Puller calculó visualmente que tendría como unos mil cuatrocientos metros cuadrados de superficie, con un bloque central y dos alas que salían de él. Semejaba una catedral de París plantada en mitad de Virginia Occidental. La mansión de Trent se hallaba situada en la cumbre misma de un cerro que al parecer no contenía sedimentos de carbón, porque el terreno aún permanecía intacto. La carretera que conducía hasta ella estaba pavimentada con gruesas piedras similares a los adoquines. Una verja los esperaba en la entrada de un recinto de lo más formal, rodeado por una valla de hierro forjado de dos metros de altura. A un lado de la verja había un guardia armado. Tenía pinta de ser un policía jubilado desde hacía mucho, pensó Puller. Gordo y lento. Pero probablemente todavía era capaz de disparar más o menos en línea recta.
Cuando Cole detuvo el coche, Puller comentó:
—Verjas y guardias. ¿Tanta protección necesita Trent?
—Ya le dije que las compañías mineras nunca caen bien a la gente, por lo menos en los lugares en los que se extrae el carbón. Seguro que gustan mucho más en los sitios en que no hay minas ni montañas desmochadas por los explosivos.
El guardia debía de haber sido informado de que iban a venir, porque abrió la verja y les hizo señas para que pasaran.
—Menos mal que no venimos a matar al dueño —comentó Puller—. Porque ese poli alquilado nos lo ha puesto bastante fácil.
—Ese recibe órdenes de Trent. Como la mayoría de la gente de esta zona.
—¿Está intentando decirme algo?
—He dicho como la mayoría de la gente, no toda —replicó Cole—. Y, desde luego, no como yo.
Vista de cerca, la casa parecía el doble de grande que vista desde lejos. En la puerta principal apareció una doncella de uniforme. Puller casi esperó que les hiciera una reverencia. Era asiática y joven, de facciones delicadas, y tenía una cabellera morena que llevaba recogida en una cuidada trenza. Los acompañó por un vestíbulo de proporciones inmensas. Las paredes estaban forradas de madera y en ellas colgaban grandes retratos de manera profesional; por un segundo Puller tuvo la sensación de encontrarse en un museo. El suelo era de mármol y formaba una maraña de tonalidades. Las botas de policía que calzaba Cole producían un leve taconeo sobre su superficie; las botas de combate que llevaba él absorbían todo el ruido de sus pisadas, que era para lo que habían sido diseñadas.
—¿No dijo usted que Trent era rico? —dijo Puller—. Esperaba que viviera en una casa mucho más elegante.
Se hizo obvio que la sargento no apreció su sentido del humor, porque se abstuvo de responder y mantuvo la vista al frente. Pasaron junto a una escalinata, y Puller levantó la vista justo a tiempo para vislumbrar a una joven que lo miró a su vez desde lo alto de las escaleras. Tenía una cara regordeta y unas mejillas de color carmesí. El cabello era una masa desordenada de mechones rubios. Un instante después había desaparecido de su campo visual.
—¿Los Trent tienen hijos?
—Dos. Una adolescente y un niño de once años.
—Deduzco que los padres no están lo que se dice muy próximos a pasar a depender de la Seguridad Social.
—Trent tiene cuarenta y siete años. Y su mujer tiene treinta y ocho.
—Me alegro de que sean lo bastante jóvenes para disfrutar del dinero.
—Oh, ya lo creo que lo disfrutan.
La doncella abrió una puerta y los condujo al otro lado. Cuando hubieron pasado, cerró otra vez. Puller oyó el tímido repiquetear de sus pasos alejándose por el pasillo.
Las paredes estaban tapizadas con tela de color verde oscuro. El suelo era de madera de cerezo con un brillo satinado, y se hallaba parcialmente cubierto por dos alfombras orientales cuadradas. Las butacas y los sofás eran de cuero. Las cortinas de las ventanas bloqueaban la mayor parte de la luz que entraba de fuera. La lámpara de araña era de bronce, contenía una docena de bombillas y daba la impresión de pesar una tonelada. En el centro de la estancia había una mesa de gran tamaño con un enorme ramo de flores colocadas en un jarrón de cristal. Allí también colgaban retratos en las paredes; parecían viejos, originales y muy caros.
