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Aquella tarde, Puller se subió a bordo de un avión comercial que despegó de Charleston con rumbo este. Menos de una hora más tarde aterrizaba en el aeropuerto de Dulles. Alquiló un coche y pasó por la sede de la CID en Quantico para informar a su SAC, Don White. Después fue a su apartamento y sacó al gato. Mientras este disfrutaba de un poco de aire fresco, él le llenó los cuencos de comida y de agua y limpió la caja de arena.

Había concertado una cita para el día siguiente con el que había sido el superior de Matthew Reynolds en la Agencia de Inteligencia de Defensa. Después de dormir seis horas seguidas, se despertó, desayunó, corrió ocho kilómetros, levantó unas cuantas pesas en el gimnasio de Quantico, se dio una ducha, hizo varias llamadas telefónicas y terminó un poco de papeleo que tenía pendiente.

Se vistió el uniforme de campaña, cogió su coche de alquiler y tomó dirección norte, hacia el Pentágono. En la boca del metro de la estación Pentágono lo aguardaba un agente especial de la Oficina de Contrainteligencia y Seguridad de la DIA que lo condujo al interior del edificio. Ambos mostraron su identificación, anunciaron que iban armados y recibieron permiso para entrar sin ir acompañados de una escolta.

El agente de la DIA se llamaba Ryan Bolling. Era un compacto ex marine de poco más de un metro setenta y cinco que llevaba diez años en la DIA. Actualmente ya era un civil, al igual que todo el personal de la Oficina de Contrainteligencia y Seguridad de la DIA.

Mientras caminaban, Puller le preguntó:

—Creía que ustedes estarían más deseosos de intervenir en este caso. Me siento un poco solo, sin que me acompañe nadie.

—No es responsabilidad mía. Yo me limito a hacer lo que me ordenan, Puller.

Recorrieron el Pasillo 10 hasta el Anillo A y después continuaron navegando por el complicado sistema de corredores del Pentágono hasta que llegaron hasta el despacho del J2. Había una amplia zona de recepción en la que se encontraban la secretaria ejecutiva y las demás secretarias. En la pared del fondo estaba la puerta del despacho del J2, con los colores nacionales más el distintivo del contraalmirante, que era rojo con dos estrellas blancas. Puller había estado allí una sola vez, varios años atrás. El despacho estaba bien amueblado y lucía la típica pared en la que uno exhibía los títulos y los logros profesionales, repleta de fotografías del contraalmirante acompañado de sus amigos famosos.

El J2 se encontraba de viaje en el extranjero. Su segundo al mando, el vicepresidente, se hallaba situado a la izquierda. Su distintivo rojo contenía una sola estrella. A la derecha había una pequeña sala de reuniones en la que el J2, o el vicepresidente si él se encontraba ausente, celebraba las juntas del Estado Mayor. También acudía allí todos los días a las cinco de la mañana para repasar la habitual sesión informativa que impartiría más tarde al presidente de los jefes del Estado Mayor.

Puller había recibido autorización para hablar con el vicepresidente. Se trataba de una mujer, miembro del Ejército, la general Julie Carson, que también era la superior directa de Matt Reynolds.

Antes de entrar en el despacho de la vicepresidenta, Puller preguntó a Bolling:

—¿Qué sabemos de Carson?

—Tendrá que averiguarlo usted mismo. Por mi parte, es la primera vez que la veo.

Momentos más tarde, Puller estaba sentado ante la general Carson. Bolling ocupaba el asiento de enfrente. Carson era una mujer alta, delgada y taciturna. Tenía el cabello rubio y corto, e iba vestida con el uniforme de gala.

—Seguramente podríamos haber resuelto esto por teléfono —empezó Carson—. No tengo gran cosa que decirle.

—Prefiero conversar cara a cara —repuso Puller.

Carson se encogió de hombros.

—Ustedes, los de la CID, deben de tener más tiempo libre que el resto de nosotros. —Dirigió una mirada a Bolling—. Seguro que está usted encantado de hacer de niñera de este caballero.

Bolling se encogió de hombros.

—Voy adonde me ordenan, señora.

