Había dos automóviles de la policía del condado aparcados frente a las dos casas, el uno junto al otro. Los agentes estaban charlando en el interior de los vehículos cuando Cole se detuvo con un frenazo seguida de cerca por Puller en su Malibu. Se apeó casi antes de que las ruedas quedaran inmóviles y fue hacia los dos coches patrulla.
—¿Habéis pasado la noche entera dándole a la lengua, o haciendo vuestro trabajo? —les espetó.
Puller llegó detrás de ella y advirtió que a aquellos dos agentes no los había visto nunca, lo cual tenía lógica si estaban haciendo el turno de noche.
Los dos policías se bajaron de los coches y adoptaron la posición de semifirmes, aunque Puller detectó en su lenguaje corporal mucho más desprecio que respeto hacia su superior. En el Ejército, aquella falta se habría subsanado en cuestión de pocos minutos, con una penalización de varios meses a cargo del transgresor.
—¿Algo que informar? —preguntó Cole.
Los dos policías negaron con la cabeza. Uno de ellos dijo:
—No hemos visto ni oído nada. Hemos hecho las rondas de la manera habitual, pero modificando el horario para que a cualquiera que estuviera observando le resultara imposible deducir una pauta.
—Está bien. —La sargento señaló a Puller—. Este es John Puller, de la CID del Ejército. Está trabajando con nosotros en este caso.
Aquellos dos no parecían más simpáticos que los del día anterior. Pero Puller no se molestó; no había ido allí a trabar amistad con nadie. Saludó a ambos con un movimiento de cabeza, pero al instante volvió a mirar a Cole. En aquel momento la que mandaba era ella, no él.
—Vosotros estuvisteis el lunes en la escena del crimen —dijo Cole—. ¿Alguno de los dos se fijó en un paquete que tenía que haber entregado el cartero en esa casa de ahí? —Indicó la de los Halverson.
Los dos policías sacudieron la cabeza en un gesto negativo.
—Todas las pruebas encontradas se anotan en un registro —respondió uno de ellos—. No vimos ningún paquete.
—Si no se registró, es que no lo encontramos —dijo el otro—. Pero nosotros no éramos los únicos que había allí dentro. Lan debería saber si apareció un paquete —agregó.
—Quien debería saber si apareció un maldito paquete soy yo —rugió Cole.
—Pues entonces puede ser que no lo hubiera, sargento —replicó el primer agente en tono calmado y sereno.
Puller escrutaba a cada uno de ellos sin que lo pareciera. Así y todo, no acababa de ver bien de qué iban. No lograba distinguir si el obvio resentimiento que experimentaban por tener que obedecer órdenes de una mujer estaba ocultando además otras cosas, como una mentira.
—En fin —dijo—, supongo que ya aparecerá, o no.
Los dos agentes se volvieron hacia él. Antes de que cualquiera de ellos pudiera decir algo, Puller les preguntó:
—¿De modo que esta noche no ha habido actividad? ¿Ningún coche, ni gente paseando? ¿Tampoco niños jugando al escondite?
—Ha habido coches —dijo uno—. Pero todos se fueron a sus casas, y allí siguen.
—También ha habido niños en la calle —dijo el otro—. Ninguno se ha acercado por las casas. Y esta noche no ha salido nadie a pasear, hacía calor y sensación de bochorno, y unas nubes de mosquitos que ni se imagina.
Puller señaló con la vista la casa en la que habían asesinado a Treadwell y a Bitner.
—¿Tenían estos algún familiar próximo al que haya que notificar su muerte?
—Ahora estamos investigándolo. Los Reynolds tenían varios parientes, además de los padres de la esposa. Estamos intentando ponernos en contacto con ellos.
—En eso puede ayudarlos el Ejército. Tendrá información acerca de los familiares del coronel.
Cole hizo un gesto a sus hombres.
—Está bien, vuestro turno finaliza a las ocho. Podéis volver al trabajo.
Los dos agentes dieron media vuelta y se fueron.
—¿Tienen esa actitud todo el tiempo? —preguntó Puller.
—Bueno, esencialmente los he acusado de estropear una prueba o de retenerla, de manera que cabe esperar que muestren cierta actitud negativa. Probablemente yo haría lo mismo. Supongo que no debería haber estallado, pero es que me cabrea que se nos haya pasado lo de ese maldito paquete. —Miró a Puller—. ¿Le importa que eche un pitillo rápido?
—A mí no, pero a sus pulmones sí les importará.
—¿Cree que no he intentado dejarlo?
—Mi viejo fumó durante cuarenta años.
—¿Y qué hizo para dejarlo?
—Hipnosis.
—Lo dice de broma, ¿no?
—A mí también me sorprendió. Yo pensaba que a las personas testarudas no se las podía hipnotizar. Pero, por lo visto, son las más susceptibles.
—¿Me está llamando testaruda?
—Preferiría llamarla ex fumadora.
—Gracias, Puller. Puede que intente este método.
—De modo que el siguiente paso es examinar el registro de pruebas, ¿y qué más?
—Lan vendrá aquí esta mañana. —La sargento consultó su reloj—. Dentro de una hora, más o menos.
—¿Y si no aparece el paquete?
—No lo sé, Puller. Sencillamente, no lo sé.
—Reed me ha dicho que cuando volviera a la oficina a lo mejor podía averiguar de dónde provenía. Examinará los envíos por correo certificado. Pero a lo mejor usted puede acelerar la gestión de forma oficial.
—Sí que puedo. No estaría mal saber lo que había dentro de un paquete por el que merecía matar por lo menos a uno de mis hombres.
Puller se volvió hacia la casa.
—¿Fue usted una de las primeras personas en acudir a la escena?
—No. Hubo otras dos. Jenkins, ese de ahí. Y Lou, el que conoció usted ayer. El que habló con el impostor de la casa de Treadwell.
—¿Cuándo llegó usted?
—Como unos noventa minutos después de que se recibiera la llamada. Me encontraba en el otro extremo del condado.
—¿Y el perro estaba todavía dentro de la casa?
—Sí. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver aquí el perro? No ladró, ya se lo dije.
—Bueno, los perros recogen cosas. Las muerden. Se comen cosas que no deberían comerse.
Cole contempló la casa durante unos instantes con expresión seria.
—Vamos, Puller —dijo. Y echó a correr.