Todo se había hecho con mucho gusto. El que había coordinado aquello había actuado con sumo cuidado, pensó Puller.
—¿Ha estado aquí más veces?
—Varias. En eventos sociales. Los Trent organizan muchas fiestas.
—¿Así que invitan a sus saraos a la clase trabajadora?
Antes de que Cole pudiera responderle, se abrió la puerta y ambos se volvieron hacia ella.
Roger Trent medía un metro ochenta y cinco y estaba avanzando rápidamente hacia la obesidad. Tenía el cuello grueso y doble barbilla, y su carísimo traje no lograba disimular la anchura de la cintura. En aquella habitación hacía fresco, y aun así estaba sudando. Tal vez se debiera a la larga caminata por el pasillo, se dijo Puller.
—Hola, Roger —saludó la sargento al tiempo que extendía una mano para que él se la estrechara.
Puller le dirigió una mirada que ella ignoró. «¿Roger?»
Trent emitió un gruñido.
—Estoy empezando a cansarme de esta mierda, ¿sabes?
—Bueno, las amenazas de muerte son una cosa bastante grave —repuso Cole.
El magnate del carbón posó la vista en Puller.
—¿Quién diablos es usted?
—Te presento al agente especial John Puller, de la CID del Ejército, de Virginia —se apresuró a responder Cole.
Puller le ofreció la mano.
—Encantado de conocerlo, Roger. —Miró a Cole a tiempo para ver la mueca que hacía esta.
Ambos se estrecharon la mano. Puller retiró la suya con la vívida sensación de haber tocado un pez.
—¿Amenazas de muerte? —preguntó—. ¿De qué forma le han llegado?
—En forma de llamadas telefónicas.
—¿Por casualidad no las habrás grabado? —dijo Cole.
Trent dirigió a la sargento una mirada paternalista.
—Lo de grabarlas solo funciona si uno no contesta al teléfono. —Se sentó en una butaca, pero no indicó a sus invitados que hicieran lo propio.
—Podemos intentar localizarlas —dijo Cole.
—Eso ya se lo he ordenado a mi gente.
—¿Y?
—Las llamadas se efectuaron con una tarjeta telefónica de usar y tirar.
—Está bien. ¿Cuántas amenazas han sido, cuándo se han recibido y por qué número de teléfono han entrado?
—Han sido tres. Todas las he recibido alrededor de las diez de la noche, en estos tres últimos días. Y todas han entrado por mi teléfono móvil.
—¿Cuenta con identificador de llamadas? —preguntó Puller.
—Naturalmente.
—¿Y contesta aunque no conozca el número?
—Tengo muchos negocios fuera de esta zona e incluso en otros países. No es infrecuente que reciba llamadas de esas, y a horas intempestivas.
—¿Cuántas personas tienen el número de tu teléfono móvil? —le preguntó Cole.
Trent se encogió de hombros.
—Es imposible saberlo. No se lo doy a cualquiera, pero tampoco he intentado mantenerlo en secreto.
—¿Cuál era el contenido de esas amenazas?
—Que se está acercando mi hora, que van a encargarse de que se haga justicia.
—¿Fueron esas las palabras exactas? ¿Todas las veces?
—Bueno, no sé si fueron las palabras textuales. Pero el mensaje era ese —agregó Trent en tono impaciente.
—Pero el llamante dijo que iban a encargarse de que se hiciera justicia. ¿Lo dijo en plural, implicando que se trataba de más de una persona? —preguntó Puller.
—Esa fue la palabra que emplearon.
—¿Era una voz de hombre o de mujer?
—Yo diría que era de hombre.
—¿Ha recibido amenazas otras veces? —inquirió Puller.
Trent miró a Cole.
—Algunas.
—¿Iguales que esta? Me refiero a si la voz era la misma.
—Las otras amenazas no me las hicieron por teléfono.
—¿Cómo, entonces?
—Esas amenazas ya las hemos investigado —intervino Cole—. Y las hemos tratado de manera oportuna.
Puller la miró durante unos instantes antes de volver a centrarse en Trent.
—De acuerdo. ¿Por qué cree usted que lo están amenazando?
Trent se puso de pie y miró a Cole.
—¿Qué está haciendo aquí este tipo? Pensaba que ibas a venir solamente tú.