—Bien —empezó Puller—, la persona asesinada tenía el rango de coronel. Estaba encargado del departamento J23 y de supervisar la preparación de la sesión informativa para el J2 y para el presidente de los jefes del Estado Mayor. En cuanto se descubrió que estaba en la DIA, le llegó un aluvión de informes a usted, señora, al J2, al director de la DIA y a personalidades situadas más arriba todavía. Hasta el secretario para el Ejército ha expresado su interés.

Carson se inclinó hacia delante.

—¿Y bien?

Puller también se inclinó.

—Francamente, su actitud relajada me desconcierta.

—Mi actitud no es relajada. Simplemente, no creo tener ninguna información que pueda resultar útil para la investigación.

—Bueno, veamos si yo puedo hacerla cambiar de opinión. ¿Que puede usted decirme del coronel Reynolds?

—Nuestras respectivas trayectorias profesionales se cruzaron de vez en cuando. Estábamos equiparados en cuanto a la graduación, hasta que hace unos años yo empecé a ascender más deprisa. Fue irónico que yo terminase obteniendo una estrella y él no. Sin embargo, él quería salir y yo quería la estrella. Era una buena persona y un buen soldado.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—El viernes antes de que lo hallaran muerto. Tenía previsto marcharse temprano para ir a Virginia Occidental. Tuvimos una reunión acerca de un asunto en el que estaba trabajando, y después se fue. De hecho, nos reunimos en la sala de juntas que hay al otro lado del pasillo.

—¿Parecía estar alterado o nervioso por algo?

—No, se le veía totalmente normal.

—¿Dice que ambos prestaron servicio juntos en otros lugares?

—Sí. Por ejemplo, en Fort Benning.

—Conozco bien ese sitio.

—Ya lo sé. He leído su historial. ¿Y cómo está su padre?

—Bien.

—No es eso lo que tengo entendido.

Puller no dijo nada. Miró a Bolling. Este, por lo visto, no sabía de qué estaban hablando. Carson se percató de que Puller no pensaba reaccionar de ningún modo, así que cambió de tema.

—¿Cómo es que un soldado que posee un historial de combate como el suyo y unas cualidades de liderazgo como las suyas termina trabajando en la CID?

—¿Y por qué no?

—Los mejores y los más inteligentes están destinados a hacer cosas más importantes, Puller. Su destino es asumir el mando.

—¿Los mejores y los más inteligentes cometen alguna vez un delito?

Carson puso cara de desconcierto, pero respondió:

—Supongo que sí.

—Entonces, ¿cómo vamos a poder atraparlos, si la CID no cuenta también con los mejores y los más inteligentes?

—Puller, no es un chiste. Si usted hubiera elegido ir a West Point, algún día podría estar aquí sentado, con una estrella en el hombro y otras más que conseguir en el futuro.

—Las estrellas pesan mucho, señora. Y a mí me gusta sentirme ligero.

Carson frunció los labios.

—Puede que no esté usted hecho para asumir el mando. Le gusta demasiado tomarse las cosas a broma.

—Puede ser —repuso Puller—. Pero esta reunión no tiene que ver con las deficiencias de mi carrera profesional, y no deseo robarle a usted más tiempo del que sea absolutamente necesario. Como usted misma ha dicho, está muy ocupada. ¿Qué más puede decirme de Reynolds?

—Que desempeñaba muy bien su trabajo. Lograba que el personal del J23 funcionase como una maquinaria bien engrasada. Las sesiones informativas eran fuertes, y los análisis en que se sustentaban eran muy certeros. Pensaba jubilarse y pasarse al sector privado, lo cual suponía una pérdida para este país. Dentro de la DIA no andaba metido en nada que pudiera dar lugar a que lo asesinaran en Virginia Occidental. ¿Le basta con eso?

—Si ayudaba a preparar las sesiones informativas, debía de tener acceso a información clasificada y potencialmente valiosa.

—Aquí tenemos a muchas personas que reúnen los requisitos para dicha distinción. En esta oficina jamás hemos tenido problemas en lo que se refiere al personal. Y no creo que el primero lo creara Reynolds.

—¿Tenía problemas de dinero, o personales? ¿Alguna motivación para venderse a un enemigo?

—Eso no resulta nada fácil, Puller. Mi personal está vigilado por los cuatro costados. Reynolds no tenía problemas económicos. Era lo más patriótico que se puede ser. Estaba felizmente casado. Sus hijos eran chicos normales y bien adaptados. Era diácono de su iglesia. Estaba deseando jubilarse y labrarse una carrera nueva en el sector privado. No hay nada que buscar.

