La oficina satélite de Trent era un edificio de hormigón de una sola planta, pintado de amarillo claro, al que se llegaba por un tortuoso camino de grava. En el aparcamiento había aproximadamente una docena de coches y camionetas. Uno de los coches era un Mercedes S550, y se encontraba estacionado justo al lado de la puerta.
—¿Ese es el de Bill Strauss? —preguntó Puller cuando pasaron junto a él de camino a la entrada del edificio.
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Estaba aparcado delante de La Cantina, y, aparte de él, la única persona de este pueblo que puede permitirse un juguetito así es Roger Trent, que actualmente está de viaje. Strauss ha llegado aquí antes que nosotros, probablemente nos adelantó cuando yo le dije a usted que parase un momento. O quizás ha tomado otra ruta. —Recorrió con la mirada el destartalado edificio—. Habría esperado que el COO de la empresa trabajase en unas oficinas más elegantes.
—La filosofía de la empresa de Trent consiste en llevarse el dinero a casa, no en malgastarlo en oficinas situadas en mitad de una explotación minera. Hasta el despacho que tiene Roger en la sede central de la empresa es espartano.
—¿De modo que hay una explotación cerca de aquí?
—Una estación de carga como la que le enseñé anoche. Y como un kilómetro al norte hay una mina a cielo abierto.
—¿Así que tan cerca de aquí efectúan voladuras?
—En Drake, las voladuras están cerca de casi todo. Por eso se ha reducido tanto la población. A nadie le apetece vivir en una zona de combate. —Dirigió una mirada rápida a Puller—. A excepción de los militares —se apresuró a añadir.
—Créame, los soldados preferirían no vivir en una zona de combate.
—¿Con qué persona de aquí quiere hablar? —inquirió Cole.
—Empecemos por arriba del todo.
Penetraron en el edificio, en el mostrador de recepción preguntaron por Strauss y una persona los acompañó hasta su despacho. Este estaba forrado de madera contrachapada, carente de todo gusto. La mesa escritorio era barata, y las sillas también. En un rincón había varios armarios archivadores metálicos, apilados unos sobre otros, y el otro rincón se hallaba ocupado por un sofá raído y una mesita de centro mellada por los bordes. Había otra puerta que Puller imaginó que daba a un baño privado. Seguramente Strauss no pasaba por lo de tener que orinar en compañía de sus empleados.
Sobre la mesa había un reluciente ordenador provisto de una pantalla de veintitrés pulgadas. Fue la única señal que vio Puller de que al imperio Trent había llegado la tecnología moderna, y que no solo se surtía de muebles donados de segunda mano. Cuando se acordó de la mansión en que había estado la noche anterior, comprendió lo que había querido decir la sargento.
«Sí que es verdad que el dinero prefieren llevárselo a casa. Por lo menos eso es lo que hacen los jefazos».
Strauss se levantó de su mesa y les dio la bienvenida. Se había quitado la chaqueta del traje y dejaba ver una barriga cervecera que pugnaba por salir debajo de la camisa blanca y almidonada con puños franceses. La chaqueta colgaba de un gancho que había detrás de la puerta. Tenía los dedos amarillentos de nicotina, y debía de haber apagado un cigarrillo momentos antes en el rebosante cenicero, porque la habitación estaba cargada de humo. Puller agitó la mano en el afán de dispersarlo, mientras que Cole hacía varias inspiraciones profundas; a lo mejor estaba intentando aspirar la mayor cantidad posible de aire contaminado, se dijo Puller. Humo de segunda mano inhalado con gratitud.
—Gracias por recibirnos, Bill —dijo Cole.
—No hay problema, Sam. Si esta mañana hubiera sabido que deseabas verme, podríamos haber conversado en La Cantina —contestó Strauss a la vez que indicaba dos sillas.
—Procuraremos no robarte demasiado tiempo —dijo Cole.
—Tengo entendido que anoche cenaste con Jean.
—Sí. Nos invitó a varias personas, ahora que Roger está de viaje.
