60

Puller subió de dos en dos los escalones que llevaban hasta la entrada de la casa de los Dougett, seguido de cerca por Cole. Llamó con los nudillos. Al cabo de cinco segundos se abrió la puerta y apareció George Dougett. Medía apenas un metro sesenta y cinco y lucía una figura hinchada, unas facciones pálidas, unas rodillas flojas y una espalda encorvada que delataban numerosos problemas de salud y fuertes dolores. Daba la impresión de ir a caerse muerto de un momento a otro, y seguro que en más de una ocasión lo había deseado.

—Sargento Cole —dijo—. ¿Viene a hacerme más preguntas?

Habló casi con regocijo. Puller imaginó que, por lo demás, su vida debía de ser bastante insípida. Seguro que hasta la investigación de un asesinato era preferible a no hacer nada salvo sentarse dentro del coche a fumar y esperar a que la vida tocase a su fin.

—Señor Dougett, soy John Puller, de la CID del Ejército. ¿Le importa que le haga unas preguntas? —Puller sacó su documentación para mostrársela, y el anciano se entusiasmó todavía más.

—Pues claro que puede. —Su voz sonó como si raspara grava, hasta que se le atascó del todo. Entonces soltó una tos tan tremenda que casi le despegó los pies del suelo.

»La maldita alergia, discúlpeme. —Se sonó la nariz con una enorme bola de pañuelos de papel que llevaba en su mano enrojecida e hinchada y seguidamente los hizo pasar al interior de la casa.

Fueron tras él por un corto pasillo hasta un pequeño estudio forrado de madera contrachapada llena de manchas oscuras. El mobiliario era de hacía cuarenta años, y se notaba. La moqueta, que en su día debió de ser de pelo largo, había perdido dicho pelo para siempre, y el brillo de los muebles había desaparecido seguramente veinte años atrás.

Se acomodaron en unas sillas y Dougett empezó:

—Yo estuve en el Ejército. Claro que de eso hace ya muchas lunas. En Corea. Un país maravilloso, pero muy frío. Me alegré de volver.

—Estoy seguro —contestó Puller.

—¿Se cuida usted, señor Dougett? —le preguntó Cole.

El anciano sonrió con resignación.

—Soy viejo, estoy gordo y fumo. Aparte de eso, estoy bien, Gracias por preguntar. —Luego se volvió y observó a Puller—. Vaya, es usted todo un ejemplar, hijo. Si le viera venir hacia mí en el campo de batalla, le aseguro que me rendiría de inmediato.

—Sí, señor —dijo Puller, que estaba pensando en la mejor manera de proceder en aquella situación—. Me he dado cuenta de que usted fuma en la terraza de atrás.

—Sí, a mi mujer no le gusta que huela la casa a tabaco.

—¿Dónde está su mujer? —le preguntó Cole.

—Sigue en la cama. La artritis la ataca más fuerte por las mañanas. Se levanta a eso de las doce, justo a tiempo para almorzar. Procuren no llegar a viejos, ese es el consejo que les doy.

—Bueno, la alternativa no es muy atractiva —repuso Puller. Hizo un cálculo mental—. El domingo por la noche, ¿vio usted algo fuera de lo corriente? ¿Oyó algo, como un disparo de escopeta?

—Estoy un poco duro de oído, hijo. Y el domingo por la noche estuve abrazado a la taza del váter. La mujer hizo algo para cenar que no me sentó nada bien. Últimamente me ocurre muy a menudo. De modo que no salí. Ya se lo he contado a la sargento, aquí presente. Y mi mujer estaba en la cama, durmiendo. Imagino que aunque me pasé la noche entera vomitando y con una diarrea infernal, a ella nada de eso le turbó el sueño.

—Está bien. ¿Y el lunes por la noche? ¿Salió ese día a la terraza?

—Sí. Me acuesto tarde y me levanto cada vez más temprano. Calculo que dentro de no mucho me acostaré dentro de una caja y me pasaré así toda la eternidad, así que ¿para qué voy a desperdiciar el tiempo que me queda durmiendo? Me gusta salir a primera hora de la mañana. Me da un poco el aire y veo el rocío en los árboles y en la hierba. Es agradable.

—¿Recuerda haber visto algo fuera de lo normal el lunes por la noche?

Dougett se metió los pañuelos de papel en el bolsillo y se frotó el mentón con tanta fuerza, que parecía que estuviera intentando sacarle brillo. Luego sonrió de oreja a oreja y señaló a Puller.

—Lo vi a usted. —Acto seguido señaló a Cole—. Y a usted también. Patrullando, o lo que fuera, en el bosque. Bueno, supongo que técnicamente ya era la mañana del martes.

—Estábamos buscando a unas personas. Unos minutos antes yo había visto a alguien corriendo a través del bosque. ¿También lo vio usted?

Dougett ya estaba haciendo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Sí. Corría muy rápido. Sabía adónde iba. Allí al fondo hay un sendero.

