—¿Qué diablos está haciendo usted aquí?
Julie Carson no llevaba puesto el uniforme. Vestía unos vaqueros y una camiseta verde y sin mangas, del Ejército, y estaba descalza. Tenía unos brazos bronceados y musculados. Seguramente acudía al gimnasio todos los días y salía a correr a la hora del almuerzo para aprovechar el sol y conservar una figura esbelta, se dijo Puller.
Carson miró fijamente a Puller, que aguardaba de pie al otro lado de la puerta de su piso. Con los zapatos del uniforme de gala medía más o menos un metro noventa y cinco, y la anchura de sus hombros llenaba el umbral.
—Tengo unas cuantas preguntas más que hacerle.
—¿Cómo ha sabido dónde vivo?
—No pretendo insultar su inteligencia, pero soy investigador del Ejército y usted está en el Ejército. Es como consultar la guía telefónica.
—Aun así, no me agrada.
—Tomo nota. ¿Podemos continuar hablando dentro, en privado?
—Ya he hablado con usted.
—Así es, y como digo, tengo unas cuantas preguntas más.
—Estoy ocupada.
—Y yo estoy investigando un asesinato. El de un subordinado suyo.
En eso se abrió una puerta del descansillo y salieron dos jóvenes que se los quedaron mirando.
—Será mejor que entremos, general —observó Puller.
Carson miró a los dos jóvenes y a continuación se echó hacia atrás para dejar entrar a Puller. Después cerró la puerta y lo condujo pasillo adelante. Puller se fijó en lo lujoso del mobiliario, en los óleos de las paredes y en el buen gusto que dominaba en aquel piso situado frente al centro comercial Pentágono, a solo una parada de metro del edificio del mismo nombre.
—Lo tiene cómodo para ir al trabajo desde aquí.
—Así es —respondió Carson en tono cortante.
Se sentaron en el salón. Carson indicó a Puller un sillón tapizado y ella se acomodó en un pequeño diván que había enfrente.
En las paredes colgaban fotografías en las que aparecía la general acompañada de diversos políticos y militares de alta graduación. Cada una de aquellas personas, que en su mayoría eran varones, seguramente le habían servido de gran ayuda a lo largo de su carrera. Puller ya había visto otra foto parecida en su despacho del Pentágono.
—Tiene una casa muy bonita.
—A mí me gusta.
—Yo todavía vivo como si estuviera en la universidad.
—Pues lo siento mucho —repuso Carson, tajante—. Tal vez sea hora de que se haga adulto.
—Tal vez.
—No sé muy bien qué preguntas adicionales puede tener usted.
—Se basan en información nueva.
—¿Qué información nueva? —se burló Carson.
—Una relativa al coronel Reynolds. —Puller calló unos instantes y la perforó con la mirada.
—De acuerdo, estoy esperando. ¿O se supone que debo adivinar?
Puller sacó sin prisas su cuaderno reglamentario y destapó el bolígrafo. Durante todo ese tiempo no dejó de observar a Carson. Vio que la general se fijaba atentamente en sus condecoraciones. Con el uniforme de campaña uno no se ponía condecoraciones ni medallas, en cambio el uniforme de gala las exhibía en todo su esplendor. Y Carson no pudo por menos de sentirse impresionada. Tal como había comentado el SAC, Puller había sido todo un semental en el campo de batalla. Él nunca había concedido mucha importancia a aquellas cintas de colores y a aquellas chapas; lo que él recordaba eran las acciones que había detrás de los premios oficiales. Pero si aquel despliegue de fanfarronadas de los militares servía para captar al atención de una persona durante un interrogatorio, para él valían su peso en oro.
—Ha obtenido usted grandes logros, Puller —dijo la general con reprimida admiración.
—El único logro que persigo en este momento es encontrar a un asesino.
—Pues entonces está perdiendo el tiempo hablando conmigo.
—Yo creo que no.
—Vaya al grano de una vez. Tengo cosas mejores que hacer. Como ya le he dicho, mañana tengo que impartir la sesión informativa.
—Sí, estoy un tanto sorprendido de que no esté todavía en su despacho, cerciorándose de que todo esté perfecto para el cuatro estrellas.
—Ese asunto no es de su incumbencia. Y no olvidemos cuál de los dos posee la estrella. Estoy empezando a perder la paciencia. Y, para que lo sepa, tengo buenos contactos dentro de la CID.
—Estoy seguro. —Puller volvió la mirada hacia las fotografías de la pared y vio al actual director de la CID, que lo miraba de frente—. Y también estoy seguro de que son mejores que los que tengo yo.
