Puller apagó los faros del coche y desenfundó la M11.
En la oficina del motel estaba la luz encendida, y había una camioneta aparcada delante. Tenía pensado ir a ver al gato de Louisa, pero vio que había otra persona dentro.
Avanzó sigilosamente, equilibrando su peso y mirando a un lado y al otro. Tal vez no fuera gran cosa, pero después de haber estado a punto de volar por los aires, ya no se fiaba de nada. Era evidente que el que puso las bombas sabía que pernoctaba en aquel motel, y a lo mejor había vuelto para hacer un segundo intento.
Cuando llegó a la camioneta se cercioró de que estaba vacía. Abrió la puerta del pasajero, rebuscó dentro de la guantera y leyó el nombre que figuraba en la documentación del vehículo: Cletus Cousins. Aquel nombre no le dijo nada.
Dejó la camioneta y fue hacia el pequeño porche que se abría delante de la oficina para mirar por la ventana. Vio un individuo de baja estatura, de veintitantos años, que cargaba con una caja de cartón de gran tamaño.
Probó el picaporte. No estaba cerrado con llave. De modo que abrió y entró apuntando con la pistola a la cabeza del joven.
Este soltó la caja.
—Por favor, no dispare. Por favor.
Llevaba la cabeza afeitada. Además, lucía una barriga blanda y una perilla recortada, y parecía estar a punto de cagarse en los vaqueros sucios que llevaba puestos.
—¿Quién diablos eres tú? —le preguntó Puller.
El joven temblaba de tal manera, que por fin Puller bajó un poco la pistola. Después le mostró su identificación.
—Soy investigador del Ejército. No voy a dispararte, a menos que me des un buen motivo. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Mi abuela me ha dicho que venga.
—¿Quién es tu abuela? Porque Louisa no es; me dijo que aquí no tenía familia.
—Y no la tiene. Pero mi abuela es amiga íntima de ella.
—¿Cómo te llamas?
—Wally Cousins, y mi abuela se llama Nelly Cousins. Llevamos toda la vida en Drake. Nos conoce todo el mundo.
—En la documentación de esa camioneta dice Cletus Cousins.
—Ese es mi padre. Yo tengo mi camioneta en el taller, por eso he cogido la suya.
—Está bien, Wally, te lo pregunto otra vez: ¿Por qué estás aquí, y qué estás llevándote?
El joven señaló la caja, que descansaba en el suelo. Al caer se había abierto y el contenido se había desparramado. Puller distinguió una cuantas prendas de ropa, una Biblia, varios libros, fotografías enmarcadas y también agujas de hacer punto y varios ovillos de hilos de colores.
—He venido para coger estas cosas.
—¿Por qué? ¿Se las vas a llevar a Louisa al hospital?
—Se las voy a llevar a mi abuela.
—De manera que pensabas llevar a tu abuela las pertenencias de Louisa. ¿Y eso no es robar?
El joven abrió unos ojos como platos.
—Es que ella ya no va a usarlas más. Se ha muerto.
Puller pestañeó.
—¿Que se ha muerto? ¿Louisa se ha muerto? ¿Cuándo?
—Sí, señor. Hará unas tres horas. Y le dijo a mi abuela que cuando se muriese podía quedarse ella con estas cosas. Ya le he dicho que eran muy buenas amigas. Tenían más o menos la misma edad.
Puller observó de nuevo la caja y después posó la mirada en el joven.
—Aquí la gente no espera mucho, por lo que se ve, para saquear al muerto.
—¿Pero no lo sabe, señor?
—¿Qué tengo que saber?
—Que aquí hay muchas personas que no tienen nada. Cuando se enteran de que se muere alguien que no tiene familia, todo lo que tenía desaparece antes de que nadie se dé cuenta. ¿Por qué cree que hay por aquí tantas casas vacías desvalijadas? Así que, como la señora Louisa se ha muerto, mi abuela me ha dicho que venga aquí a recoger estas cosas que Louisa le dijo que cogiera, antes de que se las lleven otros.
