Puller fue derecho a la oficina de correos, que se encontraba a pocos minutos del motel Annie’s. Llegó justo antes de que cerrase. Envió las cajas a Atlanta por correo de urgencia y después se concentró en la joven que estaba detrás del mostrador, que lo miraba con gesto expectante.
Le mostró su identificación y le dijo:
—Pertenezco a la División de Investigación Criminal del Ejército.
—Ya sé quién es usted —replicó ella.
—¿Pues cómo? —quiso saber él.
—Este pueblo es pequeño, y usted es demasiado grande para pasar inadvertido.
—Necesito información acerca de una entrega.
—¿Qué entrega?
Le explicó lo del paquete por correo certificado que había entregado Howard Reed el lunes a los Reynolds, pero en la dirección de los Halverson.
La joven afirmó con la cabeza.
—Howard me lo ha mencionado esta mañana, cuando llegó para recoger el correo del día.
—Es muy importante que averigüemos de dónde procedía ese paquete.
La joven miró a su espalda.
—Para esto debería llamar a mi supervisor.
—Está bien.
—Pero no va a venir en todo el día.
Puller puso sus enormes manos encima del mostrador.
—¿Cómo se llama usted?
—Sandy. Sandy Dreidel.
—Muy bien, Sandy. Se lo voy a explicar. Esa entrega podría resultar de suma importancia para descubrir quién mató a esas personas. Cuanto más esperemos, más lejos huirá el asesino. Lo único que necesito es el nombre y la dirección del remitente, eso es todo.
—Lo comprendo, pero tenemos normas y procedimientos.
De repente Puller sonrió de oreja a oreja.
—La entiendo perfectamente. Yo pertenezco al Ejército. Por cada norma que tiene la oficina de correos, el Ejército tiene diez, se lo garantizo.
Sandy le devolvió la sonrisa.
—Le creo, seguro que así es.
—Pero debe de haber alguna manera de averiguar esa información.
—Bueno… sí. Tenemos registros.
—Seguro que solo con que pulse unas cuantas teclas en ese ordenador, lo sabrá.
Sandy se sintió avergonzada.
—Bueno, todavía no tenemos todo informatizado. Pero tenemos libros de registro en la parte de atrás.
Puller sacó su cuaderno y un bolígrafo.
—Si no le importa perder un par de minutos y me escribe aquí el nombre y la dirección del remitente, podría sernos de gran ayuda para encontrar al que asesinó a esas personas.
Sandy titubeó, echó un vistazo por encima del hombro de Puller y otro a la ventana que daba a la calle, y a continuación fue a buscar lo que le pedían.
Tardó cinco minutos, pero regresó con el cuaderno y el bolígrafo y se los devolvió a Puller. Este leyó lo que había escrito la joven y le dijo:
—Esto representa una gran ayuda, Sandy. Se lo agradezco de veras.
—Pero no le diga a nadie que se lo he facilitado yo —contestó ella, preocupada.
—Nadie va a saberlo por mí.
De regreso en su habitación del motel, Puller miró fijamente el nombre y la dirección que le había anotado Sandy.
El nombre de la empresa no lo reconoció. La dirección era de Ohio. Hizo una búsqueda de Google en su ordenador portátil y entró en la página de la compañía. Cuando vio a qué actividad se dedicaba, se dijo que a lo mejor por fin había logrado dar un paso adelante en aquel caso. Si así era, no resultaba tan obvio. Llamó al número que figuraba en la página principal, pero tan solo obtuvo una contestación grabada. La empresa estaba cerrada y abriría de nuevo al día siguiente a las nueve.
Dado que por el momento no podía hacer nada más, telefoneó al hospital al que habían trasladado a Louisa, la propietaria del motel. No consiguió dar con nadie que le dijera qué tal se encontraba, no obstante encargó un ramo de flores en la tienda de regalos del hospital y lo pagó con su tarjeta de crédito. Pidió que en la tarjeta escribieran lo siguiente: «El gato está bien. Espero que usted también. Su buen muchacho, Puller».
Colgó el teléfono, se desnudó y se metió en la ducha. El Ejército lo enseñaba a uno a lavarse deprisa y a vestirse más deprisa, así que cinco minutos más tarde ya estaba seco y vestido.
Estaba guardándose la M11 en la funda delantera cuando lo vio.
Alguien había deslizado un papel por debajo de la puerta de la habitación.
De inmediato se asomó por la ventana que había a un lado de la puerta. No vio a nadie. El pequeño patio estaba vacío de automóviles y de personas. Acto seguido cogió la funda de una de las almohadas de la cama, se arrodilló y la utilizó para recoger el papel.
Le dio la vuelta. Estaba escrito con una impresora láser y el mensaje era de lo más claro.
«Sé cosas que tú necesitas saber».
Había una dirección apuntada.
Y después otra palabra más.
«Ahora».
Se sirvió de la aplicación de mapas que contenía su teléfono móvil para localizar el sitio en cuestión. Se encontraba a quince minutos en coche, una distancia que probablemente lo llevaría a un lugar todavía más perdido en mitad de la nada.
El lugar perfecto para una emboscada.
Un disparo efectuado desde lejos.
O una escopeta a bocajarro.
O diez hombres contra uno. A lo mejor Dickie y su amigo, el de la nariz rota, habían decidido desquitarse y esta vez llevarían consigo los necesarios refuerzos.
Observó fijamente el teléfono. Podía llamar a Cole e informarla. Probablemente era lo que debería hacer. Marcó el número. Sonó el timbre del teléfono. Saltó el buzón de voz. Lo más seguro era que la sargento estuviera en la ducha, frotándose para sacarse el olor a muerto.
Le dejó un mensaje para contarle lo último que había averiguado. A continuación le facilitó la dirección que le habían dado y colgó.
Hizo una llamada más, a su amiga Kristen Craig del USACIL. La informó de lo que había enviado por correo y de los resultados que esperaba obtener del laboratorio.
—¿Qué tal va lo del ordenador y el maletín? —le preguntó—. ¿La DIA os ha contado algo?
—Pues sí —respondió Kristen—, pero he de decirte que de momento estoy decepcionada.
—¿Por qué?
—En el maletín había un sándwich rancio, unas cuantas tarjetas de visita del sector privado y un par de revistas. El único informe que contenía ni siquiera era secreto.
—¿Y en el portátil?
—Un poco de porno y un montón de nada más. A ver, había material de trabajo, pero nada capaz de provocar el hundimiento de la civilización occidental tal como la conocemos si hubiera caído en poder de los malos.
—¿La DIA está enterada de eso?
—Por supuesto. Es la DIA. Han mandado una persona al laboratorio.
—Así que porno, ¿eh?
—Nos lo encontramos constantemente en los portátiles de los militares, ya lo sabes. Y lo que había en este no era porno duro, tan solo basurilla de la que puede ver uno en la habitación del hotel sin ver el título de la película reflejado en la factura al día siguiente. Poco o nada excitante, y con una calidad de producción horrorosa. Claro que yo no soy un tío.
—Las mujeres ponen el listón mucho más alto. Entonces, ¿por qué se han disparado todas las alarmas en la Secretaría del Ejército?
—Oye, que yo solo soy un técnico. El investigador eres tú —dijo Kristen en tono jovial.
Puller cortó la comunicación sopesando una cosa; después miró la nota sopesando otra cosa.
Esperó a que Cole lo llamara. Pero no lo llamó.
Al salir cerró la puerta con llave.
Arrancó el Malibu, introdujo en el GPS la dirección que le habían indicado y se fue.