—¡Pues entonces vaya al grano!
—Hábleme de lo que le contó el coronel Reynolds que estaba ocurriendo en Virginia Occidental. Concretamente, lo que lo tenía preocupado.
Carson lo miró con expresión de desconcierto.
—Ya le he dicho que Reynolds no me contó nada que estuviera ocurriendo en Virginia Occidental.
—Ya lo sé, lo tengo anotado en mi cuaderno. Solo he querido darle la oportunidad de corregirlo antes de que se vuelva permanente.
Los dos se miraron fijamente el uno al otro.
—No me gusta lo que pretende insinuar —dijo Carson.
—Y a mí no me gusta que me mientan.
—Está pasándose de la raya.
—Lo que pasa de la raya es proporcionarme información falsa para que me resulte mucho más difícil encontrar al asesino de Reynolds.
—¿Quién le ha dicho que yo sé algo a ese respecto?
—Soy investigador. Mi trabajo consiste en averiguar cosas.
—Si hay gente que va por ahí diciendo cosas falsas sobre mí, tengo todo el derecho de saberlo.
—Si es que son falsas. Pero si son ciertas, no.
Carson se cruzó de brazos y se reclinó en su asiento.
Puller se dio cuenta. Antes, su postura era agresiva: manos en las rodillas, torso inclinado hacia delante, estaba deseosa de decir la verdad y acabar con aquello. Pero ahora la situación había cambiado.
Carson debió de percibir dicha evaluación, porque dijo:
—Puller, yo contribuí a la revisión del manual de técnicas de interrogatorio, de manera que ahórrese la vergüenza de intentar interpretar mis actitudes.
—¿Quiere decir que mejoró las técnicas de interrogatorio?
—Usted sabe tan bien como yo que el Ejército se adhiere a la Convención de Ginebra.
—Sí, señora.
Pero Carson se apartó aún más y no estableció contacto visual directo. Puller decidió aprovecharse un poco más de aquella ventaja:
—¿Reynolds era buen soldado?
—Sí, lo era. Ya se lo he dicho.
—¿Y los buenos soldados siguen la cadena de mando?
—Sí.
—O sea que si yo le dijera que Reynolds habló de sus preocupaciones con otra persona, parece probable, digo yo, que también hubiera hablado de ello con su inmediato superior, es decir, usted. Reynolds poseía un águila, usted posee una estrella, tal como me ha señalado con toda claridad.
Carson cruzó las piernas y bajó ligeramente la barbilla.
—No sé qué decirle.
—A mí me parece que sí lo sabe. Bastará con que me diga la verdad.
—Puedo hacer que le metan en la cárcel por decir algo así.
—Pero no lo hará.
—¿Por qué? ¿Por respeto a su padre? Su padre hace mucho que rompió filas, Puller, así que no intente presionarme con eso, me da igual que sea una leyenda o que no.
—No estaba pensando en mi padre.
—Ya lo creo que sí. Ha puesto una cara de póquer que deja mucho que desear.
Puller prosiguió como si no la hubiera oído.
—Lo cierto es que estaba pensando en esa estrella que lleva en el hombro.
El semblante de Carson se endureció aún más. Dio la impresión de que estaba a punto de abalanzarse sobre Puller y agredirlo. Pero un interrogador tan avezado como él advirtió que por debajo de aquella dura coraza había una mujer que empezaba a tener miedo.
—¿Por qué? —preguntó Carson—. ¿Está pensando en arrancármela? Pues no se moleste. Me he partido el espinazo para conseguirla, me la he ganado.
—Lo cierto, señora, es que estaba pensando que tiene usted unos hombros lo bastante anchos para lucir esa estrella y, probablemente, como mínimo otra más.
Quedó patente que aquella táctica la había sorprendido. Descruzó los brazos y las piernas y se irguió en su asiento mirando el cuaderno de Puller.
Puller correspondió a su sutil gesto diciendo:
—Todo esto constará en el informe como si se hubiera dicho en la entrevista inicial que hemos tenido en el Pentágono.
—Francamente, no lo consideraba a usted capaz de emplear tales sutilezas, Puller.
—Como seguramente le ocurre a la mayoría de la gente.
Carson bajó la vista y se retorció los dedos, nerviosa. Cuando volvió a mirar a Puller, dijo:
—¿Le apetece salir a tomar un café? Me gustaría respirar un poco de aire fresco.
Puller se levantó.
—Invito yo.
—No —replicó Carson a toda prisa—. Quiero pagar yo, soldado.