Cole y Puller se desplazaron hasta el domicilio de Trent en el coche patrulla de ella.
—Voy a tomar un atajo —dijo la sargento—. Ahorra tiempo, pero está lleno de baches —agregó a la vez que hacía girar el volante hacia la derecha y se metía por una carretera estrecha y sembrada de socavones.
A Puller le resultó familiar. Al mirar alrededor comprendió el motivo.
—¿Qué diablos es eso de ahí? —Señaló una gigantesca cúpula de hormigón en torno a la cual habían crecido árboles, ramas y arbustos. Ya la había visto la primera noche, cuando llegó a Drake, cuando se perdió.
—La gente de aquí lo llama el Búnker.
—Vale, ¿pero qué es?
—Antes era una instalación del gobierno, no sé para qué servía. Pero la cerraron ya mucho antes de que naciera yo.
—Sin embargo, está claro que los más viejos del pueblo saben lo que era. Por fuerza algunos tuvieron que trabajar ahí.
Cole negó con la cabeza.
—Qué va. Ahí nunca ha trabajado nadie de Drake, por lo menos que yo sepa.
—Ya sé que el gobierno es un agujero negro en lo que a finanzas se refiere, pero ni siquiera Washington construiría algo así para no utilizarlo.
—Oh, sí que lo utilizaron.
Cole aminoró la velocidad y Puller se fijó en la hilera de casas que había vislumbrado aquella noche. A la luz del día no se veían muy diferentes. Tenían por lo menos cincuenta años, posiblemente más. Muchas parecían estar abandonadas, pero no todas. Se extendían a lo largo de una maraña de calles, una fila tras otra; a Puller le recordaron los barracones militares. Cada una era idéntica a la de su vecino.
—¿Está diciendo que trajeron a personal de fuera a trabajar en el Búnker?
Cole asintió.
—Y construyeron todas esas viviendas para alojarlo.
—Veo que todavía vive gente en ellas.
—Solo en estos últimos años. A causa de la crisis económica, la gente se ha quedado sin trabajo y sin casa. Estas viviendas son antiguas y no se han reformado, pero cuando se está en la calle no se puede ser exigente.
—¿Y hay problemas? Las personas desesperadas a veces hacen cosas desesperadas, sobre todo cuando viven muy juntas unas de otras.
—Patrullamos la zona con bastante regularidad. Los delitos que se han cometido han sido de poca monta. En términos generales, la gente se ocupa de sus cosas. Imagino que están agradecidos de tener un techo bajo el que cobijarse. El condado intenta ayudarlos dándoles mantas, alimentos, agua, baterías, libros para los niños, cosas así. Venimos mucho aquí a decirles que no deben utilizar quemadores de queroseno y aparatos similares para la calefacción de la casa, y les enseñamos lo que tienen que hacer para no sufrir percances. Ya ha habido una familia que casi se muere por envenenarse con monóxido de carbono.
—¿Y el gobierno permite que la gente ocupe esas casas sin más?
—Me parece que los federales hasta se han olvidado de que había esto aquí. Es como lo que ocurre al final de la película En busca del arca perdida, otra caja más que acaba apilada en el almacén.
Puller volvió a mirar el Búnker.
—¿Cuándo lo cerraron?
—No lo sé exactamente. Mi madre me dijo que fue por los años sesenta.
—¿Y qué ocurrió con todos los trabajadores?
—Que fueron embalados y trasladados.
—¿Y el hormigón?
—Mi padre me dijo que cuando lo construyeron era digno de verse. Tiene un metro de grosor.
—¡Un metro!
—Eso es lo que me dijo mi padre.
—¿Y en Drake nadie ha hablado nunca con esas personas, nadie ha descubierto lo que estuvieron haciendo en ese sitio?
—Por lo que cuentan, el gobierno proporcionaba a los trabajadores prácticamente todo lo que necesitaban. Además, eran todos hombres, varones de cuarenta y tantos años y solteros, según mis padres. Como es natural, de vez en cuando venía alguno que otro al pueblo. Pero, según mi padre, guardaban muy en secreto lo que hacían ahí.
—Si en aquella época tenían cuarenta y tantos años, actualmente la mayoría de ellos ya habrán muerto.
—Supongo que sí.
Puller observó con atención el Búnker y vio la oxidada cerca coronada por alambre de espino que rodeaba el recinto. Entre la estructura y las viviendas había un bosquecillo. A continuación, Puller posó la mirada en un niño y una niña que estaban jugando en el jardín de una de las casas. El niño corría en círculos mientras la niña intentaba pillarlo. Por fin, ambos cayeron formando un amasijo de brazos y piernas.
—¿Tiene hijos?
Puller se volvió y vio que la sargento lo estaba mirando. Había reducido mucho la velocidad a fin de observar también a los pequeños que jugaban.
—No —contestó—. Nunca me he casado.
—Yo, cuando era pequeña, lo único que quería era ser una mamá.
—¿Y qué ocurrió?
Cole pisó el acelerador.
—La vida. Eso fue lo que ocurrió.