57

Puller fue en su coche directamente al domicilio de los Reynolds, situado en Fairfax City. Se hallaba en un barrio más antiguo, formado por viviendas modestas. Seguramente Reynolds había sido trasladado varias veces de un sitio a otro dentro de la zona de Washington a lo largo de su carrera militar. Para aquellos que tuvieran que vender su casa en un momento bajo del mercado inmobiliario y volver a comprar en uno de subida de los precios, dichos traslados representaban un alto coste económico. Puller desconocía cuál era la situación particular de Reynolds, pero llegó a la conclusión de que seguramente estaría deseando ganar un sueldo mejor en el sector privado y así compensar todos los años en los que había cobrado menos de lo que merecía sirviendo a su país.

Dos horas más tarde estaba sentado en el cuarto de estar de la casa, sosteniendo en las manos protegidas con guantes una fotografía de la familia Reynolds. Aunque Seguridad Nacional ya hubiera procesado aquel domicilio, él nunca incumplía los procedimientos de la escena del crimen.

En la foto se veía a los Reynolds felices, normales, vivos. Ahora ya no eran ninguna de aquellas cosas. Se había fijado en que en la habitación del chico había material de béisbol, y en la de la chica había visto carteles de natación y de tenis. También había fotos de Matt y Stacey tomadas durante diversos eventos militares. Y durante las vacaciones. Navegando, haciendo paracaidismo, nadando con delfines. Y otras fotos de sus hijos en pistas de tenis y canchas de baloncesto. La hija con su vestido del baile del instituto. El hijo cuando todavía gateaba, abrazado a su padre de uniforme. Resultaba fácil verles la expresión que revelaba el rostro de todos: el padre había sido destinado al frente.

El hijo no estaba nada contento. Abrazaba a su padre con fuerza, intentando evitar que se marchara.

Puller volvió a dejar la foto en su sitio. Al salir cerró la puerta con llave. Permaneció un rato sentado dentro del coche, contemplando la casa. Ya no quedaba nadie que fuera a vivir en ella. La sacarían al mercado, se vendería, las pertenencias se dispersarían, y los Reynolds vivirían tan solo en el recuerdo de sus familiares y sus amigos.

«Y en el mío».

Seguidamente fue a su apartamento y preparó un petate con ropa limpia. Ya se había hecho bastante tarde. Dedicó unos minutos al gato mientras reflexionaba sobre todo lo que había sucedido aquella noche. Había cambiado el vuelo de regreso a Charleston por otro que salía a la mañana siguiente, ya que había perdido el último vuelo directo del día.

Carson tenía más razón de lo que creía, y también estaba más equivocada de lo que creía. Sí que estaba sucediendo algo gordo. En cambio pensaba que Reynolds y ella eran los únicos que estaban al tanto en el lado federal. Y eso era incorrecto. Creía que lo había estropeado todo al no dar parte a las autoridades. Obviamente, las autoridades ya se habían enterado, si bien después de que muriera Reynolds. El hecho de que hubieran masacrado a la familia Reynolds no le inspiró a Puller mucha confianza respecto de que Seguridad Nacional fuera capaz de cubrirle las espaldas si se diera la necesidad. Pero, a juzgar por la conversación que había tenido con Mason, seguirían sin saber nada.

Mientras rascaba a Desertor detrás de las orejas, sus pensamientos divagaron hacia Sam Cole. ¿Cuánto podría decirle de todo aquello, si es que podía decirle algo? La respuesta oficial era sencilla: Poco o nada. La respuesta no oficial era mucho más complicada. No le gustaba poner en peligro a una persona sin explicarle las cosas tal como eran. En fin, tenía por delante un vuelo corto y después un trayecto largo en coche para pensarlo.

Consultó el reloj. Lo tenía organizado de antemano. No le había quedado otro remedio, de lo contrario no podría ser.

Realizó la llamada. Habló con varias personas y dio las respuestas apropiadas. Por último, surgió al otro lado de la línea una voz familiar.

—Me sorprendí cuando me dijeron que habías solicitado una llamada para esta noche —dijo Robert Puller.

—Quería ponerme al día.

—Es tarde en la Costa Este.

—Así es.

—Esta llamada la controlan —dijo su hermano—. Hay gente escuchando. —Luego cambió la voz y adoptó un tono grave—. ¿Nos oye con claridad, señor vigilante? Si no, nos encantaría hablar libremente mientras planeamos destruir el mundo.

—Déjalo ya, Bobby, podrían cortar la comunicación.

—Podrían, pero no lo harán. ¿Qué otra cosa tienen que hacer?

—Le he visto.

Para los hermanos Puller, aquello no constituía ninguna sutil palabra en clave. En su vida solo había un «le».

—Vale. ¿Y cómo está? —El tono de voz de Robert se había tornado serio de repente.

—No muy bien, la verdad. Está empezando a perder la cabeza.

—¿Hablando de los oficiales?

—Sí. Exacto.

—¿Y por lo demás?

—Se encuentra bien. Llegará a los cien años.

—¿Qué más?

—Se queja mucho.

—¿De quién?

—Busca culpables. Entre los oficiales, cree él. Pero su trayectoria está destrozada.

A Puller le daba igual que los vigilantes se dieran cuenta de que estaban hablando de su padre. A no ser que la conversación se considerase que rozaba lo delictivo o lo impropio, aquella llamada era confidencial. Además, una carrera militar podía acabar recortada y hasta destruida si se demostraba que se había divulgado una parte cualquiera de la conversación de un recluso sin la debida autorización, sobre todo cuando al otro extremo de la línea había un veterano de combate lleno de condecoraciones.

—Es lo que cabía imaginar —dijo Robert.

—Sí —repuso Puller.

—¿De verdad está convencido? Porque ya hace mucho que se le pasó el momento.

—En su mente, no.

Puller oyó a su hermano exhalar un largo suspiro.

—He estado pensando si debía o no contártelo —dijo.

—¿Como si diera igual?

—Algo así. Quizá no debería habértelo contado.

—No, no, sí que debías, hermanito. Y te lo agradezco. —Robert calló unos momentos—. ¿Estás trabajando en algo interesante?

—Sí y no. Sí estoy, y no puedo hablarte de ello.

—Vale, pues buena suerte. Apuesto todo por ti.

Conversaron por espacio de otros treinta segundos acerca de temas inocuos y luego se despidieron. Al colgar, Puller se quedó mirando el teléfono y se imaginó a su hermano yendo de regreso a su celda. Sin tener nada que hacer, más que esperar al día siguiente, en que lo sacarían de su jaula durante una hora. Esperar la siguiente llamada telefónica de su hermano. O la siguiente visita. Todo quedaba totalmente fuera de su control. No había un solo segmento de su vida en el que tuviera la posibilidad de participar de verdad.

«Yo soy lo único que le queda.

»Y también soy lo único que le queda a mi padre.

»Ayúdame, Dios mío.

»Y a ellos también».