—Estamos trabajando juntos en un caso de homicidio.
—Eso ya lo sé. He estado hablando con Bill Strauss. ¿Pero qué diablos tiene que ver eso con mi problema?
—Pues que también han asesinado a una empleada tuya, Molly Bitner.
—Sigo sin ver qué relación puede haber. Y si Bitner ha muerto, dudo que sea ella la que está enviándome amenazas.
—¿Llegó a conocerla personalmente? —preguntó Puller.
—Si la conocí, no me acuerdo. Ni siquiera sé con seguridad en qué oficina trabajaba. No desciendo a ese nivel de empleados.
Puller reprimió el impulso de lanzar a aquel tipo contra una pared.
—¿Tiene alguna otra oficina por aquí?
—Tengo varias.
—Roger —terció Cole—, el domingo por la noche estuvieron realizando voladuras en la mina que hay cerca de donde se cometieron los asesinatos. ¿Por qué en domingo, y por qué por la noche? Para eso debiste de necesitar un permiso especial.
Trent la miró con incredulidad.
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Yo no programo las voladuras, pago a otras personas para que las programen.
—Ya. Bien. ¿Y quiénes son esas personas?
—Eso lo sabrá Strauss.
—En tal caso, imagino que tendremos que hablar con Strauss —repuso Puller.
Trent miró a Cole con gesto ceñudo.
—Lo único que quiero es que te ocupes de mi problema, ¿de acuerdo?
—Lo investigaré, Roger —contestó la sargento en tono tajante—, pero por si no te has dado cuenta, estoy ocupándome de una serie de asesinatos.
Trent ignoró el comentario.
—Estoy harto de que la gente me tenga en su punto de mira solo porque he alcanzado un éxito increíble. Es pura envidia, y estoy cansado de ella. Si Drake sigue existiendo, es únicamente gracias a mí. El único que crea empleo aquí soy yo. Esos perdedores deberían besarme el culo.
—Sí, estoy seguro de que lleva usted una vida muy dura, señor Trent —repuso Puller.
A Trent se le oscureció el semblante.
—Es evidente que usted no tiene lo que hay que tener para construir una fortuna. Como le sucede a la gran mayoría de las personas. Hay un pequeño número de personas que tienen lo que hay que tener, y el resto no lo tiene. Y las personas que no lo tienen creen que se les debe regalar todo sin esforzarse ellas por obtenerlo.
—Así es, señor —contestó Puller—. En estos momentos hay en Oriente Medio un montón de vagos que no tienen lo que hay que tener y que están dándose la gran vida con los impuestos que paga usted.
Trent enrojeció.
—No me refería a eso, por supuesto. Yo soy un gran admirador de nuestros soldados.
—Sí, señor.
—Ahora, si me disculpa, tengo que tomar un avión.
—¿En el aeropuerto de Charleston? —preguntó Puller—. Está un poco lejos de aquí.
—Tengo un avión particular.
—Ah, bien.
Trent se dirigió hacia la puerta y salió cerrando de un golpe.
Puller se volvió hacia Cole.
—¿Siempre es así de simpático?
—Es lo que es.
—Las anteriores amenazas de muerte, ¿las ha investigado usted? ¿Ha averiguado de quién procedían?
—Esa investigación está cerrada. Y Trent tiene razón, en realidad a usted esto no le compete.
—Usted me ha pedido que venga.
—Pues no debería habérselo pedido.
—¿Le da miedo ese tipo?
—No siga por ahí, Puller —replicó la sargento.
De repente se abrió la puerta.
No era la doncella. No era Roger Trent. Ni tampoco era la joven adolescente que había visto Puller. Era una mujer de treinta y tantos años, de constitución menuda, morena y dotada de unas facciones delicadas que parecían demasiado perfectas para ser naturales. Llevaba un vestido de diseño sencillo, pero resultaba obvio que el tejido era caro. Se movía con gran seguridad en sí misma y sus ojos daban la impresión de captarlo todo.
No era la primera vez que Puller veía unos ojos como aquellos.
Miró a Cole, luego volvió a fijarse en la mujer, luego volvió a mirar a Cole.
—¿Cómo estás, Jean? —saludó la sargento.
—Maravillosamente —respondió Jean Trent—. ¿Cómo estás tú, hermanita?