva sin utilizarse desde que construyeron el Búnker. Por lo menos, eso es lo que me contaron a mí de pequeña.
—¿Y para qué se utiliza ahora?
De repente Puller oyó arrancar el motor de una motocicleta. De hecho, fueron más de una.
—Es el club de las Harley —explicó Cole—. Al cual pertenece Dickie Strauss. Lo llaman Xanadú. Yo creo que algunos de ellos ni siquiera saben lo que significa ese nombre. Pero contribuye a que esos chicos no se metan en problemas.
—¿Treadwell también pertenecía al club? Tenía una Harley. ¿A eso se debía el tatuaje que llevaba en el brazo?
—Lo del tatuaje no lo sé. Y no, no todos los miembros del club van tatuados.
—Sin embargo, habría estado bien saber que Dickie y Treadwell pertenecían al mismo club.
—Acabamos de descubrir que tal vez fue Dickie el que salió corriendo del domicilio de los Halverson. Hasta ese momento, yo no tenía motivos para sospechar que pudiera estar implicado.
—Pero es posible que la pandilla de las motos guardara relación con la muerte de Treadwell.
—Es un club, Puller, no una pandilla. La mayor parte de sus miembros son hombres de más edad, tienen familia y facturas que pagar.
Detuvo la camioneta delante del antiguo cuartel de bomberos y ambos se apearon. Por la entrada abierta Puller distinguió, en una de las zonas de aparcamiento, un viejo camión de bomberos que tenía las ruedas podridas, y, un poco más allá, la ubicua barra para deslizarse. Ambos lados de la pared estaban llenos de taquillas de madera, y también había material antiguo para apagar incendios, colocado en pilas.
En la otra zona había media docena de Harleys de época. Puller contó cinco hombres, dos de ellos subidos a sus motos revolucionando el motor y los otros tres trajinando en ellas.
—¿Cómo es que esos hombres no están trabajando?
—Probablemente porque no logran encontrar trabajo.
—¿Así que se quedan por aquí, jugando con sus carísimas motos?
—Puller, casi todas esas motos tienen veinte años. Nadie está jugando con nada. Yo conozco a la mayoría de esos hombres, son buenos trabajadores. ¿Pero qué hace uno cuando no hay trabajo? La tasa de desempleo en este condado es casi del veinte por ciento, y es una cifra que corresponde a las personas que todavía están buscando. Hay mucha gente que ya ha tirado la toalla.
—¿Aquí es donde guardan las motos?
—A veces. ¿Por qué?
—Ha dicho que los vecinos que viven aquí son unos saqueadores.
—Sí, pero no tocan lo que pertenece al club de moteros.
—¿Por qué no?
—Porque los miembros del club los ayudan.
—¿De qué forma?
—Recogiendo alimentos y mantas, y, cuando tienen un empleo a la vista, contratando de vez en cuando a alguno para que trabaje para ellos. La mayoría de los miembros poseen habilidades especiales, son mecánicos, fontaneros, carpinteros, electricistas. Ya le digo que son buenos trabajadores. De modo que van por las casas haciendo pequeñas reparaciones de manera gratuita.
—El grupo de los buenos samaritanos.
—En Drake tenemos gente así.
Subieron por la agrietada rampa de hormigón hasta la fachada del cuartel de bomberos. Varios de los moteros levantaron la vista. Puller vio a Dickie Strauss salir de una estancia que había al fondo. El joven se detuvo y se los quedó mirando. Se limpiaba las manos manchadas de grasa con un trapo.
—Oye, Dickie —dijo la sargento Cole—, quisiéramos hablar contigo.
De pronto, Dickie dio media vuelta y echó a correr hacia la parte posterior del edificio.
—¡Eh! —gritó Cole—. ¡Alto! Solo queremos hablar.
Puller, que ya había penetrado en el edificio, se vio interceptado por dos tipos que antes estaban trabajando en sus Harleys. Ambos, mayores que él, eran corpulentos como una boca de incendios, llevaban bandanas anudadas alrededor de la cabeza y lucían una expresión de excesiva seguridad en sí mismos. Tenían unas manos enormes, y la pronunciada musculatura de los antebrazos indicaba que físicamente se esforzaban mucho a diario para ganarse el pan.
Puller les mostró la placa.
—Quítense de en medio. Vamos.
Uno de ellos dijo:
—Esto es una propiedad privada. ¿Trae una orden?
—Déjelo pasar —le ordenó Cole.
Puller tenía un ojo puesto en Dickie y el otro en el de la bandana que dirigía el cotarro.
—Necesito hablar con él —dijo Puller—. Solo hablar.
—Y yo necesito ver su orden judicial.
—Este lugar está abandonado.
—¿A usted le parece abandonado, tío listo? —replicó el otro.
Cole estaba a punto de sacar su arma, cuando de repente el de la bandana puso una mano sobre el hombro de Puller. Un segundo después estaba tendido boca abajo en el suelo. Su gesto de asombro revelaba que no tenía idea de cómo había llegado allí. El otro individuo lanzó un chillido y se abalanzó contra Puller. Este lo agarró por el brazo, se lo retorció a la espalda y lo envió a hacer compañía a su amigo en el suelo. Cuando los dos intentaron moverse, les advirtió:
—Si os levantáis, os mando a los dos al hospital. Y no quiero hacer tal cosa. Esto no es asunto vuestro.
Los dos hombres volvieron a derrumbarse y se quedaron donde estaban.
Puller acababa de erguir la espalda cuando Frank, el amigo gordo de Dickie, se le echó encima desde un rincón que quedaba en sombra. Llevaba un vendaje en la nariz y los dos ojos morados como resultado de la anterior colisión con el cráneo de Puller. Y sujetaba en las manos un tablón de gran tamaño.
