Cuando Jean Trent y Randy Cole entraron en La Cantina, todas las cabezas se volvieron hacia ellos. Jean Trent iba vestida con una falda corta azul oscuro, una blusa blanca sin mangas y zapatos de tacón. Se había maquillado con mano experta y, a pesar del trayecto en el Mercedes descapotable, venía impecablemente peinada. Fue una ola de glamour que penetró en el restaurante y seguramente dejó a todos los presentes, desde los obreros hasta los oficinistas, ligeramente mareados. Fue como si una estrella de cine hubiera decidido desayunar en el pueblo de Drake, Virginia Occidental.
Jean, sonriente, saludó con la mano a varias personas sentadas a las mesas. Randy ya no mostraba la actitud de gallito de la noche anterior; ahora caminaba encorvado y mirando al suelo. Llevaba unos vaqueros sucios y una camiseta blanca con una serigrafía de Aerosmith, y lucía un gesto de asco en el semblante.
Puller los observó a los dos un segundo y después se levantó y les hizo señas para que se acercaran.
—Jean, venga aquí. Tenemos sitio.
—Puller, por el amor de Dios —siseó Cole.
Puller la miró.
—¿No quiere pasar otro rato más con la familia?
Jean y Randy fueron hacia ellos. Puller se levantó para que Jean pudiera acomodarse en el sofá y luego volvió a sentarse. Randy se puso al lado de su otra hermana.
—¿Anoche estuviste en el cementerio? —le preguntó Cole—. Estoy bastante segura de que te vi.
—¿Acaso es ilegal? —murmuró su hermano.
—He acorralado a tu díscolo hermano de camino hacia aquí —dijo Jean—. Le he convencido de que desayunar con su hermana mayor no iba a ser tan grave. —Se volvió hacia él y añadió—: Y por lo que se ve, no te vendría mal poner un poco más de carne encima de esos huesos. Anoche apenas tocaste la cena.
—¿Qué estabas haciendo en el cementerio? —inquirió Cole.
—¿Qué estabas haciendo tú? —replicó Randy.
—Presentar mis respetos.
—Yo también. ¿Tienes algún puto problema con eso?
—Vale. No es necesario que te cabrees.
Randy miró en derredor.
—¿Podemos pedir el desayuno? Tengo hambre. —Se frotó la cabeza.
—¿Otra vez tienes jaqueca? —le preguntó Puller.
—¿Y a usted qué le importa? —saltó Randy.
—Era solo por preguntar. A lo mejor te viene bien comer algo.
Puller levantó una mano para hacer venir a la camarera.
Una vez que Jean y Randy hubieron pedido, Puller se llevó su café a los labios, bebió un sorbo y lo dejó de nuevo en la mesa.
—Tienes cara de necesitar urgentemente dormir unas cuantas horas.
Randy lo miró desde el otro lado de la mesa.
—Gracias por preocuparse.
—No me preocupo, simplemente observo. Ya eres mayorcito y puedes cuidarte solo.
—Ya, pues eso dígaselo a mis hermanas.
—Eso es lo que hacen las hermanas —repuso Puller—, preocuparse. Se preocupan por sus hermanos. Y después, cuando se casan, se preocupan por sus maridos.
—Ni siquiera sé dónde vives —dijo Cole a Randy—. ¿Tienes por lo menos un sitio donde alojarte, o vas saltando de casa en casa?
Randy lanzó una carcajada en tono grave.
—No tengo tantos amigos en Drake.
—Pues antes sí los tenías —terció Jean.
—Ya son todos mayores, se han casado, han tenido hijos —contestó Randy.
—Y tú podrías haber hecho lo mismo —le dijo Jean.
Randy posó la mirada en ella.
—Sí, Jean, tienes razón. Podría haberme casado con una gorda rica, y habríamos sido felices y habríamos comido perdices viviendo en una casa enorme y yendo por ahí al volante de un cochazo.
Jean no se inmutó siquiera. Puller supuso que probablemente ya había oído decir aquello mismo a muchas personas distintas.
—No creo que en Drake haya ninguna gorda rica, Randy —respondió—. Y por si estás pensando en cambiarte de acera, te diré que el único gordo rico que hay ya está cogido.
