Salieron del despacho del J2, torcieron a la izquierda para enfilar el Pasillo 9 y tomaron el ascensor que llevaba al sótano. El nivel inferior del Pentágono era un desconcertante laberinto de corredores pintados de un tono blanco hospital que jamás veían ni un resquicio de sol. Según las leyendas populares del Pentágono, allí abajo había todavía empleados del Departamento de Defensa que desde los años cincuenta continuaban vagando sin rumbo, en el intento de encontrar la salida.
El personal del J23 estaba formado por analistas y expertos en artes gráficas, unas dos docenas en total, que metódicamente daban forma cada semana al libro de las sesiones informativas, sirviéndose de inteligencia procedente no solo de la DIA sino también de otras agencias como la CIA y la NSA. A continuación la adaptaban a las preferencias del presidente actual. Era una presentación en PowerPoint impresa en papel y bastante sucinta, puesto que iba sin dilación al meollo del asunto. En el Ejército, la brevedad era una virtud que se anteponía a todas las demás.
El personal del J23 era una mezcla de civiles y agentes uniformados, por consiguiente Puller vio uniformes de campaña, uniformes antiguos de color verde, uniformes nuevos de color azul, pantalones normales, camisas y alguna que otra corbata. Aquella unidad funcionaba las veinticuatro horas del día, y la ventaja que tenían los del turno de noche era que podían usar camisetas polo. Reynolds había sido el oficial de mayor graduación de aquel departamento.
Dado que el J23 se hallaba alojado en una SCIF, o Instalación para Información Compartimentada Sensible, Puller y Bolling tuvieron que depositar sus teléfonos móviles y demás dispositivos electrónicos dentro de una taquilla de la entrada. En el interior de una SCIF no estaba permitido tomar fotografías ni comunicarse con el exterior.
Les franquearon el paso y Puller recorrió la zona de recepción con la mirada. Se parecía a otras muchas que había visto en el Pentágono. Aquel lugar era el único por el que se podía entrar o salir, a excepción, posiblemente, de una salida de emergencia en caso de incendio que debía de haber en la parte de atrás. Al final del pasillo había un amplio espacio ocupado por varias hileras de cubículos individuales en los que los analistas y los artistas se afanaban por preparar el producto que iba a estudiar detenidamente la general Carson a las cinco de la madrugada del día siguiente. Allí abajo la iluminación era tenue. La de los cubículos era mejor, pero aun así Puller se dijo que la mitad de aquellas personas seguramente iban a necesitar gafas después de pasar ni siquiera un año luchando contra los terroristas sentados a su mesa y prácticamente a oscuras.
Puller y Bolling enseñaron su documentación y obtuvieron el acceso a los compañeros de trabajo de Reynolds, cuyo oficial de mayor graduación era un teniente coronel. Había una pequeña sala de reuniones en la que Puller llevó a cabo las entrevistas. Habló con cada persona por separado, lo cual constituía una táctica bastante habitual. Los testigos que eran interrogados a la vez tendían a dar respuestas idénticas, aunque de entrada tuvieran información distinta y puntos de vista diferentes. Puller les informó, y Bolling se lo confirmó, que contaba con autorización para todo, hasta «TS/SCI con polígrafo» y una «necesidad de conocer válida». En el mundo de la inteligencia militar estas frases abrían muchos labios sellados y muchas puertas cerradas.
Los compañeros de Reynolds expresaron más asombro y pena que su oficial al mando por la muerte de Matthew Reynolds. Sin embargo, tampoco pudieron proporcionar información de utilidad ni pista alguna respecto del motivo por el que Reynolds había sido asesinado. El trabajo de Reynolds, aunque era material clasificado, no contenía nada que pudiera haber dado lugar a su muerte, dijeron. Cuando terminó, Puller reconoció que su investigación seguía estando en el mismo punto que cuando entró en aquel edificio.
Seguidamente registró el despacho de Reynolds, que permanecía precintado desde que su ocupante partió hacia Virginia Occidental y fue asesinado. Mientras que el departamento J23 era técnicamente un espacio abierto de almacenaje, lo cual quería decir que si uno guardaba una cosa en un sitio no había peligro de que nadie se la llevara, así y todo era posible que Reynolds tuviera una caja fuerte en su despacho. Resultó que no la tenía. Y Puller tampoco logró encontrar allí dentro nada que lo ayudara en la investigación. Era una oficina limpia y sobriamente amueblada, y los archivos del ordenador, los cuales escrutó en presencia de Bolling, no arrojaron ninguna pista.
Salió del J23, recuperó su teléfono móvil de la taquilla, regresó hasta una de las entradas principales acompañado por Bolling y allí se despidió de este. A continuación fue a buscar su coche al enorme aparcamiento exterior. Pero en vez de marcharse de inmediato, se sentó en el capó del Ford de color verde oliva y contempló durante unos instantes aquel edificio de cinco plantas que constituía la oficina más grande del mundo. El 11 de septiembre de 2001 había recibido un violento puñetazo en la cara, pero después había resurgido más fuerte que nunca.
Ya en la década de 1990 el Pentágono había iniciado una larga reforma del edificio, que por aquel entonces tenía casi sesenta años de antigüedad. Cosa irónica, la primera sección que se terminó fue la que sufrió el impacto del jumbo de American Airlines pilotado por unos dementes. Más de diez años después, casi se había completado la reforma de todo el edificio. Constituía un testimonio de la capacidad de resistencia de Estados Unidos.
Volvió la vista hacia el otro lado y vio a los hijos del personal del Pentágono jugando protegidos por la cerca de la guardería ubicada dentro del recinto. Supuso que aquello era por lo que luchaban siempre los militares, por los derechos y las libertades de la siguiente generación. Al contemplar a aquellos niños lanzándose por toboganes de plástico y montando caballos de juguete, Puller se sintió un poco mejor. Pero solamente un poco. Todavía tenía que atrapar a un asesino, y no tenía la impresión de estar más cerca de alcanzar su objetivo que cuando le asignaron el encargo.
De pronto le vibró el teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo. El mensaje de texto era breve pero interesante:
CLUB EJÉRCITO Y MARINA. CENTRO CIUDAD. HOY 1900. LE BUSCARÉ.
No sabía quién había enviado el mensaje, pero era obvio que el remitente sabía cómo ponerse en contacto con él. Observó unos instantes más el texto y después guardó el teléfono. Consultó el reloj. Tenía tiempo suficiente. De todas formas, cuando vino aquí ya tenía intención de hacer aquello. Y después de conocer a la disfuncional familia Cole, le parecía todavía más importante.
Pisó el acelerador y dejó el Pentágono en el espejo retrovisor.