Un buzón oxidado y torcido.
Puller pasó junto a él y junto a la carretera sin asfaltar en la que se encontraba.
Bosque a ambos lados.
Le sorprendió que un lugar como aquel tuviera una dirección que reconociera su GPS. La verdad era que el Gran Hermano lo sabía todo.
Aparcó unos cuatrocientos metros más adelante, se apeó y penetró en el bosque. Comenzó a caminar en dirección oeste, retrocediendo, y observó la pequeña casa desde un grupo de árboles. A lo lejos se percibió con toda claridad el siseo de una serpiente de cascabel advirtiendo de su presencia. Puller no se movió. Permaneció allí agachado, escrutando la casa.
Delante había un camión viejo, y al otro extremo de la vivienda descansaba el chasis de otro camión. Por lo visto, detrás había un taller mecánico. La única puerta que tenía estaba cerrada. Daba la impresión de llevar mucho tiempo deshabitada. Todavía no era lo bastante de noche para que tuviera que haber luces encendidas en el interior, aunque el bosque circundante lo sumía todo en un enjambre de sombras.
No se oía ningún ruido, no se veía a nadie.
Continuó agachado en cuclillas, estudiando lo que debía hacer a continuación. Era evidente que una persona que viviera allí, tan lejos de los asesinatos, probablemente no habría visto nada. En cambio sí que podría saber algo, como decía la nota. De manera que el análisis se reducía a una posible pista o a que alguien pretendía perjudicarlo a él. O bien Dickie y compañía querían vengarse, o bien aquello era un contraataque de alguien que buscaba desbaratar su investigación.
Había puesto el teléfono en vibración. Y ahora vibró.
Miró la pantalla y contestó en voz baja.
—¿Dónde está, Puller? —preguntó Cole.
—En la dirección. En el bosque que hay al este de la casa. ¿Dónde está usted?
—Al oeste, en el bosque.
—Nos hemos leído el pensamiento. ¿Ve algo? Yo aquí no pillo nada.
—No.
—¿Sabe quién vive en esa casa?
—No.
—En el buzón no figuraba ningún nombre.
—¿Qué es lo que quiere hacer?
—Averiguar por qué estamos aquí.
—¿Y cómo quiere hacerlo?
—Qué le parece si no nos complicamos la vida. Yo me acerco por el este y usted se acerca por el oeste. Hacemos un alto en la linde del bosque y volvemos a estudiar la situación.
Guardó el teléfono y comenzó a avanzar. Llevaba la M11 desenfundada y apuntada al frente, e imaginó que Cole llevaría la Cobra del mismo modo.
Un minuto más tarde le vibró el teléfono.
—En posición —informó Cole—. ¿Qué hacemos ahora?
Puller no respondió de inmediato. Estaba asimilando lo que veía, cuadrícula por cuadrícula. Los talibanes y Al-Qaeda eran muy inteligentes a la hora de guiar a los soldados americanos hacia una trampa. Sabían buscar la manera de que algo que en realidad era muy peligroso pareciera completamente inocente. Niños, mujeres, animales domésticos.
—¿Puller?
—Deme un minuto.
Dio unos pasos hacia delante y voceó:
—¿Oiga? ¿Hay alguien?
No obtuvo respuesta. En realidad no esperaba obtenerla.
Dio otros dos pasos más, hasta que quedó fuera del bosque, pero manteniendo el camión viejo entre su posición y la casa.
—¿Me ve? —preguntó hablando al teléfono.
—Sí, pero a duras penas.
—¿Ve algo por su lado?
—No. No creo que ahí viva nadie, tiene aspecto de estar cayéndose a pedazos.
—¿Alguna vez se había acercado por aquí?
—Solo yendo de paso hacia otro sitio. Ni siquiera me había dado cuenta de que existiera esta carretera. ¿Qué cree usted que estará ocurriendo?
—No se mueva de donde está. Voy a intentar una cosa.
Se guardó el teléfono en el bolsillo y avanzó muy despacio hasta que tuvo en su línea visual el porche delantero de la casa. Miró arriba, luego abajo, luego a los lados. Luego abajo otra vez. Del bolsillo de la chaqueta extrajo una mira telescópica que había sacado de su mochila. Se la llevó al ojo y ajustó la lente hasta que vio el porche con nitidez. Volvió a mirar arriba, abajo y a los lados. Y por último enfocó de nuevo la zona inferior.
Sacó de nuevo el teléfono y se lo encajó entre la oreja y el hombro.