—Como sabemos todos —replicó su hermano.
Jean sonrió.
—A veces no sé por qué me tomo la molestia, de verdad.
—Nunca te he pedido que te la tomaras.
—Venga, Randy. Quieres que todos nos sintamos culpables. Andas furtivamente por el pueblo, nunca sabemos dónde estás, te presentas hecho un asco, coges un poco de dinero y vuelves a desaparecer. Esperamos a que llames, y cuando por fin llamas, resulta que nos preocupamos demasiado por ti. Anoche viniste a cenar solo porque no estaba Roger. Y no paras de meterte con todo el mundo, crees que tus bromitas sarcásticas son muy graciosas. Pobre Randy. Seguro que te encanta esa forma de actuar, ¿a que sí? De esa manera compensas la vida que no tienes.
Puller no se esperaba aquello, y por lo visto a Cole le sucedía lo mismo, porque exclamó en tono de reproche:
—¡Jean!
Puller miró a Randy, que no había apartado la vista de Jean.
—Continúa, hermanita, lo estoy disfrutando.
—Le he visto andando sin rumbo por la calle, como un cachorrillo perdido —dijo Jean—, y le he subido a mi coche. Le he traído aquí para que coma. Le he ofrecido un trabajo. Me he ofrecido a ayudarle del modo que pueda. Y lo único que recibo a cambio es que me arroje basura a la cara. Y ya estoy cansada de ello.
Había ido subiendo poco a poco el tono de voz, y en otras mesas había varias cabezas que habían empezado a volverse hacia ella. Además, Puller advirtió que la gente murmuraba por lo bajo.
Cole apoyó una mano en el brazo de su hermano.
—Jean no habla en serio.
—¡Pues claro que hablo en serio! —protestó Jean—. Igual que hablarías tú, si te atrevieras a sacar la cabeza de debajo del ala.
De repente Randy cambió de actitud. Al instante recuperó la sonrisa de oreja a oreja y la seguridad en sí mismo.
—Oye, Jean, ¿te paga Roger cada vez que te lo follas? ¿O se beneficia de un descuento por volumen? Y después de que asesinara a mamá y a papá, ¿le cobraste el doble por echar un polvo con él? Ya sabes, para demostrarle lo furiosa que estabas porque se había cargado a nuestros padres sin que le importase una mierda.
Jean estiró un brazo por encima de la mesa y abofeteó a su hermano con tal fuerza que Puller vio la mueca de dolor que hacía al notar ella misma el impacto del golpe. Randy no mostró reacción alguna, y eso que el lugar en que recibió la bofetada adquirió un tono primero sonrosado y después rojo.
—¿Eso es lo mejor que sabes hacer? —contestó—. La verdad es que todo ese dinero te ha vuelto blanda. —Acto seguido se puso en pie—. Tengo cosas que hacer. Jean, gracias por traerme. Claro que a lo mejor deberías dar las gracias a Roger de mi parte, al fin y al cabo el coche es suyo. Él es el dueño del coche, de la casa, del negocio y de ti. —Volvió la vista hacia el Mercedes, que se veía a través del ventanal—. Ese modelo está ya un poco viejo, hermanita, Roger haría bien en cambiarlo por otro. Tiene tanto que da que pensar. No sabía que los empresarios del carbón necesitaran volar tan a menudo en sus elegantes aviones privados. Y a pesar de toda la gimnasia y todas las dietas que haces, el exceso de alcohol y los dos partos te han pasado factura. Pero no me malinterpretes, todavía estás muy bien. Y Roger es gordo y feo. Pero existen reglas distintas para hombres y para mujeres. No son justas, pero son las que son. Y las reglas las impone el que tiene el oro, que es Roger. Que tengas un buen día, hermanita.
Randy dio media vuelta y se fue. Al salir, chocó palmas con un par de individuos que ocupaban una mesa y cerró de un portazo.
Puller se volvió hacia Jean, que permanecía en el sitio con un gesto de profundo aturdimiento.
—Los dos habéis dicho cosas que no sentíais —le dijo Cole.