Puller bajó la pistola.
—¿Cómo se ha enterado tu abuela de que Louisa ha muerto?
—Llamando al hospital.
—También ha llamado una persona que conozco yo. No facilitan esa información.
—Tengo una tía que trabaja allí de enfermera. Ella se lo ha dicho a mi abuela.
—Yo creía que estaba mejorando.
—Supongo que sí, mi tía dijo que tenía mejor cara. Pero luego las máquinas empezaron a pitar. Dejó de respirar, sin más. Mi tía dice que a veces ocurre eso con las personas mayores, que acaban palmándola de puro desgaste. Se cansan de vivir, supongo.
Puller examinó la caja más atentamente y vio que dentro de ella no había nada de valor. Estudió una de las fotos. Eran dos mujeres de veintitantos años con falda de vuelo, blusa ceñida y zapatos rosas, y lucían unos peinados tan abultados que parecían un nido de abejas hinchado con esteroides. Le dio la vuelta y observó la fecha escrita a bolígrafo: noviembre de 1955.
—¿Una de estas chicas es tu abuela?
Wally afirmó con la cabeza.
—Sí, señor, la morena. —Después señaló la joven rubia situada a la izquierda. Tenía una sonrisa traviesa y parecía estar dispuesta a comerse el mundo—. Y la señora Louisa es esta de aquí. Ahora están muy diferentes, sobre todo la señora Louisa, claro.
—Ya. —Puller miró en derredor—. ¿Vas a llevarte el gato?
—No. Mi abuela tiene tres perros. Se lo comerían vivo, al pobre. —Miró la pistola y preguntó—: ¿Puedo marcharme ya?
—Sí, márchate.
Wally recogió la caja.
—Di a tu abuela que siento mucho lo de su amiga.
—Se lo diré. ¿Cómo se llama usted?
—Puller.
—Se lo diré, señor Puller.
Momentos después Puller oyó que la camioneta arrancaba y salía lentamente del aparcamiento del motel. Recorrió la habitación con la mirada y de pronto oyó el maullido. Fue detrás del mostrador y entró en el dormitorio que había al fondo. El gato estaba encima de la cama deshecha, tumbado sobre el lomo. Puller inspeccionó la comida, el agua y la caja de arena y advirtió que no había comido ni bebido gran cosa. A lo mejor estaba esperando a que regresara Louisa, en cuyo caso él tampoco tardaría mucho en morir. Parecía igual de viejo que su dueña, comparando los años de los gatos con los de los seres humanos.
Puller se sentó en la cama y paseó la mirada por la estancia. Louisa había pasado de ser en 1955 una joven de falda de vuelo que tenía el mundo a sus pies a llevar aquella lamentable existencia varias décadas más tarde. A que la gente se llevara sus pertenencias cuando ni siquiera la habían enterrado todavía.
«Creí que la había salvado, pero no pude. Me ha pasado igual que con mis hombres en Afganistán, que tampoco pude salvarlos. Así sucedieron las cosas, no pudimos controlarlas. En cambio el Ejército nos enseña a controlarlo todo: a nosotros mismos, a nuestro adversario. Pero lo que no nos dice en ningún momento del entrenamiento es que las cosas más importantes, las que de verdad deciden entre la vida y la muerte, son casi por completo imposibles de controlar».
Le rascó la barriga al minino, después se incorporó y salió.
Abrió el maletero del coche, sacó la cinta adhesiva y bloqueó con ella la entrada de la oficina del motel tras haber cerrado la puerta con llave.
La cinta amarilla era visible desde muy lejos, y transmitía un mensaje bien claro: «Prohibido el paso».
Acto seguido examinó la puerta de su habitación, en concreto la zona de delante. Buscó cables, algún tablón de madera que fuera nuevo, pero no vio nada. Entonces cogió una piedra grande del parterre de flores que rodeaba el aparcamiento y la lanzó hacia un punto situado frente a la puerta. Mientras la piedra surcaba el aire, él corrió a esconderse detrás de su coche. La piedra aterrizó y no ocurrió nada. Entonces cogió otra y apuntó a la manilla de la puerta. El impacto sonó macizo, y tampoco ocurrió nada.
