Viejo.
De arquitectura impresionante.
Administrado con eficiencia.
Estos eran los pensamientos que llevaba Puller en la cabeza mientras iba andando en dirección al Club del Ejército y de la Marina, ubicado en la calle 17 NW, en el centro de Washington. Al entrar saludó con un gesto a los empleados que trabajaban en la zona de aparcacoches, subió el corto tramo de escaleras y miró a izquierda y derecha. Llevaba puesto su uniforme verde de gala. El Ejército estaba dejando atrás los uniformes verdes y blancos en favor de los azules. En esencia, estaba regresando a sus raíces. El azul había sido el color escogido por el Ejército Continental durante la guerra de Independencia para distinguir a los soldados de las colonias de sus adversarios británicos, que vestían casacas rojas. Y también fue el color del Ejército de la Unión en la guerra de Secesión.
Dos grandes guerras. Dos grandes victorias.
Los militares no tenían inconveniente en construir sobre la base de los éxitos del pasado.
Por regla general, Puller solo se ponía el uniforme de gala para asistir a una ocasión especial. Nunca vestía el uniforme de su rango cuando interrogaba a alguien. Se acordó de que cuando era sargento de primera, los oficiales lo miraban con menosprecio cuando les hacía preguntas, cosa que ya no ocurría ahora que era oficial. Y el personal militar de rangos inferiores podía quejarse, por medio de sus abogados, de que uno había intimidado a sus clientes haciendo alarde de su graduación. De modo que, por lo general, Puller usaba ropa de civil. En cambio hoy una vocecilla le había dicho que le convenía vestirse mejor.
A la derecha se encontraba el comedor principal del club. A la izquierda estaba el mostrador de recepción. Evitó ambos, se dirigió a las escaleras y comenzó a subirlas de dos en dos.
Había acudido temprano con un motivo concreto: no le gustaba que los demás lo buscaran, le gustaba buscarlos primero él a ellos.
Llegó a la segunda planta y miró en derredor. Vio salas de reuniones y comedores pequeños. En la tercera planta había una biblioteca, y en ella una mesa llena de orificios de bala, de haber sido volcada y utilizada como escudo por soldados americanos durante una escaramuza ocurrida en Cuba más de un siglo antes.
En la segunda planta había además otra cosa que atrajo su atención. Un bar. Si uno andaba buscando a un soldado que no se encontraba en su puesto o que estaba disfrutando de sus horas de ocio, lo más probable era que lo hallase en un bar.
Observó el interior del recinto a través del cristal de la puerta. Había cuatro personas, todas varones. Uno del Ejército, otro de la Marina y dos individuos trajeados. Estos últimos se habían aflojado la corbata y estaban estudiando unos papeles con los tipos de uniforme. Tal vez se tratara de una reunión de trabajo que se había prolongado en el bar.
Estaba claro que ninguno de ellos era el misterioso remitente del mensaje de texto.
A continuación buscó un puesto de observación y lo encontró casi de inmediato. Al fondo había un cuarto de aseo que contaba con una pequeña antesala cuya puerta se encontraba abierta. Allí había un espejo de gran tamaño. Puller tomó posición delante de este y descubrió que representaba una atalaya excelente para vigilar la entrada del bar.
Cada vez que entraba una persona en el servicio, Puller fingía estar arreglándose la ropa en el espejo o estar hablando por el teléfono móvil.
Consultó el reloj.
Las siete en punto.
Entonces fue cuando la vio.
Venía de uniforme. Puller ya contaba con ello, tras haber notado el detalle de que en el mensaje había indicado la hora al estilo militar. Los militares eran muy puntuales, era una cosa que le inculcaban a uno durante el periodo de formación.
Contaría treinta y pocos años, era esbelta y de estatura media, y tenía un rostro agradable y enmarcado por un cabello corto. Llevaba unas gafas de montura metálica y uniforme azul de gala, y portaba la gorra reglamentaria en la mano derecha. Puller se fijó en la barra plateada que lucía en el hombro, que denotaba que su graduación era la de teniente primero. En el Ejército de Estados Unidos había dos tipos de oficiales: los de carrera y los técnicos. Ella pertenecía a la primera categoría, y por lo tanto su graduación era superior a la de Puller. Su estatus lo concedía el presidente del país, mientras que el de Puller correspondía al secretario para el Ejército. Si él llegaba a obtener el rango de segundo oficial técnico, recibiría un estatus de oficial por parte del presidente. Pero en el escalafón militar seguiría estando por debajo de los auténticos oficiales. Estos habían estudiado en West Point, o en ROTC u OCS, mientras que él no. Ellos eran generalistas, él era un especialista. Y en el Ejército, los que mandaban eran los generalistas.
La oficial escrutó el bar a través del cristal.
Puller solo necesitó cuatro zancadas para llegar hasta ella.
—¿Prefiere hacer esto en privado, teniente?
La oficial se volvió y, seguramente gracias a la formación militar que había recibido, reprimió un grito y en su lugar dejó escapar una exclamación ahogada. Tuvo que levantar la vista para mirarlo. El calzado reglamentario de las mujeres no podía tener tacones que midieran más de siete centímetros. Ella había escogido los más altos, y aun así parecía una niña al lado de Puller.
Al ver que la oficial no decía nada, Puller posó la mirada en el lado derecho de su uniforme y vio el nombre que figuraba en la placa.
—¿Teniente Strickland? ¿Deseaba hablar conmigo?
A continuación desplazó la mirada hacia el lado izquierdo y observó las filas de condecoraciones, pero no encontró nada que fuera como para quitarse el sombrero, y tampoco había esperado encontrárselo. Como el Ejército excluía a las féminas del combate, las distinciones que podían obtener estas sobre el terreno eran muy limitadas. Si no hay sangre, no hay gloria.
Vio que la mirada de ella también se desviaba hacia sus condecoraciones y que abría unos ojos como platos al advertir lo enormes que eran tanto su experiencia en el combate como sus logros militares.
—¿Teniente Strickland? —repitió Puller, esta vez en tono más suave—. ¿Quería hablar?
Ella lo miró a los ojos y cambió de color.
—Perdone, es que no esperaba… Quiero decir…
—No me gusta que me busquen, teniente. Prefiero buscar yo.
—Sí, naturalmente, me doy cuenta de ello.
—¿Cómo ha averiguado mi número para enviarme el mensaje?
—Por un amigo de un amigo.
Puller señaló las escaleras.
—Arriba tienen una zona más reservada.