—Yo sí siento todo lo que he dicho —replicó Jean—, y Randy también —añadió en voz baja. Desvió el rostro hacia la ventana y hacia el coche. Puller vio los pensamientos que le estaban pasando por la mente como si fueran fotogramas de una película. ¿Dónde estaría Roger en aquel momento? ¿Efectivamente estaría pensando en cambiar a Jean por otra?
Cole alargó el brazo y tomó a su hermana de la mano.
—Jean, lo que ha dicho Randy es mentira.
—Ah, ¿sí? —replicó Jean.
Cole bajó la mirada.
Jean se volvió hacia Puller y le preguntó:
—¿Qué opina usted? Se supone que es un gran detective.
Puller se encogió de hombros.
—No puedo leerle el pensamiento a la gente, Jean. Pero si su marido la engaña, debe presentar una demanda de divorcio y quedarse con toda la pasta que le consigan sus abogados. Teniendo en cuenta que se casó con él antes de que se hiciera rico, supongo que no habrá ningún acuerdo prematrimonial.
—No lo hay.
—Pues entonces yo no me preocuparía. Es el mejor consejo que puedo darle.
Cuando la camarera trajo el pedido de Jean y de Randy, miró a su alrededor y preguntó:
—¿Va a volver?
—Lo dudo mucho —respondió Jean, complacida—. Pero si no le importa conservar esto caliente y envolvérmelo aparte, intentaré buscarle y entregárselo.
—Muy bien. —La camarera se marchó.
Jean empezó a cortar los huevos, y estaba a punto de decir algo cuando de improviso Puller se levantó.
—¿Va a alguna parte? —le dijo.
—Enseguida vuelvo —contestó Puller al tiempo que se alejaba. Acababa de ver a Bill Strauss en el rincón, sentado ante una mesa.
Jean se volvió hacia su hermana.
—¿Ya os acostáis juntos? —le preguntó.
—Jean, ¿por qué no cierras la boca y te comes los huevos?
Cole se levantó de la mesa y se apresuró a ir detrás de Puller, que ya había llegado adonde se encontraba Strauss.
—Hola, señor Strauss. Soy John Puller, de la CID, ¿se acuerda de mí?
Strauss hizo un gesto de asentimiento. Vestía otro carísimo traje de tres piezas y una camisa de puños franceses, con iniciales.
—Por supuesto, agente Puller. ¿Cómo está?
—Genial —respondió Puller.
—¿Qué tal va la investigación?
—Va —contestó Cole, que acababa de situarse al lado de Puller.
—¿Cuándo tiene previsto que regrese su jefe? —preguntó este.
—Lo cierto es que no lo sé con seguridad.
—¿Es que el jefe no informa a su segundo al mando? —preguntó Puller.
—¿Para qué necesita saber usted cuándo va a regresar?
—Ese es un asunto que nos atañe a Trent y a nosotros —repuso Puller, y, propinando a Strauss una palmadita en la espalda, agregó—: Dé recuerdos míos a su jefe. —Acto seguido dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia la mesa de Jean—. Tengo que hablar otra vez con su marido —le dijo—. Diga a Roger que necesitamos verlo en cuanto vuelva.
Jean bajó el tenedor.
—¿Por qué?
—Usted transmítale el mensaje. Gracias. —Y se fue hacia la puerta.
Cole dejó dinero en la mesa para pagar el desayuno, se despidió precipitadamente de su hermana y echó a correr detrás de Puller, que ya había salido a la calle y estaba observando el Mercedes.
—¿Qué es lo que pretendía obtener de Strauss? —le preguntó.
—Un poco de información. ¿Es el COO?
—El jefe de operaciones, sí.
—¿Desde cuándo?
—Más o menos desde que Roger comenzó en este negocio.
—Pero Strauss es mayor que él.
—Sí, pero Roger es más ambicioso, supongo.
—O por lo menos le gusta más correr riesgos.
Emprendieron el regreso hacia el coche.
—¿Todavía tiene previsto marcharse a Washington?
—Sí. No tengo modo de eludirlo.
—¿Cree que las cosas empezarán a animarse dentro de poco?
—Ya han asesinado a siete personas —dijo Puller—. Yo creo que eso ya es bastante animación.