Sacó de su mochila un largo bastón telescópico con agarraderas en el extremo que se podía colocar prácticamente en cualquier ángulo. Introdujo la llave de la habitación en las agarraderas y desplegó el bastón. Echó un vistazo alrededor; todo estaba vacío. Al parecer, él era la única persona que se alojaba en el motel en aquellos momentos.
Insertó la llave en la cerradura, la hizo girar y se sirvió del bastón para empujar la puerta.
No hubo explosión alguna. Ni siquiera una bola de fuego.
Guardó el bastón en el maletero, cerró el coche con llave y entró en su habitación. Permaneció de pie unos instantes para permitir que sus ojos se adaptasen a la oscuridad. Todo estaba tal como él lo había dejado. Examinó las pequeñas trampas que había dejado instaladas para saber si había entrado alguien, pero ninguna de ellas había saltado.
Cerró la puerta y echó la llave. Se sentó en la cama y se puso a repasar su lista de fracasos.
No había visto a tiempo el cable tendido en el suelo.
No había salvado a Louisa.
Consultó el reloj y sopesó la posibilidad de efectuar la llamada. Seguro que a aquellas alturas Cole ya estaría acostada. Además, ¿qué era lo que tenía que decirle, exactamente?
Se tendió en la cama. Pasaría la noche entera con su M11 en la mano.
De improviso le sonó el teléfono. Miró el número y gruñó para sus adentros.
—Diga, señor.
—Hay que joderse, artillero —dijo su padre. El viejo se dirigía a él llamándolo, alternativamente, segundo oficial, sargento de artillería o simplemente «soldado gilipollas».
—¿Qué sucede, señor?
—No hay órdenes del alto mando, y es sábado por la noche y no tengo nada que hacer. ¿Qué te parece si vamos juntos a tomarnos unas copas? Podemos acercarnos hasta Hong Kong aprovechando un transporte militar, conozco unos cuantos garitos. Buenos tiempos, chicas estupendas.
Puller se desató las botas y se descalzó.
—Estoy de servicio, señor.
—No lo está si yo digo que no lo está, soldado.
—Son órdenes especiales, señor. Directamente del alto mando.
—¿Y por qué no se me ha informado? —replicó su padre en tono crispado.
—Porque se han saltado la cadena local de mando. No he preguntado el motivo, general. Esto es el Ejército. Yo me limito a acatar las órdenes que me dan, señor.
—Voy a hacer unas cuantas llamadas. Esta insolencia tiene que acabarse. Si vuelven a intentar pasarme por encima, se arrepentirán.
—Sí, señor. Entendido, señor.
—Va a arder Troya.
—Sí, señor. Que se divierta en Hong Kong.
—Aguante, artillero. Volveré a llamar.
—Recibido, señor.
Su padre cortó la comunicación, y Puller se preguntó si habrían dejado de administrarle la medicación que tomaba al irse a la cama. Cuando estaba medicado, por lo general a aquella hora se hallaba profundamente dormido, no obstante ya le había llamado a él dos veces por la noche. Iba a tener que consultarlo.
Se desnudó y volvió a tumbarse en la cama.
Cada vez que tenía una conversación así con su padre, acababa con la sensación de que se arrancaba un fragmento de la realidad. Temía que llegara un momento en el que su padre lo llamara y él se creyera todo lo que le dijera este: que había regresado al Ejército al mando de un destacamento propio, que él era su segundo oficial o su artillero, o uno de sus cien mil soldados gilipollas.
Algún día, pero hoy no.
Apagó la luz y cerró los ojos.
Necesitaba dormir, y eso fue lo que hizo.
Pero tuvo un sueño ligero. Tres segundos para despertarse, apuntar y disparar al enemigo.
Bombas, proyectiles, muerte súbita.
Fue como si no se hubiera marchado de Afganistán.