—¿Qué está haciendo aquí, oficial?
Puller lo miró al tiempo que adoptaba la posición de firmes.
—Informar, señor —respondió.
Su padre estaba sentado en una silla, al lado de la cama. Llevaba puesto el pantalón del pijama, una camiseta blanca y una bata de algodón azul clara anudada a la cintura. Y también calcetines y zapatillas para abrigar sus pies largos y estrechos. En otra época había medido más de un metro noventa, pero la fuerza de la gravedad y la enfermedad le habían hecho encoger cinco centímetros. Ahora, cuando estaba de pie ya no sobresalía por encima de la mayoría de la gente, y tampoco se ponía de pie tan a menudo. Lo cierto era que su padre no salía prácticamente nunca de la habitación que ocupaba en el hospital militar. Había perdido casi todo el pelo, y el que aún le quedaba era blanco y algodonoso, como si se hubiera cosido varias torundas juntas, y se le extendía en torno a la cabeza rozándole las orejas.
—Descanse —dijo Puller sénior.
Puller se relajó, pero permaneció de pie.
—¿Qué tal el viaje a Hong Kong, señor? —preguntó.
Puller odiaba aquel juego de ficción, pero los médicos decían que era mejor practicarlo. Aunque él no concedía mucho crédito a los loqueros, respetó su pericia, sin embargo iba perdiendo poco a poco la paciencia.
—El avión de transporte pinchó una rueda en el momento del despegue, de manera que no consiguió elevarse. Casi acabamos cayendo al mar.
—Lo lamento, señor.
—No tanto como yo, oficial. Necesitaba un poco de diversión.
—Sí, señor.
Cuando su padre lo miró, lo primero que advirtió Puller fue el cambio operado en sus ojos. También formaba parte de la leyenda del Ejército que Puller sénior era capaz de matar con la mirada, pues provocaba en la persona un sentimiento tan profundo de haberle fallado, que esta terminaba por encogerse sobre sí misma y morir. No era verdad, naturalmente, pero Puller había hablado con muchos hombres que habían prestado servicio con su padre, y todos y cada uno de ellos sabían por experiencia propia cómo era aquella mirada. Y todos y cada uno de ellos decían que la recordarían hasta el fin de sus días.
Sin embargo, ahora los ojos de su padre eran meras pupilas colocadas en medio de la cabeza. No estaban muertas, pero tampoco llenas de vida. Eran azules, pero inexpresivas y vacías. Puller recorrió con la mirada los confines de aquella habitación exigua y anodina, idéntica a cientos de habitaciones más, y llegó a la conclusión de que, en muchos aspectos importantes, su padre ya estaba muerto.
—¿Alguna orden, señor? —le preguntó.
Su padre tardó unos momentos en responder. Era frecuente que Puller no tuviera ninguna respuesta a aquella pregunta cuando venía a verlo, por eso lo sorprendió obtenerla ahora:
—Se ha terminado, oficial.
—¿El qué, señor?
—Se acabó. Ya está hecho.
Puller dio un tímido paso al frente.
—No le sigo, señor.
Su padre había inclinado la cabeza, pero ahora se volvió para mirar a su hijo, y sus ojos resplandecieron como hielo azul bajo el sol.
—El chismorreo.
—¿El chismorreo?
—Hay que prestar atención a los rumores. Son falsos, pero al final ellos pueden más que uno.
Puller se preguntó si a la lista de dolencias que sufría su padre se habría sumado ahora la paranoia. Quizá la había tenido siempre.
—¿Quiénes pueden más que usted, general?
Su padre indicó la habitación haciendo un gesto despectivo con la mano, como si «ellos» estuvieran allí mismo.
—Las personas que cuentan. Los cabrones que dirigen el cotarro en el Ejército.
—No creo que nadie pretenda ir a por usted, señor. —Puller empezaba a desear no haber venido.
—Por supuesto que sí, oficial.
—¿Pero por qué, señor? Usted posee tres estrellas.
Puller se mordió la lengua demasiado tarde. Su padre se había jubilado con tres estrellas, alcanzado el rango de teniente general. Aquel habría sido un gran logro profesional prácticamente para cualquier persona que hubiera vestido de uniforme; pero Puller sénior pertenecía a ese raro percentil de hombres que esperaban alcanzar la cumbre misma de la montaña en todo lo que hacían.
En el Ejército era de todos bien sabido que Puller sénior debería haber obtenido una cuarta estrella. Y que también debería haber conseguido una cosa que codiciaba todavía más: la Medalla al Honor. Se la había ganado en el campo de batalla en Vietnam, respecto de ello no cabía la menor duda. Pero en el Ejército no contaba únicamente el valor demostrado en el combate, sino también la política observada cuando se estaba lejos de la batalla. Y lo cierto era que Puller sénior se había enemistado con muchas personas importantes que podían ejercer una gran influencia en su carrera profesional. Así pues, la cuarta estrella y la Medalla al Honor jamás le fueron concedidas. Y aunque su carrera continuó progresando después de aquel desaire, no avanzó siguiendo la misma línea. Cuando la trayectoria dejaba de ser ascendente, los objetivos situados más arriba dejaban de ser accesibles. Ya no se alcanzaban nunca. Él no los alcanzó nunca. Tenía tres estrellas y todas las medallas, salvo la única que había deseado conseguir por encima de todas las demás.
—Es por culpa de él —escupió su padre.
—¿De quién?
—¡De él!
—No sé a quién se refiere.
—Al comandante Robert J. Puller, de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Despido deshonroso. Condenado en consejo de guerra por traición. Encerrado de por vida en los Pabellones Disciplinarios. Me echan la culpa a mí de lo que hizo ese cabrón. —Su padre guardó silencio durante unos instantes, respiró hondo con un gesto de furia y agregó—: Chismorreos. Los muy hijos de puta.
A Puller se le hundió el semblante de pura decepción. Su hermano ya había sido condenado y encarcelado mucho antes de que se jubilara su padre. Y aun así, este culpaba a su hijo de los problemas que había tenido en su carrera. En el campo de batalla, Puller sénior nunca había esquivado la menor responsabilidad, aceptaba tanto el mérito como la culpa. Sin embargo, fuera del campo de batalla la cosa cambiaba bastante. Su padre era de los que señalaban con el dedo. Hacía recaer la culpa en las personas que menos podían tenerla. Podía ser mezquino y rencoroso, injusto y cruel, inflexible y brutal. Aquellos rasgos de personalidad también podían aplicarse a su faceta de padre.
Normalmente, Puller decía algo antes de marcharse. Continuaba con aquella ficción, tal como le habían rogado los loqueros. Cuando ya se encaminaba hacia la puerta, su padre le dijo:
—¿Adónde va, oficial?
Puller no respondió.
—¡Oficial! —vociferó su padre—. No se le ha concedido permiso para retirarse.
Puller continuó avanzando hacia la salida.
Fue recorriendo el pasillo del hospital militar, que estaba lleno de soldados viejos, enfermos y moribundos que se habían entregado en cuerpo y alma para que el resto del país pudiera vivir en paz y prosperidad. Siguió oyendo los gritos de su padre hasta que estuvo a cien metros de distancia. Desde luego, el viejo nunca había tenido problemas pulmonares.
Cuando llegó a la salida, no volvió la vista atrás.
El momento de la familia se había terminado.
Lo que tocaba ahora era el Club del Ejército y de la Marina.
Estaba de nuevo en mitad de la acción.
Donde de verdad se sentía a gusto.