—¡Venganza! —rugió.
Estaba a punto de descargar el tablón contra la cabeza de Puller cuando el disparo le pasó silbando y arrancó un pedazo de madera del tablón. El impacto hizo que este se le cayera de las manos.
Frank, Puller y los demás moteros se volvieron hacia Cole. Ahora, la Cobra de la sargento apuntaba a la entrepierna de Frank.
—Escoge tú —le dijo—. ¿Quieres tener hijos o no?
Frank se apresuró a retroceder protegiéndose sus partes nobles con las manos.
Puller echó a correr y salió por la puerta de atrás.
La motocicleta dobló la esquina y se dirigió hacia él. Dickie se había tomado la molestia de ponerse un casco, de lo contrario Puller no habría hecho lo que estaba a punto de hacer.
Desenfundó la M11 que llevaba en la parte frontal del cuerpo, gastó dos segundos en apuntar y disparó al neumático trasero. La motocicleta se deslizó de lado, arrojó a su conductor al suelo y fue a detenerse unos seis metros más allá. Unos segundos más tarde, Puller incorporó a Dickie de un tirón.
—¡Podría haberme matado! —gritó Dickie.
—Si hubiera disparado al neumático delantero, habrías saltado por encima del manillar. Pero de esta forma, el único sitio en que te has hecho daño ha sido el culo. Claro que en tu caso no veo que haya mucha diferencia entre esa parte del cuerpo y tu cerebro, si es que lo tienes.
Cole llegó corriendo hasta ellos y, después de volver a enfundar la Cobra, le espetó a Dickie:
—¿Es que eres idiota, o qué? ¿Se puede saber qué numerito de mierda ha sido ese?
—Me ha entrado el pánico —gimió Dickie.
—¿De verdad estuviste en infantería? —le preguntó Puller—. Porque la Primera División pone el listón bastante alto, y no creo que aceptaran en sus filas a un inepto como tú.
—¡Váyase a la mierda! —saltó Dickie.
—Adonde vas a irte tú es al calabozo —replicó Cole.
—¿Por qué?
—De entrada, por haber intentado matar a un oficial militar —respondió Puller—. Eso te va a costar que te encierren en una prisión federal hasta que alcances la mediana edad.
—Yo no he intentado matarlo.
—¿Y entonces qué es intentar pasarme por encima con una motocicleta?
—Usted intentaba matarme a mí —se defendió Dickie. Luego se volvió hacia Cole con gesto de furia—: Me ha disparado al neumático. Podría haberme matado.
—Bueno, estoy segura de que tú le habrás dado un buen motivo. Ahora dime por qué has salido huyendo así. Lo único que queríamos era hablar.
—Este tipo ya le dio una paliza a Frank, de modo que no quería que me diera otra a mí. Es un psicópata.
—Eso es mentira, y tú lo sabes —le dijo Cole—. ¿Por qué has huido, Dickie?
El joven guardó silencio y se limitó a bajar la vista hacia el suelo. Respiraba de forma agitada y tenía sangre en el codo de resultas de la caída.
—Vale, como quieras. —La sargento le puso las esposas y le leyó sus derechos.
—Mi padre va a cabrearse mucho por esto.
—No me cabe duda —repuso Cole—, pero eso es problema tuyo. Sin embargo, si hablas, será mucho mejor para ti.
—No pienso decir nada. Quiero un abogado. Esto es una mierda, mi padre le pondrá una demanda.
—¿Mataste tú al agente Wellman? —le preguntó Puller—. Porque si fuiste tú, te caerá la perpetua. Es una lástima que en este estado no exista la pena de muerte.
A Dickie se le hundió el semblante y toda su furia se desinfló de repente, igual que una arteria rota.
—¿Qué dirías —continuó Puller— si te dijéramos que tenemos un testigo que te vio en el domicilio de los Halverson a la hora exacta en que asesinaron al agente Wellman, y que te vio salir corriendo de la casa?
Esta vez Dickie sí contestó, pero lo hizo en un tono de voz tan débil que a duras penas lograron oírlo:
—Eso no es… Diría que esa persona está loca. —No había nada más que sobreentender. Dickie parecía estar a punto de vomitar.
—Tú mismo —le dijo Puller—. Pero contamos con el testimonio de un testigo. Y apuesto a que cuando estuviste dentro de esa casa tocaste alguna cosa. Te tomaremos las huellas dactilares y muestras de ADN. Tenemos varios rastros sin identificar recogidos en la escena del crimen, y algo me dice que van a coincidir con los tuyos. En ese caso, ya puedes despedirte del resto de tu vida.
—Y gracias al numerito que te has marcado ahora —añadió Cole—, ya contamos con una causa probable para tomar dichas muestras.
—Y ni siquiera tenemos necesidad de obtenerlas de ti. Como has estado en el Ejército, tus huellas y tu ADN constan en los archivos —dijo Puller.
—No se puede acceder a ellos para una investigación criminal —replicó Dickie—, solo para identificar restos.
Puller sonrió.
—¿Así que lo has consultado? Interesante.
El semblante de Dickie adquirió el color de la vainilla.
—Yo no he matado a nadie.
—¿Pero estuviste dentro de esa casa? —dijo Puller.
Dickie miró en derredor. Los moteros de las Harleys estaban agrupados junto a la pared del fondo, observando la escena. Frank y los dos que había derribado Puller los miraban con una expresión claramente homicida, pero no hicieron ningún ademán agresivo.
—¿Podemos hablar de esto en algún lugar más reservado? —pidió Dickie.
—Es la primera cosa inteligente que has dicho desde que te conozco —respondió Puller.