—No se mueva de ahí y manténgase agachada.
—¿Qué es lo que ve? ¿Qué es lo que va a hacer?
—Si es lo que creo que es, dentro de cinco minutos lo oirá alto y claro.
—Puller…
Pero Puller ya había guardado el teléfono. Acopló la mira telescópica a la parte superior de su M11 y echó una última ojeada alrededor.
—Hola, soy John Puller. Me han pedido que venga. Me gustaría hablar.
Aguardó otros cinco segundos. ¿Es que pensaban que él iba a acercarse andando hasta la puerta de la casa, así sin más?
Alzó la pistola y tomó puntería a través de la mira telescópica. Orientó el cañón del arma hacia los tablones de madera del porche y disparó tres veces en rápida sucesión. Al instante volaron por los aires varios fragmentos y se oyó el entrechocar de un metal contra otro.
Aquello solo podía significar una cosa: que estaba en lo cierto. Y se apresuró a agacharse.
De improviso se abrió de golpe la puerta de la casa. El fuego de una escopeta arrancó limpiamente la madera, vieja y frágil. Todo el que se encontrara delante de ella habría quedado hecho pedazos. «O sea, yo», pensó Puller.
—¡Dios santo!
Miró a su izquierda y vio a la sargento, que primero lo miró a él y después miró el enorme boquete que se había abierto en la puerta. Por último volvió a mirarlo a él para preguntarle:
—¿Cómo ha sabido que se trataba de una trampa?
—Porque en la parte delantera había tablones nuevos. Han puesto debajo la placa de presión, han pasado un cable hasta el interior de la vivienda y lo han unido al gatillo de la escopeta, que estaba montada sobre algún objeto, a la altura del vientre de una persona. He oído el impacto metálico que hacían mis balas al chocar contra la placa. —Se apartó del camión—. Pero sigo sin entender por qué han pensado que yo iba a ir andando mansamente hasta la puerta para que me volaran la cabeza.
—Pues me alegro de que sea usted más listo de lo que ellos le consideraban.
También ella dio unos pasos.
De pronto Puller lo vio, y al instante se abalanzó hacia Cole, la empujó en el estómago y la levantó del suelo. Ambos echaron a correr de nuevo hacia el bosque, dos segundos antes de que explotara el camión. Una de las ruedas delanteras aterrizó a quince centímetros de donde se encontraban ellos, y sintieron una lluvia de escombros que se precipitaba en torno a ellos. Puller protegió a Cole con su cuerpo. Un largo trozo de caucho cayó sobre sus piernas; le hizo daño, pero no le causó lesiones permanentes. Le quedaría una marca, pero nada más.
Al ver las llamas que envolvían el camión, Puller supo que tenía un segundo problema. Agarró a Cole por el brazo, la izó para echársela al hombro y corrió en dirección al bosque. Unos segundos después explotó el depósito de gasolina lanzando una segunda oleada de escombros que volaron en todas direcciones.
Puller dejó a Cole detrás de un árbol y se arrodilló en tierra, bien alejado de los restos del camión. Dejó que los escombros terminaran de caer y después se asomó por un lado del tronco.
—¿Cómo lo ha sabido? —le preguntó la sargento al tiempo que se incorporaba a medias.
—He visto un cable detonador tendido entre dos arbustos.
—Es obvio que alguien quería verlo muerto. Han puesto una trampa en el camión y otra en la puerta. Si fallaba la primera, lo atraparían con la segunda. —Miró en derredor y tuvo un escalofrío, y no fue porque al hacerse de noche estuviera refrescando—. Tengo un pitido en los oídos que parece una campana de iglesia.
Puller no la estaba mirando, estaba observando el camión destrozado.
—¿Se encuentra bien, Puller? ¿Está herido?
Él respondió con un gesto negativo.
—¿Entonces?
—Debería haber visto ese cable mucho antes de que lo tocara usted.
—Sin embargo, lo ha visto a tiempo.
Puller se volvió hacia ella.
—No es suficiente.
—Tengo que hacer venir a un equipo que investigue esto —dijo Cole—. Y a los bomberos. Si este bosque se prende fuego, será una pesadilla intentar sofocarlo.
—Ahí, cerca de la casa, hay una manguera enrollada. Si todavía queda agua en el pozo, yo mismo apagaré el incendio.
—¿Y si hay más trampas?
—Si se me vuelve a escapar algún otro mecanismo disparador, me merezco lo que me ocurra.
—Puller, a usted no se le ha escapado nada.