—Señor Dougett, ¿por qué no me lo dijo la vez anterior que estuve aquí? —le preguntó Cole, exasperada.

—Porque nadie me lo preguntó. Y yo no sabía que fuera importante. Y, además, ocurrió después de que viniera usted a hacerme preguntas. Desde luego, no tenía ni idea de que estuviera relacionado con lo que sucedió en casa de los Halverson. —Luego bajó el tono de voz—: ¿Estaba relacionado?

—¿Podría describir a esa persona? —pidió Puller.

—Era un hombre, eso seguro. Alto, pero no tanto como usted, hijo. Ancho de hombros. Parecía calvo. Por la forma de moverse, yo diría que era joven. Estaba oscuro, pero había un poco de luna, por eso vi que tenía unas cicatrices en el brazo, o que se había quemado o algo así. Lo tenía todo renegrido.

—¿Entonces llevaba una camiseta de manga corta?

—Sí, una especie de camiseta de tirantes.

—Buena vista —comentó Cole—. De noche, a lo lejos, aunque hubiera luna.

—Cirugía por láser —dijo George, señalándose los ojos—. Estoy viejo y gordo, pero tengo una agudeza visual de lejos del cien por cien, y ese tipo no estaba tan lejos.

—¿Diría usted que era de por aquí? —preguntó Cole.

—No sabría decirle. Pero daba la sensación de atravesar el bosque sabiendo adónde iba. Quizá fuera capaz de identificarlo en una rueda de reconocimiento.

—Cuéntales lo demás, George.

Todos se volvieron hacia una mujer de edad avanzada que había entrado en el cuarto de estar conduciendo una silla de ruedas motorizada. Iba vestida con una bata de color rosa y calzada con unas zapatillas demasiado pequeñas para sus pies, que aparecían hinchados. Puller advirtió que usaba una peluca en tono gris perla. Pesaría fácilmente cien kilos, y tenía el mismo aspecto desmejorado que su marido. Pero a pesar de la artritis, manejaba la silla motorizada con mano experta y avanzó hasta situarse al lado de Puller.

—Yo soy Rhonda, la media naranja de George —dijo a modo de presentación.

—John Puller, CID del Ejército —se presentó Puller—. ¿A qué se refiere con eso de «lo demás»?

George Dougett se aclaró la voz, miró a su esposa con gesto de cansancio y dijo:

—A unas cuantas cosas que vi también.

—Que vimos —lo corrigió su mujer, mirando a Puller con una sonrisa triunfal—. Yo estaba mirando por la ventana.

—¿Por qué? —inquirió Cole.

—Porque mi marido a veces se queda dormido fuera, mientras fuma sus porros cancerígenos. Así que lo vigilo para que no se prenda fuego.

—Nunca me he prendido fuego —protestó George, indignado.

—Eso es porque tienes desde hace cincuenta y seis años una amante esposa que cuida de ti —replicó Rhonda en el tono que emplea un padre al dirigirse a un hijo pequeño.

—¿Y qué fue lo que vio? —preguntó Puller.

—No fue nada —dijo George, nervioso.

Rhonda lanzó un bufido.

—Ya lo creo que fue. —Señaló a Cole con la mano—. Vi cómo mataban a ese ayudante suyo.

—¿A Larry Wellman? ¿Vio quién lo mató?

—Estaba caminando alrededor de la casa, mirando.

—Estaba patrullando —puntualizó Cole—. Era su trabajo.

—¿Lo vio entrar en la casa? —preguntó Puller.

—No.

—¿Estaba solo?

Rhonda afirmó con la cabeza.

—¿Qué hora era? —terció Cole.

—Yo diría que entre las doce y media y la una. George se había fumado cuatro porros cancerígenos, y los apura todo lo que puede.

—¡Haz el favor de dejar de llamarlos porros cancerígenos! —saltó el marido.

—Oh, cuánto lo siento, mira que eres susceptible. George se había fumado cuatro «clavos del ataúd», y cuando hace eso le suele dar la una de la madrugada.

—Cincuenta y seis años llevo con esta mujer —rezongó George—. Es un milagro que no la haya asesinado.

—Continúe, señora —rogó Puller.

—Bueno, luego me fui al cuarto de baño. Lo que sucedió a partir de ahí se lo tendrá que contar George.

—Aguarde un minuto —dijo Cole—. ¿El agente Wellman no lo vio a usted sentado en la terraza, fumando?

George hizo un gesto negativo.

—Yo estaba tumbado en nuestro sofá de jardín reclinable. La parte de atrás da a la casa de los Halverson.

—Entonces, ¿cómo pudo ver nada? —preguntó Puller.

—Estaba mirando por un extremo del sofá. Yo podía verlo todo, pero era muy difícil verme a mí. Y para entonces ya había apagado el cigarrillo.