Puller miró a Bolling.

—¿Han tenido ustedes ocasión de investigar a Reynolds por alguna razón?

Bolling respondió con un gesto negativo.

—Hoy mismo lo he consultado, antes de venir aquí. Estaba limpio como una patena. No había motivos para ningún chantaje ni nada parecido.

Puller volvió a dirigirse a Carson.

—Así que usted estaba enterada de que pensaba desplazarse a Virginia Occidental.

—Sí, me lo dijo él mismo. Sus suegros estaban enfermos, de manera que iba y venía todos los fines de semana. Ello nunca interfería con su trabajo, por lo tanto yo no tenía inconveniente.

—¿Alguna vez le comentó que hubiera sucedido allí algo que se saliera de lo normal?

—Nunca me comentaba nada de Virginia Occidental, y punto. Se trataba de temas personales de su familia, y yo nunca le preguntaba nada. No era asunto mío.

—Pues alguien lo asesinó allí a él y a su familia.

—Sí, en efecto. Y su misión consiste en descubrir quién ha sido.

—Que es lo que estoy intentando hacer.

—De acuerdo, pero, en mi opinión, la respuesta se encuentra en Virginia Occidental, no en el Pentágono.

—¿Conocía usted a su esposa?

Carson echó una ojeada a su reloj y otra a su teléfono.

—Dentro de poco espero una conferencia telefónica. Y como el J2 está fuera del país, la sesión informativa del presidente he de presentarla yo.

—Procuraré ser breve —dijo Puller, pero sin dejar de mirarla con gesto expectante.

—Conocía a Stacey Reynolds solo por medio de su marido. La veía personalmente en algún acto social ocasional. Teníamos amistad, pero no éramos muy amigas. Eso es todo.

—¿Y el coronel Reynolds nunca mencionó que estuviera ocurriendo algo inusual en Virginia Occidental?

—Me parece que ya le he contestado a eso.

Puller la miró sin perder la paciencia.

—No, nunca mencionó nada —dijo Carson, y Puller anotó aquello en su cuaderno.

—Cuando me asignaron este caso, me dijeron que era «inusual». Supuse que era inusual porque se refería al asesinato de un oficial de la DIA que poseía acceso a información de inteligencia de máximo secreto.

—Gracias a Dios, no es frecuente que asesinen a personas así, de manera que no me extraña que se considerase un incidente inusual.

—No, yo creo que ese término hacía referencia al hecho de que pensaban destinar muy pocos efectivos a esta investigación. Y si Reynolds no estaba haciendo nada de importancia para la DIA y usted considera que su asesinato no ha tenido nada que ver con el trabajo que desempeñaba aquí, ¿por qué me lo describieron como un caso inusual? Pasa a ser un homicidio más.

—Dado que yo no fui la persona que se lo describió de ese modo, no tengo forma de responder a esa pregunta —replicó Carson, mirando de nuevo el reloj.

—¿Se le ocurre alguna otra cosa que pudiera ayudarme en mi investigación?

—No se me ocurre ninguna.

—Voy a tener que interrogar a los compañeros de trabajo de Reynolds.

—Oiga, Puller, ¿de verdad es necesario eso? Ya le he dicho yo todo lo que había que decir. Mi personal está muy ocupado intentando mantener a salvo este país. Lo último que necesitan es que los distraiga un asunto como este, que no tiene nada que ver con ellos.

Puller irguió la espalda y cerró su cuaderno.

—General Carson, han asesinado a un amigo y colega suyo. Yo he recibido el encargo de averiguar quién ha perpetrado ese crimen, y tengo la intención de cumplir dicha misión. Necesito hablar con sus compañeros de trabajo. Procederé de manera eficiente y profesional, pero voy a hacerlo. Ahora mismo.

Ambos se taladraron mutuamente con la mirada, un enfrentamiento que terminó ganando Puller.

Carson cogió su teléfono y efectuó varias llamadas. Cuando Puller se levantó para marcharse, le dijo:

—Puede que me haya equivocado con usted.

—¿En qué sentido?

—Puede que sí tenga lo que hace falta para mandar.

—Puede —respondió Puller.