Él hizo caso omiso de aquel comentario.
—¿Cuenta usted con algún especialista en bombas?
—Lan Monroe sabe un poco. Pero hay un agente jubilado de la ATF que no vive en el pueblo. Puedo nombrarlo ayudante.
—Yo lo haría. Para esto vamos a necesitar tantos expertos como podamos reclutar.
Mientras Cole hacía la llamada, Puller cogió la manguera y se puso a rociar el camión y las llamas. En cuestión de diez minutos aparecieron dos ayudantes acompañados de dos camiones de bomberos. Lan Monroe llamó y dijo que iba para allá. Cole se puso en contacto con el antiguo artificiero y quedó con él en que también acudiría.
Mientras los bomberos se encargaban de lo que quedaba del incendio y empapaban los restos del camión, Puller recabó la atención de los ayudantes y señaló la casa.
—Yo que ustedes no me acercaría a esa vivienda por el momento. Lo que haría es buscar un robot motorizado y quitar el explosivo de en medio antes de que se le acerque nadie.
—La policía estatal tiene uno de esos —apuntó Cole—. Voy a llamarla.
Una vez que hubo llamado, Puller le dijo:
—Bueno, me parece que tenemos una cena a la que acudir.
—¿Todavía tiene ganas de ir?
—Desde luego.
—¿Lleva ropa limpia dentro del coche?
—Siempre.
—En ese caso, podemos parar un momento en mi casa y darnos una ducha. Así yo también podré cambiarme. Mi casa está más cerca de la de Trent que su motel.
Regresaron andando hasta sus respectivos vehículos mientras el equipo de investigación permanecía lo más lejos posible de la vivienda y del camión que había explotado. Cuando llegaron a la carretera, encontraron al sheriff Pat Lindemann apoyado contra la puerta del pasajero de su Ford. Se limpió la cara con un pañuelo y escupió en el suelo.
—Está siendo una temporada muy entretenida, la que estamos teniendo en Drake —comentó cuando ambos se aproximaron.
—Demasiado entretenida —repuso Cole.
—Puller, me ha ahorrado tener que buscarme un sargento nuevo. Estoy en deuda con usted.
—He estado a punto de no lograrlo.
—Lo que cuenta es lo que ha sucedido —dijo Lindemann. Fijó la vista en la carretera que atravesaba el bosque y añadió—: Está haciendo que alguien se sienta incómodo. ¿La nota se la dejaron en el motel?
—La deslizaron por debajo de la puerta mientras yo tomaba una ducha.
—¿Así que lo están vigilando?
—Eso parece.
—¿Tienen alguna idea de lo que está ocurriendo aquí?
—Aún no —contestó Cole—. Pero acaban de convertirlo en algo personal. Pienso dedicar a esto cada minuto de mi vida, sheriff.
Lindemann hizo un gesto de asentimiento y volvió a escupir.
—Es alergia. Nunca la había tenido. —Miró a Puller—. ¿Desea que nuestro departamento le asigne protección?
—No, estoy bien.
—Como quiera. Bueno, es mejor que me vaya. Mi mujer me está esperando para cenar.
—Cuídese, sheriff —le dijo Cole.
Cuando se hubo marchado, Puller preguntó:
—¿Anda usted a la caza del puesto de Lindemann? Porque él da la impresión de estar a punto de dejarlo libre.
—Es un buen policía. Pero lleva más de treinta años haciendo esto, y no creo que esperara encontrarse con algo así al final de su carrera. —Al tiempo que abría la portezuela de su coche, agregó—: Me he enterado de lo que hizo usted con Louisa en el motel. Fue muy bondadoso por su parte.
—Necesitaba ayuda, de modo que la ayudé. No fue gran cosa. ¿Qué tal se encuentra?
—No lo sé. No he tenido ocasión de llamar al hospital. Pero si no hubiera sido por usted, con toda seguridad se habría muerto.
—¿La conoce?
—A Louisa la conoce todo el mundo. Es más buena que el pan.
—Resulta agradable ayudar a las buenas personas —respondió Puller en voz queda—. Porque por lo general la gente las trata de pena.
Cole le apoyó una mano en el hombro.
—Quiero que deje de flagelarse por lo de ese cable, Puller.
—Si hubiera actuado así cuando estaba fuera del país, mi batallón entero estaría muerto.
—Pero no estamos muertos.
—Ya —contestó Puller en tono sombrío.
Acto seguido se subió a su coche y siguió a la sargento.