—Y a propósito, ¿adónde ha ido Roger? —inquirió Puller.
—Tiene asuntos de trabajo en Nueva York —respondió Strauss.
—¿Asuntos de trabajo en Nueva York? —repitió Puller—. Yo creía que esta empresa era de capital cerrado.
Strauss le sostuvo la mirada.
—Y así es. Trent Exploraciones es una empresa de capital cerrado. Pero también obtiene muy buenos beneficios en el sector energético. Lo cual la vuelve muy atractiva para toda clase de inversores.
—¿Así que Trent está pensando en salir a bolsa? —preguntó Puller.
Strauss esbozó una sonrisa tensa.
—La verdad es que sobre ese tema no puedo hacer comentarios —dijo—. Y tampoco veo qué relación puede guardar eso con su investigación. —Volvió a sentarse y miró a Cole—. Bien, ¿en qué puedo ayudaros?
—Como ya te dije antes, necesitamos hablar con los compañeros de Molly Bitner. Pero antes de eso me gustaría que nos facilitaras una descripción del trabajo que desempeñaba ella aquí. Y también queremos saber cuánto tiempo llevaba trabajando en Trent.
Strauss se reclinó en su asiento y entrelazó las manos por detrás de la cabeza. Bajó la mirada hacia la cajetilla de Marlboro que reposaba sobre la mesa y hacia el atestado cenicero que había al lado, pero debió de decidir abstenerse, por el momento, de encender otro cigarrillo.
Puller lo estudió atentamente a él y a su lenguaje corporal mientras esperaba a que contestase.
—Llevaba aquí unos cuatro años. Antes había trabajado en otra de nuestras oficinas, la que está situada al norte del pueblo.
—¿A qué se debió el cambio? —quiso saber Puller.
Strauss le lanzó una mirada.
—Es frecuente que cambiemos a los trabajadores de una oficina a otra, en función de las necesidades de la empresa y también en función de los deseos de los propios trabajadores. La otra oficina trabajaba más con una mina a cielo abierto que hay allí cerca. Esta oficina se encarga más de las operaciones centralizadas, es una especie de cámara de compensación entre unas y otras. No puedo decirle el motivo exacto. Desconozco la razón por la que vino aquí Molly. Tal vez pueda decírselo alguno de sus compañeros de trabajo.
—Tenga por seguro que se lo preguntaremos —repuso Puller.
—¿Y qué es lo que hacía aquí? —preguntó Cole.
—Archivar, contestar al teléfono, atender pedidos. Tareas bastante normales. No estaba en posición de ordenar nada sin contar con la aprobación de sus superiores. Supongo que en el mundo de la empresa se la describiría como una secretaria o una ayudante del gerente de la oficina.
—¿Era buena trabajadora? ¿Causaba algún problema?
—Que yo sepa, nunca tuvimos problemas con ella.
—¿Advirtió usted en ella algo fuera de lo normal en estas últimas semanas?
—No. Pero tampoco tendría por qué. Como ya le dije, la conocía, naturalmente, pero apenas teníamos trato en el día a día.
—¿Sabía si tenía algún problema de dinero?
—Nadie le estaba embargando el sueldo, si se refiere a eso.
Hicieron unas cuantas preguntas más, y después Strauss los condujo hasta el cubículo en el que trabajaba el gerente de la oficina. Antes de que se fuera, Puller le preguntó:
—¿Qué tal está su hijo?
Strauss se volvió y lo miró de frente.
—Muy bien, ¿por qué?
—Simple curiosidad.
—Sabe perfectamente que no tenía derecho a preguntarle por su carrera militar. Y, francamente, las preguntas que le hizo me parecieron insultantes.
—Lamento que se lo parecieran. ¿Usted ha estado alguna vez en el Ejército?
—No.
—Pues si hubiera estado, seguramente no le habrían parecido preguntas insultantes.
Strauss miró a Cole, frunció el entrecejo y se marchó.