—De modo que Wellman estaba patrullando. ¿Qué pasó después?

—Después, debí de quedarme dormido —contestó George en tono contrito.

—¿Lo ves? —intervino Rhonda regodeándose—. Yo me metí en el baño y tú podrías haberte muerto prendiéndote fuego. Una cremación bien barata.

Su marido arrugó el entrecejo.

—Acabo de decir que ya había apagado el cigarrillo. Además, bien que te gustaría que me prendiese fuego, no digas que no. Así podrías gastarte el dinero de mi entierro en ese casino que te gusta tanto.

—Señor Dougett, ¿le importaría concentrarse en lo que vio? —lo apremió Cole.

—Ah, bien. Sea como sea, cuando me desperté vi a aquel individuo grande y calvo saliendo de la casa.

—Aguarde un minuto —volvió a pedir la sargento—. ¿El calvo estaba dentro de la casa? Eso no lo ha dicho.

—¿No lo he dicho? Bueno, pues lo digo ahora. Salió muy deprisa y echó a correr en dirección al bosque. Después oí que llegaba un automóvil. Serían las cuatro y media o así, me acuerdo porque miré el reloj.

—Ese era yo —dijo Puller—. Vine hasta aquí, llamé a la sargento Cole y después entré en la casa. Eché una ojeada, encontré a Wellman muerto y luego oí llegar el coche de Cole. —Miró a la sargento—. Vi a un tipo corriendo por el bosque, salí de la casa, y entonces fue cuando enlacé con usted y fuimos juntos a buscarlo.

—De manera que el calvo que salió del bosque debió de quedarse por los alrededores mientras usted estaba en el interior de la casa —dijo Cole.

—Así tuvo que ser —coincidió George—. Yo lo vi salir a toda prisa, y solo unos momentos más tarde oí que se abría la puerta de atrás y salía usted. No vi adónde fue usted después de eso.

—Me escondí detrás del coche que estaba aparcado en el camino de entrada —respondió Puller.

—Pero se llevaron el coche de Larry —dijo Cole—. ¿Cómo pudo ser? ¿Quién fue? —Se volvió hacia el matrimonio Dougett—. ¿Alguno de ustedes vio algo a ese respecto?

Ambos movieron la cabeza en un gesto negativo.

—Tal vez ocurriera mientras yo estaba dormido —sugirió George.

—Y yo estuve mucho tiempo en el cuarto de baño —dijo Rhonda—. Cuando se es viejo —añadió—, se tarda mucho más para todo.

—Solo para comprobar si he entendido bien la secuencia de los hechos —dijo Puller—, la última vez que vio usted a Wellman patrullando fue entre las doce y media y la una. No entró en la casa. Y lo siguiente que vio fue al calvo saliendo poco antes de que llegara yo. Yo encontré muerto a Wellman alrededor de las cinco, y lo habían asesinado aproximadamente tres horas antes, a las dos. Es decir, más o menos una hora después de que lo viera usted patrullando, y luego usted se quedó dormido. Pero podría ser que el calvo estuviera ya dentro de la casa, o que hubiera entrado mientras usted dormía.

—Eso quiere decir —intervino Cole—, que el calvo pudo asesinar a Larry y a continuación huir.

Puller meneó la cabeza.

—¿Pero qué sucedió con el coche? Por lo visto, ese tipo no se marchó conduciéndolo. Y si fue él quien mató a Wellman, ¿por qué se quedó un rato en el bosque? ¿Por qué no se marchó pitando de allí? Precisamente porque se quedó pude yo verlo.

—Esto es un auténtico rompecabezas —agregó George.

—Cuando se despertó, ¿se fijó usted si el coche patrulla seguía estando donde antes? ¿Oyó arrancar el motor?

—Ni lo uno ni lo otro —contestó Dougett—. Todavía debía de estar adormilado.

—¿Les apetece un café y unos pastelillos? —ofreció amablemente Rhonda.

—Por Dios, Rhonda, si es por la mañana —ladró su marido—. ¿Quién demonios come pasteles por la mañana?

—Yo —repuso ella remilgadamente.

—Ya hemos desayunado —dijo Puller.

—En fin, espero que les hayamos servido de ayuda —dijo George.

—¿Ustedes opinan que corremos peligro? —preguntó Rhonda de una forma que demostraba la emoción que le causaba dicha posibilidad.

—Yo tengo una pistola —dijo George en tono serio.

—Pero no tienes balas —replicó su esposa—. Y aunque las tuvieras, llevas años sin dispararla. Lo más seguro es que te pegaras un tiro tú mismo antes de acertarle a ninguna otra cosa.

Cole y Puller dejaron al matrimonio discutiendo acerca de aquel tema y regresaron al coche patrulla.

—Bueno —dijo la sargento—, ¿y adónde nos lleva todo esto?

—A que tenemos que encontrar a ese calvo.

—¿Se le ocurre alguna idea?

—Sí.